Por fin, después de tanto desearlo, el joven Gonzalo haría su viaje a Filipinas. Don Álvaro, su padre, le dio la autorización, aunque doña Francisca, su madre, se opuso. Como el padre se dedicaba al comercio de libros, le encargó a su hijo el cuidado de un pedido que debería entregar en el puerto de Manila. Allá lo recibiría un librero español, amigo de don Álvaro.
Ya hacía una docena de años que había concluido el siglo xvi y la Nueva España se encontraba en su apogeo.
Desde el archipiélago de Filipinas llegaban embarcaciones españolas cargadas de miles de productos de Oriente. Luego, los comerciantes los distribuían por toda la Nueva España y los transportaban al virreinato del Perú. Y llevaban no pocas mercaderías al puerto de Veracruz y de ahí a la misma España, dando de este modo, la vuelta al mundo.
Muchos jóvenes de la época, deseosos de aventura, anhelaron hacer la travesía por el Océano Pacífico. Esta vez le tocó a Gonzalo.
Una mañana muy luminosa, formando parte de un gran grupo, partió hacia el puerto de Acapulco, donde debía abordar el galeón. Iba al cuidado de seis mulas: cinco sobrecargadas de libros y una para montar él. Lo esperaban varias semanas de duro camino antes de hacerse a la mar. Se sentía temeroso, confundido, indefenso, pero también ansioso, inquieto y, sobre todo, decidido. Para él estaba claro: no podía dejar pasar esta oportunidad.
Ya muy noche, varios kilómetros antes de Cuernavaca, los viajeros acamparon. Entre bromas, pláticas y cantos, prendieron fogatas y cenaron. Poco antes de dormir, Gonzalo recordó algunas escenas previas a su partida.
Hacía como una semana que, desde Baja California, había llegado la noticia de que la Nao de la China arribaría al puerto de Acapulco. Inmediatamente la ciudad de México se convirtió en una loca algarabía. Luego se realizó el obligado y solemne Tedéum en la Catedral para bendecir a los viajeros.
Doña Francisca despidió llorando a su hijo, le hizo mil recomendaciones y le dio una bolsa repleta de limones:
Guárdalos le dijo, son para el viaje; pueden ser tu salvación y lo bendijo.
La primera luz del día despertó a los viajeros. Éstos recogieron el campamento y reiniciaron el camino.
Pasaron días y días viajando a lomo de mula y, a veces, andando a pie.
Subieron y bajaron montes y peñascos, salvaron barrancos y despeñaderos, hasta que quedaron atrás Cuernavaca, Taxco y Chilpancingo. En el trayecto, Gonzalo se enteró que en el grupo había mercaderes, religiosos, familiares de la tripulación, empleados del gobierno virreinal, futuros pasajeros y hasta contrabandistas.
Supo que al galeón de Manila le decían la Nao de la China; no porque fuera y viniera de China, sino porque muchas de las mercaderías que transportaba provenían de allá. Tan no era chino que algunos galeones se construían en los puertos de Zihuatanejo, La Navidad y hasta en el de Acapulco. Otros los hacían en los astilleros de los puertos filipinos de Manila y Cavite.
Estaban a corta distancia del camino real de Acapulco y comenzó a llover, igual que los días anteriores. La lluvia fue arreciando hasta que se convirtió en un vendaval furioso. En tanto que buscaban protección, una de las mulas de Gonzalo rodó por una ladera, quedando atorada a pocos metros entre unos arbustos. Utilizando cuerdas, Gonzalo y un pequeño grupo la rescataron.
Luego, todos se pusieron a cubierto bajo grandes árboles mientras escampaba. Así pasaron la noche.
A la mañana siguiente, hechos una verdadera sopa, encontraron el camino real de Acapulco. El calor, que aumentaba minuto a minuto, pronto los secó. Y la vegetación se fue transformando en una jungla espesa. El último trecho se hacía interminable. Tenían que subir un monte, acechados por un calor sofocante. El primero en llegar a la cima fue un fraile y desde ahí gritó:
Y una vez que subieron todos, el júbilo fue indescriptible. Desde la cima observaron la gran herradura que forma la bahía de Acapulco, rodeada de exuberantes montañas.
En torno a los viajeros crecían orquídeas colgantes, magueyes gigantescos; revoloteaban colibríes, papagayos, mariposas y cientos de implacables mosquitos. La sola idea de tener agua a la vista los alivió. Descubrieron un ir y venir de gente por la playa, que esperaba el arribo del galeón. De pronto, en el centro de la gran herradura, apareció un puntito blanco que fue creciendo. Después de unos minutos resplandeció el velamen de la majestuosa nao; sus banderas desplegadas se agitaban en el aire húmedo y salado de la bahía. Se escucharon unos disparos de salva provenientes del galeón y, en seguida, como respuesta, el estruendo de bienvenida que le daba la batería del fuerte de San Diego.
