La bola de garrote


Cerca de aquí vivían una viejita y su hijo. Eran muy pobres. Un buen día, la viejita le dijo a su muchacho:

—¡M' hijo! Anda, corre a traerme un tercio de leña, que ya no tenemos para cocinar.

El muchacho no contestó. Es que era algo lento, como tardado, ¿verdad?, aunque muy buena gente. Nada más tomó su hacha y se encaminó al monte. Andando, andando, llegó hasta un árbol seco, ya todo hueco, y decidió echarlo abajo: zas, zas, zas.

Cuando empezaba a dar los primeros hachazos, que sale del árbol un duende, un monigotito de este pelo, así de chico. Y se le puso enfrente, gritándole:

—¡No, hombre! ¿Qué haces? ¡No la amueles! ¿No ves que estás tumbando mi casita?

El muchacho abrió tamaños ojos ante aquel juguete de hombre y se quedó con el hacha en el aire. Con curiosidad y asombro le preguntó:

—¿A poco vives aquí?

—Así como ves. Este tronco es mi casa.

Como el muchacho siempre tardaba en reaccionar, no le cabía en la cabeza que podía ir a hacer leña a otro lugar. Así que, bajando el hacha, se puso a alegar con el monigotito.

—Pues por leña me mandaron y sin leña no he de volver.

—No seas así, hombre, deja mi casa en paz.

—Pues por leña me mandaron y sin leña no he de volver.

—Bueno, está bien, pero puedes ir a hacer leña a otra parte. Por aquí hay mucho árbol seco.

—Te digo que por leña me mandaron y sin leña no he de volver.

El monigotito, viendo que no podía meter en razón al muchacho, sacó una toallita que tenía guardada y le propuso:

—Vamos haciendo un trato. Deja de tirar mi casita y yo te doy esta toalla de virtud.

—¿Y para qué la quiero, si yo vine por leña?

—Pues para quitarte el hambre. Te puede sacar de cualquier apuro. Mira, nomás es cosa de ponerla sobre una mesa y hablarle así:

—¡Componte toallita con el poder que dios te ha dado!, y de inmediato se forma un montón de comida de la que tú quieras.

El muchacho no se esperó a hacer la prueba. Le agarró la palabra al hombrecillo y se fue, sin leña, muy campante a su casa. Su mamá, en cuanto lo vio llegar, le dijo:

—¿Dónde está la leña, hijo?

—No la traigo, ya pa' qué la queremos. Mira nomás la toallita que tengo.

—Bueno, ¿pero tú crees que vamos a comer toallita o qué?

—No te enojes, mamá. Mira lo que sabe hacer.

—¿Pues qué ha de hacer? ¡Nada!

El muchacho tendió la toalla de virtud encima de la mesa y dijo:

—¡Componte toallita con el poder que dios te ha dado!

Al instante, se apareció una gran variedad de comida en la mesa. La mamá abrió tamaños ojotes:

—¡Qué bueno, hijo! Teniendo comida lo tenemos todo.

Al cabo de un rato, madre e hijo acabaron con toda la comida. Estaban felices de su buena suerte.

El domingo se levantaron temprano y se arreglaron. Cerca de las diez se encaminaron al pueblo para ir a misa. Al pasar por la casa de unos familiares, al muchacho se le hizo fácil encargarles la toalla de virtud.

—Nada más pasamos a pedirles que nos guarden esta toallita mientras volvemos de misa. No se nos vaya a caer por el camino.

A sus parientes les pareció raro el encargo, pero dijeron que sí, y recibieron la toalla. Al despedirse, el muchacho les advirtió:

—Nomás no se les ocurra tenderla en la mesa y decirle:

"¡Componte toallita con el poder que dios te ha dado!"

Eso bastó para despertarles la curiosidad. Una de sus primas dijo:


—Claro que no, pierdan cuidado. Váyanse sin pendiente.

Pero más tardaron los parientes en cerrar la puerta que en extender la toalla sobre la mesa y decirle: "¡Componte toallita con el poder que dios te ha dado!"

Todos quedaron asombrados, así que decidieron conservar la toalla de virtud. Acordaron cambiarla por otra común y corriente y engañar a sus familiares.

Al regreso de misa, el muchacho preguntó luego luego por su toallita:

—Aquí está, mira —le contestaron.

Distraído como era, el joven ni la revisó. Se despidió y se fue con su madre de regreso al rancho.

Al llegar, sintieron hambre y decidieron utilizar la toalla. Pero no apareció ni una moronita de pan sobre la mesa.


—¡Ah, qué monigotito! ¡Nos engañó! La toallita sólo funcionó una vez
—se lamentó el muchacho.

Muy enojada, la madre le ordenó que al día siguiente fuera a reclamarle al monigotito y, de paso, trajera leña para el fogón.

Apenas amaneció, el hijo fue al árbol del duende. Empezó a dar hachazos y el monigotito salió.

—No tires este árbol, ¿no te dije que es mi casa?

