La carta

 

Había una vez un rey y una reina que acababan de tener una hija. Una noche los visitó un hombre con fama de sabio, quien al ver a la niña dijo:

—En una casa pobre que está en el monte, nació un niño que será su yerno.

—Eso no es posible —contestó el rey—. Mi hija nunca se casará con un pobre.

—Eso está por verse, majestad —advirtió el sabio y se fue.

El rey se quedó preocupado por las palabras del sabio y decidió evitar que se cumplieran. Una tarde le ordenó a un criado comprar una canasta grande con tapa, y a la mañana siguiente salieron al monte a buscar la casa del niño.


Luego de un rato, la encontraron.

—Supe que este niño va a ser mi yerno: vengo por él para educarlo en el palacio —le dijo el rey a la madre.

Muy triste la mujer le entregó el niño al rey, pensando que lo trataría bien.

En cambio, el criado metió al pequeño en la canasta y la tiró a un río.

 

—Ya me deshice de él— pensó el rey.

Pero en vez de hundirse, la canasta iba como barco encima del agua y la corriente la acercó adonde vivía un matrimonio sin hijos. El señor sacó la canasta y vio al niño.

—¡Qué bonito niño! —le dijo a su esposa.

—Por fin vamos a tener un hijo —contestó ella.

 


Lo cuidaron bien, pronto se convirtió en un joven. Ayudaba a sus padres cazando animales en el bosque, y como al rey le gustaba la cacería, un día se encontraron. El monarca quedó admirado de la puntería del muchacho, quien mató a varios animales, y exclamó:

—Eres muy buen tirador, pero no te conocía, ¿dónde vives?

—En la orilla del río, con mis papás —respondió el joven.

Como no conocía el lugar, el rey quiso ir.
El muchacho lo llevó a la casa
de sus papás.

—Su hijo es un gran tirador,
los felicito —le dijo el rey
a los señores.


—Es muy bueno, hace años lo trajo el río en una canasta.

Al oír eso, el rey se dio cuenta que era el mismo niño que él tiró al río. Se quedó pensando en cómo matarlo, porque no quería verlo casado con su hija. Ya se hacía tarde, así que se le ocurrió algo.

—Me gustaría quedarme esta noche con ustedes, pero me preocupa la reina. ¿Puedo mandarle una carta con su hijo? —preguntó el rey a los papás.

—Claro que sí, él la llevará.

El joven salió rumbo al palacio; después de unas horas ya estaba fatigado, por eso se acercó a una casa a pedir permiso para descansar un rato, explicando a la dueña que llevaba un mensaje para la reina

 

La señora le prestó un lugar para dormir, pero tenía curiosidad de leer la carta.
Esperó hasta que el joven durmiera y sin despertarlo sacó la carta, que decía:

"En cuanto llegue este joven, mátenlo inmediatamente. Cumplan mis órdenes aunque yo no esté. Mañana quiero verlo muerto".

—¡Pobre muchacho! —se compadeció la señora.

Sin hacer ruido escribió otra carta con letra parecida a la del rey y la puso en la bolsa del joven. Al poco rato, el muchacho despertó y se fue al castillo. En él pidió ver a la reina y le entregó el mensaje.

 

 

Ella se rió al leerlo y llamó a la princesa para anunciarle:

—Hija, tienes que casarte ahora mismo, tu papá manda al novio.

 

Aunque organizaron rápido la boda, estuvo muy bonita. Hubo música hasta el día siguiente, y cuando el rey regresó al palacio encontró fiesta por donde quiera.

—¿Qué pasa, por qué tanta alegría? —le preguntó a la reina.

—Pues cumplimos las órdenes de tu carta —dijo ella.

—¡Enséñamela! —ordenó el rey.


El mensaje decía: "En cuanto llegue este joven, cásenlo inmediatamente con mi hija. Cumplan mis órdenes aunque yo no esté. Mañana quiero verlos casados".

El rey se dio cuenta de que ya no podía hacer nada. Luego de abrazar a su hija y al muchacho, dijo:

—¡Qué siga la fiesta!

Así se cumplieron las palabras del sabio, a pesar de todo lo que hizo el rey tratando de cambiar las cosas.