La presencia de la nave animó a los viajeros para emprender el camino de bajada. Avanzaron algunos metros entre la vegetación. Al rato se encontraron sobre una tierra hosca, estéril, seca. Y, al fin, entraron a un pequeño pueblo. Por las pocas chozas se notaba que ahí habitaba apenas un puñado de pescadores y por su maltrecho aspecto se adivinaba que vivían en la miseria. Para calmar su sed, fueron hasta la única fuente del pueblo, de la que corría un débil hilo de agua; los viajeros se amontonaron a su alrededor y, después de saciarse, se mezclaron con la gente de la playa.
La nave se acercaba cada vez más; algunos marineros se metieron en una barca, se desplazaron hacia la costa y amarraron el galeón a una ceiba. |
Los oficiales del puerto comenzaron a hacer los trámites aduanales en presencia de las autoridades de la Real Audiencia. Luego vino el desembarco de pálidos y agotados tripulantes y pasajeros; algunos fueron bajados a cuestas, pues venían muy enfermos. Se dirigieron a la placita del pueblo, donde se alzaba una pequeña iglesia; llevaban la imagen del santo protector de la nao y entraron a la parroquia para el acto de acción de gracias.
Mientras tanto, la vida en el galeón proseguía. Los estibadores descargaban las mercaderías.
Por su parte, Gonzalo, fascinado, olvidó las penurias del camino. Escuchó voces extranjeras y las conversaciones agitadas de los comerciantes. Distinguió diferentes tonos: graves, chillones, acentos del norte, o castizos.
Se dio cuenta de que los vestidos también eran distintos: uniformes militares, trajes de distintos colores y formas, sofocantes abrigos con botones de oro, camisas y calzones de manta. Gonzalo pensó que todo este espectáculo era maravilloso y extravagante.
Sobre la arena, los mercaderes extendieron sus talegas de oro y plata, que brillaron bajo el sol tropical. De los barriles, los estibadores sacaron las delicadas porcelanas chinas y japonesas, las cuales venían cuidadosamente embaladas para evitar roturas. Y así fueron apareciendo vajillas de preciosos y delicados adornos, por las que se pagaba su peso en plata; muebles y biombos de finas maderas; sedas de distintas clases; mantones de Manila, chales, pañoletas, faldas, chalecos; telas suntuosas para adornos religiosos, como las de los altares de la Catedral de México; figurillas religiosas talladas en marfil; piezas de orfebrería, como la reja interior de la misma Catedral...
Gonzalo no dejaba de maravillarse ante tanto tesoro reunido en la playa. Y el espectáculo siguió: piezas de cobre y filigrana esmaltada; perlas y rubíes, entre otras piedras preciosas de Oriente. Le llegó el aroma de las ricas y preciadas especias: pimienta, canela y ajo, entre otras.
Para entonces el escándalo era ensordecedor y, aunque hablaban distintos idiomas, todos se entendían a la perfección por medio del oro y la plata.
Llegó la noche y con ella se fue apagando la fiesta del mercado; en un santiamén se hicieron los intercambios, y los comerciantes se prepararon para partir hacia distintos rumbos: Pátzcuaro, Guadalajara, Puebla, la ciudad de México, Veracruz y el Perú. Al día siguiente Gonzalo haría los trámites para continuar su viaje.
Aunque Gonzalo realizó muy pronto los trámites de viaje, y su carga de libros había sido ya embarcada, el galeón tardó un par de semanas en zarpar, porque el capitán estaba contratando nueva tripulación. A veces las travesías se alargaban tanto que algunos marineros morían debido al hambre, las enfermedades y las tormentas. Y otros desertaban a su llegada. A menudo, los capitanes y los pilotos también desertaban, pero por otras razones; en tres o cuatro viajes acumulaban grandes riquezas y ya no querían navegar. A pesar de que la Corona Española estipulaba una carga no mayor de 300 toneladas, por lo general, los galeones transportaban mucha más, llevando a veces hasta 2 000 toneladas de mercancías, que equivalían a un millón de pesos en plata.
Para poder imaginar lo que esto significaba como valor en el siglo xvii, basta recordar que una nao costaba entre sesenta y ciento cincuenta mil pesos plata, y que su tamaño era impresionante en relación con los barcos no mercantes. ¡Eran unos verdaderos almacenes navegantes! O como decían entonces, ¡un fuerte castillo en la mar!
Desatracaron el majestuoso galeón y comenzó a moverse lentamente. Desde la borda, el muchacho vio cómo se empequeñecía el pueblo de Acapulco y se sintió emocionado al darse cuenta de que navegaba mar adentro.
Una vez que el navío dejó atrás la bahía, viró hacia el sur con el fin de aprovechar los vientos y la corriente oceánica que lo llevarían hasta Manila.
