Juan Majafierros y la oreja del negrito


Luego de un rato en la cueva del negrito, a Juan Majafierros le agarró el hambre con ganas. Buscó qué comer pero no encontró nada. Entonces, se metió la mano a la bolsa y halló la orejita que le había mochado al negrito. Viendo que no había de otra, que le da una mordida. Nomás le encajó los dientes y que se le apatenta el negrito.

—No te comas mi orejita, no la friegues. ¿No ves que me duele? Dime qué es lo que quieres. Yo te puedo conceder todo lo que desees.

—Bueno, entonces concédeme que salga de aquí cuanto antes.

Ya estando afuera, el negrito le dijo:

—Mira, cuando quieras algo, nomás saca mi orejita y le das una mordida chiquita. Pero no la vayas a apretar mucho porque me duele, ¿eh?

 
   

Enseguida, Juan Majafierros echó a andar. Poco antes de llegar a donde vivía con sus compañeros, se acercó a una casa del camino a pedir posada a una viejecita, presentándose como pordiosero. Los dos se pusieron plática y plática hasta muy tarde.

—Fíjese nomás, buen hombre, las hijas de un rey de por aquí estaban encantadas. Pero dos hombres las sacaron de un agujero y las desencantaron. Así que mañana va a comenzar una fiestona de tres días. Va a estar muy bonita, con jaripeo y toda la cosa. Y luego, los Juanes se van a casar con dos de las princesas.

—Oiga, ¿y usted va a ir a la fiesta?

—Pues sí, la verdad es que tengo ganas de ir. Pero no hay nadie que me cuide mi casa.

—Cómo no, señora, yo se lo cuido.

A la noche siguiente, ya andaban los caballerangos arriando toros para el jaripeo. Mientras, Juan Majafierros esperaba a que la anciana se fuera a divertir para llevar a cabo un plan que había pensado. Ya que se fue la viejecita, Juan sacó la oreja y le dio una mordida. Enseguida se le apatentó el negrito:

—¿Y ahora qué quieres?

—Un traje y un caballazo, para ir a revolverme con aquellos que andan en la plaza de toros del rey.

—Sí, cómo no —dijo el negrito, e inmediatamente le concedió su caballazo, su traje, su buena pistola y todo.

Y así, vestido de charro, Juan Majafierros se fue a la fiesta. La gente se quedó asombrada de ver a semejante personaje tan bueno para el coleadero. Tantito antes de que la fiesta terminara, Majafierros se fue al jacal de la viejecita.Ya para cuando regresó la señora, él se había cambiado de ropa.

 

—¡Ay, Juanito! —le dijo—. Nomás hubieras visto qué bonito estuvo todo aquello. Pero más asombroso fue cuando llegó un caporal, tan bueno que dejó a toda la gente admirada.

Al día siguiente sucedió lo mismo. Juan Majafierros le pidió al negrito otro traje de charro y diferente caballo.

Cuando entró a la plaza de toros, la gente volvió a admirarse. Majafierros era el que mejor lucía allí. El rey, que lo había visto desde el día anterior, mandó llamarlo. Y se fueron los criados a buscarlo. Pero, cada que querían acercársele para llevarlo ante su rey, Juan se les escabullía. Así anduvieron casi toda la noche. Poco antes de acabarse la fiesta, Juan se fue a la casa de la viejecita. Se cambió y volvió a quedar como pordiosero.

—Juanito, ¿dónde estás...? Hoy la fiesta estuvo muy bonita. Pero fíjate que hay un misterio: no se sabe quién es ese jinete que llega cada noche a lucirse.

Al tercer día, Juan Majafierros volvió a sacar la orejita, le dio su apretoncito y le pidió al negrito el traje de charro más elegante que pudiera concederle y el mejor caballo.

Estando la fiesta en pleno, entró Juan Majafierros montado en su caballazo. Sacó las tres mascadas que las princesas le habían dado cuando las desencantó y se las atravesó en el cuello. Luego, para lucirse, pasó frente al palco donde estaba el rey con sus hijas. En eso, las princesas vieron a ese caballero con semejante cuaco y dijeron:

—¡Mira, papá! ¡Ese hombre fue quien nos sacó de la cueva donde estábamos encantadas!

—¡Cómo! ¿Y los hombres con los que se van a casar? —se asombró el rey.

Es que estos dos Juanes nunca quisieron sacarlo de la cueva del negrito, de pura envidia que le tenían.

—¿Y por qué no me lo habían dicho antes?

—Porque los otros Juanes nos amenazaron.

En eso, los hombres del rey rodearon a Juan, quien se dejó conducir ante el soberano.

—Quiero que me diga quién es usted —le pidió el rey.

Juan Majafierros le contó toda la historia, y le mostró las mascadas de las princesas como prueba de que decía la verdad.

—Sí, ésta es mía. Las otras son de mis hermanas
—dijo una de las princesas.

Mientras eso sucedía, los otros Juanes ya no hallaban qué hacer.

—Bueno, a estos dos Juanes vamos a castigarlos. Dígame, Juan Majafierros, ¿qué quiere que les haga? —preguntó el rey.

—Únicamente destiérrelos, no les haga ningún daño, que se vayan lejos donde no los vuelva a ver.

El deseo de Juan Majafierros fue cumplido. El rey desterró a los dos Juanes, y a él le concedió la mano de la princesa que más le gustó, la que estaba encantada en la casa del mentado negrito.