Grillo y el anillo robado


El tiempo pasó y un día el patrón de Grillo
recibió carta de su amigo Tomás, que vivía
en otro pueblo. En ella decía que se le había perdido un anillo de oro y no lo encontraba por ningún lado. El patrón le escribió diciéndole que entre sus muchachos había uno que era adivino, y que si quería se lo mandaba para que encontrara la prenda. El amigo aceptó y le pidió que lo enviara inmediatamente.

Cuando Grillo se enteró, casi se desmaya. Pero como ya había hecho el truco de la yegua, se aguantó y se fue a casa del amigo del patrón.

—¿Tú eres el adivino? —le preguntaron al llegar.

—Sí, soy yo. ¿Para qué soy bueno?

—Has de saber que se me perdió un anillo de oro
—le dijo don Tomás—. Quiero que me digas dónde está o quién lo tiene. Te doy tres días de plazo. Si no averiguas nada, penas de la vida, te mueres porque te voy a fusilar.

 
   

Lo mandó encerrar para que nada lo fuera a distraer y al tercer día le dijera en dónde estaba el anillo. Todo mundo se enteró que ahí adentro estaba un adivino. A tres hombres de los que trabajaban en la hacienda les entró miedo, pues ellos habían robado el anillo. El patrón mandó que le llevaran de comer a Grillo y uno de los ladrones fue el encargado de hacerlo.

Cuando el hombre entró al cuarto, Grillo, pensando en los días que le quedaban para adivinar, dijo:

—Va uno y me quedan dos.

El ratero se asustó, pues creyó que Grillo se refería a que le faltaban dos ladrones por reconocer.

Entonces, el primer ladrón fue corriendo con sus compañeros a platicarles lo que había pasado.

—¡Ya me reconoció! —exclamó—. Nomás me vio entrar y me dijo: "Va uno y me faltan dos".

Al día siguiente, otro de los ladrones le llevó la comida a Grillo. Y volvió a pasar lo mismo.

—Van dos y me queda uno —dijo Grillo en cuanto se abrió la puerta.

Los ladrones ya no hallaban ni dónde meterse del miedo. El tercero de ellos recibió el encargo de llevar la comida el último día. Los otros le pidieron que hablara con Grillo para que no los acusara.

—Van tres, y ahora sí es el último —dijo Grillo al entrar el ladrón.

—Oiga, usted sí que es adivino, un saurín de a deveras. Ya que nos descubrió, no se lo diga al patrón, porque si se entera nos mata. ¿Cómo le haremos?

En ese momento Grillo comprendió todo lo que había pasado. Se quedó pensando un momento y dijo:

—Ah, pues muy fácil. ¿Qué animales guardan en el corralón que está allá afuera?

—¿Ahí? Pues hay gallinas, patos, cóconos, chivos, borregos...

—¿Cuántos cóconos tienen?

—Tres.

—¿De qué color?

—Pues hay uno prieto, uno güero y uno zaradío, todo jaspeadito.

—Bueno, pues ustedes hagan que el cócono zaradío se trague el anillo y así los salvo de la dificultad.

Al mediodía se abrió la puerta. Don Tomás quería saber qué había pasado con el anillo.

—Mire, señor —dijo Grillo—, ahí enfrente hay un corral con muchos animales. Adentro tiene tres cóconos, ¿no es cierto?, uno prieto, otro güero y el tercero zaradío. Pues que maten al zaradío y que me lo traigan.

Se hizo lo que pidió Grillo. Cuando tuvo el animal en las manos, le abrió el buche y sacó el anillo.

—Aquí está su prenda, patrón. El cócono se la había comido.

—Hombre, no hay duda que eres adivino... A ver, pídeme lo que quieras.

—Yo sólo deseo que me deje ir a mi casa. De lo demás, deme lo que sea su voluntad.

—¡Ah, no! —contestó el patrón—. Te doy lo que quieras, pero no te dejo ir.

A Grillo lo volvieron a encerrar y se quedó muy triste. Se había salvado de dos, pero ¿qué tal si le ponían más pruebas...?