Los credos



Había un señor que acostumbraba mucho ir a un pueblo.

Siempre tenía que pasar por un callejón donde había una casa con un perro muy bravo.

Pero cada que el señor pasaba por ahí, el perro lo mordía.

En una de esas, desesperado, el hombre fue a la iglesia y le contó al sacerdote su pesar:

Oiga, padre, yo vivo en el rancho de arriba. Usted sabe que para ir o venir no hay de otra que pasar por el callejón. Bueno, pues hay una casa con un perro muy bravo. El caso es que todos los días me muerde. Yo ya no aguanto, padre, y vengo a que me aconseje cómo quitármelo de encima.

 


 
   

El sacerdote caminó pensativo y, después de un rato, le dijo:

—Mira, hijo, rézale unos credos cada vez que pases por ahí.

El hombre, que pecaba de ingenuo, quedó conforme y salió de la iglesia.

Fue, compró su mandado y se encaminó a su rancho. Cuando estaba a punto de entrar al callejón empezó a rezar. Pero no llegó ni a terminar su primer credo cuando el perro se le echó encima y lo mordió. De modo que el pobre hombre se fue todo lastimado para su casa.


   
 

Al otro día, el hombre tuvo que pasar otra vez por aquella calle angostita. Iba rezando su tercer credo con mucha devoción, cuando el perro lo alcanzó y le dio una mordida. Como pudo, el hombre se libró y

 

corrió hacia la iglesia. Cuando llegó, se quejó de nuevo con el cura:

Uy, padrecito, no resultaron sus consejos. Fíjese que paso por el callejón y, a pesar de los credos, el perro siempre me ha de morder.


Ay, hijo, rézale sus credos, pero entre credo y credo suéltale una que otra pedrada.