México siempre ha tenido mujeres y hombres valerosos. Hace más de cien
años, tenía algunos, que no eran muchos, pero valían por muchos: media
docena de hombres y una mujer preparaban el modo de hacer libre a su país.
Eran unos cuantos jóvenes valientes, el esposo de una mujer liberal y
un cura del pueblo que quería mucho a los indios, un cura de sesenta años.
Desde niño fue el cura Hidalgo de la raza buena, de los que quieren saber.
Los que no quieren saber son de la raza mala. Hidalgo sabía francés, que
entonces era cosa de mérito, porque lo sabían pocos. Leyó libros que explicaban
el derecho del hombre a ser honrado, a pensar y hablar sin hipocresía.
Vio a los negros esclavos y se llenó de horror. Vio maltratar a los indios,
que son tan mansos y generosos, y se sentó entre ellos, como un hermano
viejo, a enseñarles las artes finas que el indio aprende bien: la música,
que consuela; la cría del gusano, que da la seda; la cría de la abeja,
que da miel. Tenía fuego en sí y le gustaba fabricar: creó hornos para
cocer los ladrillos. Todos decían que hablaba muy bien, que sabía mucho
nuevo, que daba muchas limosnas el señor cura del pueblo de Dolores. Decían
que iba a la ciudad de Querétaro una que otra vez a hablar con unos cuantos
valientes y con el marido de una buena señora. Un traidor le dijo a un
comandante español que los amigos de Querétaro trataban de hacer a México
libre.
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