Las primeras semanas Gonzalo las dedicó a conocer gente. Platicó con soldados enviados a Manila por el gobierno español y, aunque los oficiales se lo prohibieron, se acercó a los presos que iban a cumplir su condena a Oriente. Se relacionó con bastantes frailes que iban a predicar en las Islas Filipinas o en las Misiones de China y, conversando con el capitán, supo que llevaban cartas y encomiendas.
Y también sombreros y paños dijo el capitán que venderemos a los europeos que habitan en la Isla de Guam, donde haremos escala.
¿Tan pobre carga, señor? preguntó Gonzalo.
No respondió el capitán y en voz baja continuó llevamos algo más importante: plata y oro, acuñados en la Casa de Moneda de la ciudad de México. Con ese dinero nos compraron las mercaderías en Acapulco y con él pagaremos a la tropa, a los funcionarios y..., desde luego, a los mercaderes orientales, quienes ya deben estar ansiosos por nuestra llegada.
Guardó silencio y parecía pensar algo.
Esperemos que no se nos cruce ningún barco pirata concluyó el capitán.
Desde su salida, el galeón navegó con buen tiempo; después de un mes de travesía
todo iba bien. Uno de los marineros más experimentados, hombre cuyos brazos
estaban tatuados con animales fantásticos, le contó a Gonzalo el origen de estos
viajes.
En 1527 por órdenes del rey de España, explicó Hernán Cortés envió una expedición desde Acapulco a Filipinas. Pero aquellos expedicionarios jamás regresaron a la Nueva España porque desconocían la ruta de regreso. Sólo hasta 1564, otra expedición, preparada durante siete años y al mando de los navegantes Legazpi y Urdaneta, logró dar con la ruta de tornavuelta. |
El marinero tatuado tosió y continuó:
Y cómo no iba a suceder así, si fray Andrés de Urdaneta era un experto marino conocedor de los océanos y...
¡Piratas a la vista! ¡Piratas ingleses! gritó el vigía desde el palo mayor.
Estos gritos llenaron de temor a los tripulantes y viajeros. Los piratas ocupaban un pequeño bajel, mucho más ligero y ágil que el galeón, de pronto dispararon dos cañonazos que no tocaron a la nao.
Había un ir y venir sobre cubierta preparando la defensa; Gonzalo también se ofreció para el combate, y arrastró con varios soldados un pesado cañón. En medio de la humareda provocada por la pólvora quemada, la embarcación se cimbró como si estuviera temblando: había sido tocada en la proa y el agua comenzó a filtrarse en las bodegas. Vino un silencio angustiante. Se creyeron perdidos.
El silencio fue roto por el estruendo del cañón de Gonzalo y la bala se estrelló en el mástil mayor del barco pirata. Las velas del bajel se ladearon hacia estribor. Los gritos de júbilo llenaron la nao, que se fue alejando poco a poco hasta que los piratas desaparecieron en el horizonte. Gonzalo se sintió satisfecho y la tripulación lo felicitó, pero uno de los reos lo maldijo.
Los piratas nos hubieran liberado dijo el reo.
Yo estaba defendiendo mi vida respondió Gonzalo.
Buena parte de la tripulación se dedicó a reparar el boquete de las bodegas. Controlado el peligro, la vida en el galeón se normalizó. Un par de semanas después apareció el escorbuto o beriberi.
El escorbuto, producido por la falta de la vitamina C, hace que las encías se hinchen y se llaguen. El enfermo de beriberi no podía comer y moría de hambre. Entonces, Gonzalo comprendió la sabiduría de su madre: sacó la bolsa de limones que ella le había regalado, y los repartió. Y cuantos llegaron a probarlos se salvaron. El final del viaje resultaba penosísimo.
Por fin, un amanecer divisaron la Isla de Guam. Al desembarcar, atendieron a los afectados por la difteria, de los cuales quedaron varios en la isla, ya que estaban a punto de morir. Cargaron algunas provisiones y vendieron los paños y los sombreros. La distancia de Guam a Filipinas era pequeña. Zarparon y, en pocos días, entraron al archipiélago filipino.
A la vista del puerto de Manila empezó lo que la tripulación llamaba El Tribunal. Los marineros, vestidos ridículamente, enjuiciaron a la gente de mayor rango. Al capitán lo acusaron de no repartir bien el agua, por lo que muchos padecieron una terrible sed, al doctor, de haber sangrado a la tripulación; al fraile principal, de haberles echado una maldición, ya que aquel que se confesaba, moría al día siguiente; y Gonzalo fue acusado de eliminar al barco pirata. La sentencia consistió en que, al llegar a tierra, los acusados deberían regalar a todos chocolates, dulces y bizcochos.
