Presentación

   

Cuentan que en Los Altos de Jalisco la palabra, como la mazorca del maíz, se desgrana y desparrama por los surcos de las milpas, y anda por el pueblo llevando rumores, dichos y decires. Cuentan también que los niños desde chiquitos, con su granito de voz, juegan y se divierten, y

 

sueñan con rondas en las que dan vueltas
al mundo para despertar de nuevo en el lugar
donde nacieron, que allí está, mero enmedio
del paisaje.

Y así son estos niños —palabreros, traviesos y juguetones— como todos los niños de México, como todos los niños del mundo, y así cuentan y así juegan. Sólo que estos niños nacieron y viven en Los Altos de Jalisco —que, como dice la canción. "¡qué bonitos"—, a donde se llega por muchos caminos, desde los vecinos Michoacán y Guanajuato, Aguascalientes y Zacatecas o, ya en casa, desde la linda y hermosa Guadalajara, una vez que cruzamos el puente de Zapotlanejo.

Las mejillas de los alteños, las caras y las caritas de las casas y todo lo que la tierra acaricia, nos señala de donde a donde están Los Altos de Jalisco: en el centro, Tepatitlán y Jalostotitlán, o como le decimos aquí entre nos, "Tepa" y "Jalos"; también están centraditos San Miguel el Alto y San Diego de Alejandría. Arribita, en el norte, Lagos de Moreno, donde un niño nació contando cuentos y vivió narrando novelas, nuestro abuelo Mariano Azuela. Y un poquito más al norte, está La Chona, como le decimos cariñosamente a Encarnación de Díaz, y el viejo tío Teocaltiche que les insiste o Nochistlán, Jalpa y San Pedro Piedra Gorda, que aunque no son jaliscienses no dejan de ser alteños.

Y en el sur de Los Altos de Jalisco, por el rumbo de San Julián, está nuestro amigo Jesús María y la chapeada Arandas. Vuelta y vuelta, podemos llegar al escondido y empedrado San Francisco, ahora llamado Francisco Javier Mina, pero que para nosotros sigue siendo nuestro querido San Pancho; si en cambio sólo damos una vuelta y bajamos por la cuesta, nos acercaremos al naranjero y alegre Atotonilco el Alto. A su izquierda —rumbo a México— queda Ayo el Chico, que aunque chico es un poco alto, y a su derecha, en aquel llano lejano, de nuevo Guadalajara, de donde aún llega el eco de aquella "Flor de juegos antiguos", libro de Agustín Yáñez.

La familia alteña vive en estos pueblos "altos", "grandes" y "chicos", y en los ranchos y caseríos, esos Altos pequeñitos que tienen el nombre de algún héroe jalisciense, de santos, plantas, frutos y animales, y en ocasiones, por si hiciera falta,

tienen dos o tres nombres, con apodo y todo, no
vaya a ser que alguien los confunda. Para llegar a estos lugares, algunas veces hay que decidir entre varios caminos que se juntan y se cruzan. Unos llevan a un paradero que se sabe de antemano; la flecha y el nombre de pila están bien puestos oficialmente, o bien incógnitamente con el puño y la letra de un alteñoabrecaminos. Otros no tienen ninguna señal, pero seducen y tientan a descubrir acertijos, sin clave alguna, como aquellas adivinanzas que se nos hacen rete difíciles, ya que no sabemos de inmediato su respuesta y tenemos que arriesgarnos porque, cómo no, la vamos a encontrar.

El cultivo de la tierra, el oficio y el hacer de las personas es un gran quehacer colectivo, que se acompaña con el cultivo de la palabra. Los niños ayudan, tarareando una canción, contando y oyendo, con las labores de la casa, el corral, el gallinero y el campo, y siembran la tierra, que aprenden a conocer como la palma de su mano. Imitan el trabajo que ven y la palabra que oyen. Y esta palabra, mientras cada quien atiende su labor y su juego, se desborda de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, entre abuelos, padres y niños, y de lado a lado, entre grandes y chicos, y de cabo a cabo del pueblo, este pueblo alteño, trabajador y dicharachero, que se mueve y gira en las ruedas de sus costumbres de cada día, y enriquece su tradición guardando en su memoria colectiva su cultura oral y popular que son tan antiguas.

La oralidad va y viene en el decir, el contar y el jugar de los niños, que llenan las calles por las tardes, mientras los jóvenes echan relajo en las esquinas y algunas mujeres conversan en las puertas de sus casas y los señores se reúnen en las tiendas del pueblo donde, junto con la mercancía que se vende y compra, entra y sale la palabra pueblerina. Es la misma voz que se apago en murmullos por los caminos viejos y nuevos, rectos y curvos, por las subidas y bajadas, en el campo, las milpas y los potreros, y se aviva en los juegos de los barrios, el jardín, el parque, la escuela, las canchas y los patios, y cuando los niños le dicen secretos a la luna y le hablan y le cantan gozosos en sus juegos.


En los lugares donde hay serenatas los domingos, niños y adultos
—juegue y juegue, platique y platique— se divierten dando vueltas a la plaza, lo mismo que en las fiestas anuales; entonces también se divierten jugando al tiro al blanco, con los versos de la lotería, viendo los títeres y otros espectáculos de las ferias, que darán qué decir cuando la fiesta pase. Las otras noches, las más, la familia se reúne para contarse su día y muchas veces para sacarle cosas a la memoria, a la imaginación y a la fantasía.

Todos toman la palabra y la dan —y esto sí que es cosa seria para los alteños— y con ella narran relatos tan viejos como los tiempos y tan frescos y calientitos como el pan del día, y se da rienda suelta a las pequeñas noticias y al comentario callejero. Se comenta, pues, la cotidianidad, la anécdota, el gran suceso que ocurre de vez en cuando, y se saca a colación el clásico "Érase que se era...", el "Había una vez..." Se cuentan cuentos con fin, "y colorín colorado este cuento se ha acabado", o cuentos que nunca se acaban, "¿quieres que te lo cuente otra vez?", y se inventan mentiras que de tan grandotas todos se las creen, y se cuentan cuentos de espantos que sacan lágrimas de susto, y se cuentan cuentos mágicos que todos se saben y que en todas partes se cuentan, y cuentos y chistes que nadie sabe y cuentos que no son cuentos... Muchas veces el chiste no es contar, sino cantar canciones, corridos y coplas populares, y decir versos y también dichos que nadie logra terminar, porque la lengua se traba o gana la risa. Los niños —y más que la verdad los grandes también— se divierten acomodando palabras, haciendo fantasías verbales de la realidad y realidad verbal de la fantasía.

 

Así se juega con la palabra y se juegan otros juegos tradicionales, con sabor de infancia, que no se olvidan, de calendario, de temporada
como buena parte de la tierra alteña. Así cuentan y juegan en Los Altos de Jalisco nos dice en voz alta, contando y jugando, cómo se vive en este lugar.

 

Sara Poot Herrera