—Sí, pero tengo que llevar leña. La toallita que me diste solamente sirvió una vez.

—¡Ah, caray! No me digas.

El muchacho levantó su hacha para continuar derribando el árbol. Entonces, el monigotito se asustó y le dijo:


—Espérate tantito. ¿Ves aquella burrita amarrada a ese tronco? Pues es tuya, llévatela. Si le pones tres varazos en el lomo, hace puro dinero.

El muchacho, feliz de la vida, regresó a su casa con la burra. Al llegar, inmediatamente le enseñó a su mamá cómo funcionaba el animal. La señora se alegró mucho y ese día durmieron contentos.

Al siguiente domingo, se fueron a misa y se llevaron a su burra para que no se la fueran a robar. Al pasar por la casa de sus parientes, el ingenuo muchacho decidió encargarles a su animal.

—Les dejamos el animalito un rato, mientras vamos a misa. Nomás no le vayan a dar tres varazos en el lomo porque le duele, ¿eh?

—No, primo, vete confiado, no le haremos nada.

Los dueños de la burrita no acababan de llegar a la iglesia, cuando los familiares ya estaban dándole tres varazos en el lomo al pobre animal.


La burra hizo dinero como si hubiera comido en un solo día lo de tres. Viéndose con una minita de oro en las manos, se pusieron de acuerdo para entregar una burra falsa.

Muy confiados, madre e hijo recogieron el animal y se lo llevaron de regreso a su casa. Llegando, lo primero que hicieron fue darle sus tres varazos en el lomo, pero el pobre animal nada más se pandeó. Entonces le soltaron otros, y otros, y sólo rebuznó y pateó. No hizo nada de dinero.

Al día siguiente, muy enojado, el joven fue a ver al hombrecito con intención de tumbarle su casa. Zas, zas, zas. A los tres hachazos salió el duende.

—¿Otra vez tú? ¿Qué no te dije que ésta es mi casa?

—Sí —gritó enojado el muchacho—, pero ya con ésta van dos que me haces. Tu burra sólo sirvió una vez.

—A mí se me hace —respondió el monigotito— que alguien te engañó y te cambió la burra y la toalla de virtud.

Entonces, el muchacho, lento y todo, recordó que la toalla y la burra dejaron de funcionar desde que las encargó a sus familiares. Como adivinándole el pensamiento, el hombrecillo sacó un palo con una bola en la punta y se lo ofreció, advirtiéndole:

—Ten este palo, esta bolita de garrote. Al que se le ocurra decirle: "¡Componte bola de garrote con el poder que dios te ha dado!", la va a pasar mal. Abusado, no se te vaya a ocurrir decírselo, porque te agarra a golpes. Si la quieres aquietar, nomás le dices: "¡Silénciate, bola de garrote!" y se apacigua.

El joven quedó conforme y regresó a contarle a su mamá lo ocurrido.

—¡Ay, m' hijo, ya te engañaron otra vez!

—No te creas, tú nomás espérate al domingo.

Llegó el domingo, la viejita y su hijo volvieron a pasar por la casa de sus familiares. El muchacho, maliciosamente, les encargó la bola de garrote, recomendándoles que no le dijeran el conjuro. Apenas se fueron, los parientes hicieron de las suyas esperando recibir algo de valor.

—¡Componte bola de garrote con el poder que dios te ha dado! —le dijeron.

Cuál sería su sorpresa cuando empezaron a sentir los palazos. Al poco rato, la bola de garrote traía asoleada a toda la familia y nadie la podía parar. Perseguidos por el garrote, todos trataban de esconderse. Se metían bajo la cama, se escondían tras lo que encontraban, se tapaban unos con otros. Hasta llegaron al extremo de ponerse la bacinica en la cabeza, pero ni así se salvaban de la lluvia de garrotazos.

Para su mala suerte, la viejita y su hijo no regresaban. Se habían entretenido comprando charamuscas en el mercado. Después de un buen rato, el joven y su madre llegaron muy quitados de la pena. Encontraron a sus parientes arrinconados, tratando de salvarse de los golpes. En cuanto las mujeres vieron a su primo, le suplicaron:

—¡Ay, córrele, primo, que esta bola nos va a matar! Desde que ustedes, ¡ay!, se fueron, nos está golpeando.

—Yo les advertí que no le dijeran: "¡Componte bola de garrote...!

—¡Ay, ay! Pues la mera verdad, se nos hizo fácil decírselo. ¡Ay! Pero si lo haces por tu toalla y por tu condenada burra, pues te la regresamos, con tal de que ya le pare.

—Trato hecho. Venga mi toalla y mi burra.

Como pudo, una de sus primas se las entregó. Sólo hasta entonces el muchacho dijo el conjuro:

—¡Silénciate, bola de garrote!

La bola de garrote se apaciguó. La viejita y el muchacho regresaron a su casa con la toallita, la burra y la bola de garrote.

Y por fin, el duende pudo vivir tranquilo en su árbol.