Pedro se va derechito al infierno


Pedro se dirigió a un potrero donde había muchas liebres. Vio a lo lejos un jinete que se acercaba y simuló que las pastoreaba. El jinete era un sacerdote que ya conocía las travesuras del muchacho.

—¡Pedro de Urdimalas! ¡Úrdeme una de las malas! —le gritó.

—¡Padre, no tengo aquí mis urdideras! Deje que vaya por ellas. Pero présteme su caballo y su sotana porque el caballo no me va a reconocer. Mientras, cuídeme mis chivas.

—¿Cuáles chivas? No las veo, Pedro.

El padre se quitó la sotana y se dirigió hacia las supuestas chivas. Las liebres, al sentir su presencia, comenzaron a correr por todas partes. Pedro aprovechó para agarrar la sotana y salir a todo galope en el caballo.

En el poblado más cercano esperaban al sacerdote para que dijera misa. Cuando vieron de lejos a Pedro vestido con sotana, pensaron que era el padrecito y empezaron a tocar las campanas. Así, enmedio de un sonije que no tenía orilla, Pedro entró al pueblo.

—No toquen las campanas, no soy sacerdote. Yo soy Pedro de Urdimalas.

La gente, que ya lo conocía, se enojó mucho y empezaron
a decirle:

—¡Vete al infierno, Pedro!

—¡Sí! ¡Que se vaya al infierno!

—Pero, ¿cómo me van a
despachar al infierno? —exclamó Pedro.

—Te vas... tú sabrás cómo le haces.

Así que Pedro no tuvo más remedio que irse al infierno. Cuando llegó, fue recibido por el diablo mayor.

—¿Qué se te ofrece? —le preguntó el diablo.

—Me mandó el cura para que les dé escuela a todos los diablitos —se le ocurrió contestar—, para que les enseñe a leer y a escribir.

El diablo mayor se quedó pensando
un momento y dijo:

—Bueno, entonces te los voy
a arrimar.

Enseguida les ordenó a los diablitos que se acercaran a Pedro.

—Aprevénganse todas las sillas que el maestro les va a enseñar a leer y a escribir.

Pedro dijo a los diablitos:

—Antes que nada, deben ponerle a su silla una plastita de cera y sentarse sobre ella, porque así se usa en mi tierra.

Todos los diablitos obedecieron. Se veían muy chulos pelando unos ojotes grandotes. Unos eran cuernudos, otros menos. El diablo mayor, que estaba cerca mirando a todos, orejeando con sus orejas peludas y una narizota, les recomendó:

—Obedezcan todo lo que diga el maestro, porque estará bien.

Pedro se frotó las manos y se paseó de un lado a otro. Ya que todos estaban bien atentos, les dijo:

—Agárrense bien, diablitos: ¡Ave María Purísima!

Los diablitos, al oír esto, empezaron a querer correr. Pero como estaban pegados a las sillas por la cera, no se podían levantar. Las patas se les enredaban. Nomás se oía cómo chocaban sus cuernos y las colas se les torcían, se les trababan.

—¡Aija! ¡Aija! ¡Aija! —gritaban todos.

—¡Ave María Purísima! —repetía
Pedro.

Cuando todo se calmó, el diablo
mayor le dijo:

—¡No te queremos aquí! No se te aguanta. Vete a ver dónde, Pedro de Urdirmalas.

Entonces Pedro, que ya no tenía a dónde ir, se fue derechito a la Gloria.

—¡Tocayito! No me quisieron en el infierno —dijo Pedro de Urdimalas a San Pedro—. A ver cómo le haces para darme entrada aquí.

—No, nuestro Señor dice que tú aquí no tienes entrada —le contestó.

—Pero el diablo grande no me quiso. Nadie me quiere. ¿Ónde me meto?

—Ya te dije que aquí no tienes cabida porque eres tremendo. No has hecho bien en el mundo.

San Pedro cerró la puerta y le puso la tranca.

—Bueno, vamos haciendo una cosa —gritó Pedro—. Déjame meter un dedito en la rendija de la puerta. Si no me dejas entrar, aunque sea déjame meter un dedito en la Gloria, ¿sí?

Tanto insistió Pedro que el santo accedió.

—¡Ayyy! ¡Ay, tocayito! ¡Me estás apachurrando mi dedo! ¡Aflójale, que me duele! ¡Ábrele tantito!

El santo se asustó de oír tantos gritos y abrió un poco la puerta, lo que aprovechó Pedro para meter dos dedos más.

—¡Ayayay! ¡Ayayay!, san tocayito, no seas ingrato.
¡Ábrele más!

A fuerza de gritos y quejas, Pedro logró meter toda
la mano.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Tocayito! ¡Me estás destrozando mi mano!

Así, poco a poco, metió todo el cuerpo. Después de todo ese escándalo, ya estaba en la Gloria.

—¡Ah! ¿Qué vamos a hacer contigo? —dijo San Pedro muy enojado, y se fue a ver a nuestro Señor.

Al enterarse de lo que había sucedido, el padre grande fue hasta la puerta del cielo, se acercó a Pedro de Urdimalas y le dijo:

—¿Quién te dio permiso de meterte?

—Nadie. No tengo casa y, si no me meto aquí,
pos ¿ónde?

—¡Ah, qué caray! Eres más necio que una piedra... y como piedra te quedarás.

—Está bueno —le contestó Pedro—, pero con ojitos y sentidos, para ver y oír.

De esa manera fue que Pedro de Urdimalas quedó convertido en piedra a mitad del camino. Al pasar por ahí todos los que llegaban al cielo, se tropezaban con él. Dicen que de tanto tropezón, rodaron a Pedro cada vez más adentro, más cerca del padre grande.