Nunca se le había visto tan triste. Por eso, la gente comentaba entre
sí:
¿Qué le pasa a Ilhuicamina?
¿Qué le sucede al Flechador del Cielo?
¿Qué tristeza le hiere?...
Y nadie sabía, más que él, su dolor.
Tenía una herida, no de flecha de
batalla guerrera ¡tantas batallas de esas había ganado!, sino
de flecha de batalla de amor. Era esa la flecha que le molestaba dentro,
la que había hecho callar sus cantos y apagar su voz.
Caminaba con los ojos perdidos, lentamente como una tortuga sin
su mar. Quien le miraba no lo reconocía. Él, el de los brazos fuertes;
él, el de la voluntad férrea; él, el de los ojos que sabían ver lejos;
él, el de la inteligencia clara..., estaba cabizbajo, vencido.
¿Qué te acontece? le preguntaban quienes le querían bien.
Pero él no contestaba, ni para bien, ni para mal.
Tan sólo el cenzontle, pájaro de muchas voces, y el ciervo, venado de
cuernos de madera, lo veían por las tardes. Se encaminaba a la cima de
una montaña cercana; y desde ahí, con su arco lanzaba rabiosamente flecha
tras flecha hacia arriba, como si al tirar quisiera clavar sus puntas,
sus filos de obsidiana, en la entraña del cielo.
Tan sólo el tecolote lo había visto muchas noches. llhuicamina, el Flechador
del Cielo, subía la cima de la misma montaña y se sentaba en una piedra
a meditar, con la mirada alta. De vez en cuando cerraba los ojos, para
pintar con su pensamiento a su amada Citlalixochitl, estrella flor, para
pensar en ella. El padre de la muchacha no le permitía unirse a él, flechador
y guerrero por oficio. Y así, meditando y meditando, lo sorprendía el
lucero de la mañana.
En una ocasión, el guerrero llhuicamina y la bella Citlalixochitl,
se vieron a escondidas. Ella habló del temor a su padre y
él habló de su enojo.
¿Por qué ocultarnos?... ¿Por qué ahogar nuestras emociones?...
¿Qué mal hacemos con querer ser compañeros de la vida?...
Entonces Estrella-flor, con labios temblorosos, pero voz serena,
dijo:
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No nos demos por vencidos, pero tampoco dejemos que
nos ciegue el odio. Busquemos una solución, una salida. Mi
padre se ha dado cuenta sólo de los impulsos de nuestros cuerpos
jóvenes, pero no conoce nuestros sentimientos.
Mostrémoselos, abrámosle nuestro corazón. Así lo hicieron:
Por el camino llamado "Sendero de la Serpiente Luminosa" se
encaminaron rumbo a la casa del padre de la muchacha para
hablar con él. Llegaron cuando las sombras de la tarde anunciaban
el ocaso del día.
El padre de la muchacha los recibió con recelo y de ese modo
también les escuchó decir que ellos querían unirse. Se lo
dijeron con tal firmeza y claridad que el hombre no encontró
otra salida.
Bueno, está bien, será lo que ustedes dicen; se unirán.
Pero voy a ponerte una condición, llhuicamina. Puesto que
eres guerrero y flechador, escucha bien: deberás clavar la
punta de una de tus flechas en el mero corazón del cielo,
deberás herirlo, tendrás que hacerlo sangrar. Cuando lo logres,
vuelve. Entonces no pondré reparo en tu unión con mi hija.
Lo que pedía el padre de Citlalixochitl era demasiado. Ella
y el Flechador del Cielo lo sabían; pese a todo se dieron
fuerza uno al otro. |
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No nos demos por vencidos, ni dejemos que nos ciegue el odio. Pensemos,
dispongamos de toda nuestra inteligencia y voluntad decían
entre sí.
El padre de Estrella-flor estaba muy seguro de que llhuicamina
nunca podría clavar ninguna flecha en el corazón del cielo. Eso
sí: curioso veía al guerrero subir a la cima de una montaña y lanzar
sus flechas con filo de obsidiana, desde que amanecía hasta que
la oscuridad y el canto del tecolote invadían el campo. Pasaban
los días y el flechador lanzaba más altos sus tiros, pero no lograba
siquiera rozar el cielo.
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Muchas auroras y muchas lunas habían visto a llhuicamina subir
el pico de la misma montaña. Le habían visto cansarse, pero no perder
la voluntad; tiro tras tiro seguía insistiendo, buscando lo imposible,
luchando contra sus propias limitaciones de ser humano. Tiro tras
tiro buscaba clavarle su flecha al corazón del cielo. Una tarde,
cuando todo parecía perdido, cuando todo parecía lucha de más, los
pájaros graznaron fuerte, los venados corrieron con su veloz lentitud,
la yerba y los árboles se estremecieron, gentes y gentes gritaban
y manoteaban asombradas:
¡El sol se hincha!...
¡El cielo está sangrando!...
¡La sangre del cielo pinta las montañas!...
¡La sangre del cielo se refleja en el río y corre por sus
aguas!...
El padre de la muchacha salió de su casa y se quedó pasmado, quieto
como si tuviera raíz, con los ojos abiertos, muy abiertos. Ante
él pasaban unas mujeres manoteando; a su alrededor se escuchaba
un griterío de niños y de pájaros. Arriba de él, el sol se hinchaba
cada vez más; allá el cielo se manchaba, se pintaba de un color
rojo encendido. Para él, desde ese momento, ya no había duda: ¡llhuicamina
había hecho sangrar el cielo! |
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Pasado el asombro, el padre de Citlalixochitl pidió
que alguien llamara a llhuicamina.
Cuando estuvieron cara a cara, el padre de Estrella-flor y el Flechador
del Cielo, le dijo:
No me guardes rencor. Uno siempre quiere lo mejor para los
suyos. He visto que eres un hombre de voluntad que no se vence fácil.
Por eso y porque mi hija es dueña de sus sentimientos y su razón,
acepto que se unan. Vivan juntos, pues, y que les vaya bien, que
los acompañen flores y cantos. Desde entonces volvieron a brotar
cantos de los labios de Citlalixochitl y de llhuicamina; desde entonces
no cesaron, desde entonces se extendieron como un eco.
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Cuenta la leyenda que, desde entonces, los pájaros anuncian en las tardes
la presencia de llhuicamina, ya no en persona, sino en espíritu. Dice
también que si los pájaros cantan con más fuerza en un momento dado, es
porque lo están viendo subir al pico de su montaña. Siempre va acompañado
de Citlalixochitl. Cada uno toma su arco y su flecha, cada uno apunta
hacia arriba, cada uno lanza su proyectil hacia el espacio. Las flechas
de Citlalixochitl y de llhuicamina han volado y se clavan en el corazón
del cielo, que es el sol. Ahí muere un día y nace una noche. A eso nosotros
le llamamos ocaso, a eso nosotros le llamamos caída del sol... crepúsculo...
Leyenda tradicional.
Versión de Antonio Ramírez Granados.
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