Episodio de la naranja dulce y los adioses

Ya nos vamos a cambiar a otro barrio, yo no sé ni a donde. Mi papá consiguió ya el fiador y trajo las llaves de la casa nueva. Están arreglando todas las cosas porque mañana, muy temprano, vendrán los cargadores con sus carros. Mañana ya no iremos a la escuela. Mañana también, figúrense, ya no jugaré con ustedes, Manuel, Ramón, Vicente, Carmen, Marta, Rafael... contigo, María de la Luz, (Y esto te lo digo más con los ojos que con media voz hecha llanto). Ya no jugaré con ustedes. Siento como si me fuera a morir. Yo no quisiera cambiarme. No quisiera cambiarme. Quisiera (también te lo digo a media voz, casi con los ojos), quisiera quedarme a vivir en tu casa, María de la Luz. ¡Qué bonito sería! Como hermanos; pero como hermanos distintos...; yo no sé cómo decirte lo que te quiero decir...; como hermanos que echan de ver que son hermanos y no se pelean y viven siempre muy contentos y se convidan sus golosinas. ¡Vivir en tu casa, jugar todas las noches y en el día, ir juntos a la escuela, a la iglesia, a pasearnos; desayunarnos y comer juntos; platicar sin que nos cansemos! Pero no se puede ¡Qué tristeza que no se pueda! Tener que cambiarme y acaso no volverte a ver. No volverte a ver. Como si nos muriéramos. O lo que es más feo: pensar que después de mucho tiempo, si nos encontramos en el centro o vengo yo al barrio o pasas tú por mi casa, ya no has de querer conocerme, no me hablarás, o me hablarás de usted, por mi apellido, como otros muchachos. Qué feo. Qué feo. Tener que cambiarme lejos; dicen en mi casa que al fin del mundo, por un rumbo opuesto. Mañana.

 

 

 

 

 

Mañana en la noche ya no podremos jugar. Ahora podríamos jugar hasta muy tarde, pues no me hablarán; hay visitas en mi casa, que van a despedirse, y también están ocupados en arreglar las cosas; ya desarmaron las camas; ahora dormiremos nomás sobre los colchones, en el suelo. Podríamos jugar hasta muy noche; pero no tengo ganas de jugar. Deja que jueguen los muchachos, deja que se vayan. Tú y yo vámonos quedando aquí en el batiente de la banqueta a platicar. Soy medio mudo, por tímido, bien lo sabes; casi no sé platicar; pero ahora se me ocurre decirte tantas cosas: de lo que sueño, de lo que divago cuando me quedo largos ratos como distraído, de mis cuadernos de dibujo y mis libros de cuentos, de historia y de geografía; platicarte lo que pienso ser de grande y las aventuras que voy a tener y las casas y monumentos que voy a construir y el palacio con jardines y huertos que tendré para mí, a donde me gustaría que vinieras porque habrá muchas rosas de espina y cascadas de jazmines y árboles florecidos de azahar y muchas frutas y fuentes de agua cantadoras y pájaros. Te regalaré unos palomos colipavos mansitos, mansitos, con ojos como los tuyos, tan tiernos... Te regalaré...

Ahora si es llanto mi voz...; no: mi pensamiento, mi sentimiento. Ahora que María de la Luz se ha ido de conmigo a juntarse a la ronda que juega la "naranja dulce"; se ha ido, después de un largo silencio en que yo no hallé cómo decirle que me voy a cambiar, ni cómo empezar a platicarle todo lo que estoy imaginando.

—¿No tienes tú ahora un cuento bonito que contarme? —me dijo. Y como yo siguiera callado, buscando el modo de empezar a platicarle, ella se fue corriendo y cantando:

Naranja dulce, limón partido,
dame un abrazo que yo te pido.

 



Naranja dulce, de luz, como su nombre. Agrio limón partido, rajado: mi corazón sin ánimo. ¿Por qué no me decidí a hablar, a contarle mi pena por dejar el barrio, por dejarla a ella? Dulce naranja que esconder en la bolsa, para la hora del recreo, o para antes, cuando esté distraída la señorita y, a escondidas, detrás del condiscípulo, podamos ir chupando con todos los labios, oprimiéndola poco a poco hasta beberle todo el jugo, dulce naranja. Mala María de la Luz, que no sabes adivinar lo que he querido decirte, lo que tanto pensé decirte, sin saber cómo empezar. Agrio limón de mi destino, mala suerte partida que me escaldas cuando te muerdo. Cuando me muerdo los labios con rabia, tomo una resolución y corro a tiempo a ganar el centro de la rueda de muchachos y cantar a gritos...:

Naranja dulce, limón partido,
dame un abrazo que yo te pido.
Si fueran falsos mis juramentos,
en otro tiempo se olvidarán.

Toca la marcha, mi pecho llora,
adiós, señora, yo ya me voy.

Ahora recuerdo una canción que cantan mis tías: la vida pasa como una nube. La vida pasa. ¿Por qué pasa la vida? Agonías. Cuerpos tendidos. Entierros. Vuelta del camposanto. Bailes otra vez. Y el muerto sin salir del hoyo. Bailes. Velorios. La eternidad, como una punzada. Siguen tocando los clarines de las ocho de la noche. Pienso otra vez en María de la Luz. Como que quiero llorar. Muy adentro, acabo la canción del juego que no pude cantar, que quise cantar, que canto con mucha devoción de tristeza y con dolor de eternidad.

Toca la marcha, mi pecho llora,
adiós, señora, yo ya me voy.

Quién sabe de qué tengo ganas. Quién sabe por qué estoy así. Quisiera saber. No sé lo que quisiera saber. Yo creo que quisiera saber por qué me entristecen, a las ocho de la noche, la hora de las ánimas, los toques de clarines, los pitidos del tren, las campanas que doblan. Limón. Naranja. Mañana, en la otra casa, a esta hora, tendré la misma tristeza. Porque recordaré a María de la Luz, porque oiré los clarines y el tren y las campanas. A la ocho de la noche. Y más, si una orquesta callejera suena y si aúllan los perros y si pitan los gendarmes. En la noche. Obscura. Eterna.

Si fueran falsos mis juramentos...

No. Nunca la olvidaré. Ella sí, quién sabe, naranja dulce. Pero estará conmigo, sin que la vea, siempre, por una eternidad, a las ocho de la noche, limón partido, (¡Dame un abrazo que yo te pido!)

Agustín Yáñez.

 

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