Inmediatamente arribaron a Manila, la ciudad amurallada. El viaje, que duró 94 días, fue corto en relación con otros, ya que algunos navíos tardaban hasta 150 días.
Amarraron la nao y comenzó el lento desembarco. Muchos se despidieron de Gonzalo y el rudo marinero tatuado lo abrazó y le regaló un amuleto de marfil. Cuando Gonzalo contrataba una pequeña carreta para transportar sus libros, se le acercó un hombre alto y rubio que se presentó como don Fermín. Se trataba del librero español, amigo de su padre. Don Fermín ordenó que subieran los libros a la carreta y ambos emprendieron el camino en el que se cruzaron con gente de todo el mundo: tártaros, chinos, persas, españoles, venezolanos, peruanos y muchos mexicanos. Allí se hablaba el español a la manera mexicana.
Oiga, don Fermín dijo el muchacho, este puerto es mucho más grande que el de Acapulco.
Sí, hijo respondió el librero y aquí llega mucha plata y oro del que ustedes acuñan. Pero dependemos mucho de esos metales; si los galeones naufragan o son capturados por piratas, no hay dinero y la gente se muere de hambre.
Y así, platicando, llegaron al negocio del español. Descargaron los libros, los cuales don Fermín acariciaba como si fueran animales pequeños; luego pasaron a la casa, atravesaron un espeso jardín y entraron a una salita. Ahí, el muchacho descubrió a una jovencita que, curiosa, lo miraba desde la puerta del fondo. Don Fermín se la presentó como la menor de sus tres hijas.
Alma, para servirte dijo ella muy cortés y, antes de que Gonzalo pudiera responder, continuó. ¿Tú eres el que viene desde la Nueva España?
Sí respondió él, orgulloso. Me llamo Gonzalo, a tus órdenes. Después conoció a la esposa y a las hijas mayores de don Fermín. La señora le ofreció su casa y lo llevó a una recámara que ya tenía preparada.
Gonzalo vio con agrado la limpieza de la habitación e imaginó los sabrosos guisos que seguramente lo esperaban... ¡Poder vivir en un hogar y... llegar a conocer a una muchacha tan agradable como Alma...! Se sentía colmado.
Durante los días siguientes, ella lo llevó a conocer la extravagante ciudad amurallada. Vieron algunas chozas que los filipinos habían construido en los árboles, o las casas levantadas en los ríos sobre pilotes, Gonzalo vio por primera vez campos de arroz y búfalos.
Una tarde, al pie de unos gigantescos y hermosos cocoteros, se tomaron de la mano y se comunicaron pensamientos que solamente ellos conocerían. Siguieron dos semanas de felicidad para Alma y Gonzalo, quienes deseaban que el tiempo se alargara. Sin embargo, el día de la partida de Gonzalo estaba cada vez más próximo. Su última noche en Filipinas, la familia le ofreció una cena. La señora guisó varios platillos especiales; en torno a la mesa platicaron animadamente. Al comentar sobre el viaje de regreso, don Fermín explicó:
No creas que vas a llegar directamente a Acapulco. El galeón se detiene antes en San José del Cabo, Baja California. Allí existe una misión jesuita que recoge a los enfermos y proporciona víveres a los viajeros. A los afectados por el escorbuto les reparten limones y naranjas.
Durante la sobremesa, la familia entregó al muchacho regalos para que se los llevara a sus padres.
Estuve muy contento con ustedes, dijo Gonzalo les agradezco todas sus atenciones. Me voy, pero les hago una promesa...
Por un momento guardó silencio y dirigió su mirada hacia Alma:
Con la próxima carga de libros que mande mi padre, regresaré.
La muchacha se sonrojó y jugó nerviosamente con la servilleta.
Antes de que la cena llegara a su fin, la señora le regaló a Gonzalo una bolsa de limones. Después, todos se fueron a descansar.
A la mañana siguiente, al despedirse de Alma, el muchacho le dio una carta.
Me gustaría dijo él que la leyeras cuando yo me encuentre ya en alta mar. No quiero que llores... pronto regresaré.
Mientras la nao en que viajaba Gonzalo se perdía a lo lejos, la muchacha leía la carta:
Cabalgué desde la Ciudad de México hasta el Puerto de Acapulco y en el camino aparecieron a mi paso despeñaderos y tormentas. Cacé una peligrosa salamandra y me hice a la mar. En las agitadas aguas del Océano Pacífico luchamos contra unos piratas y en nuestra brava nao me acecharon las enfermedades. Antes de llegar a tu ciudad amurallada, padecí hambre, y hasta fuí juzgado por un divertido tribunal... Bueno, sólo quiero decirte que ninguna de estas peripecias, felices, terribles y maravillosas son comparables a una tarde junto a ti. Si yo pudiera cambiaría este viaje de tornavuelta por uno de tus besos. Gonzalo. |