Los siete días de la semana


Los siete días de la semana eran hermanos y se querían bien. Pero no podían verse muy seguido, aunque vivían muy cerca, por muchas razones.

Pero al fin decidieron reunirse, y así lo hicieron. Lo que sucedió aquella vez es cosa de recordarse, por eso se los cuento enseguida.


Antes que nada se saludaron como acostumbraban: un golpecito en la espalda, un apretón de manos y un abrazo, de esos que se dan con gusto y ganas.

—¿Cómo estás, hermano?...

—Pues ahí, pasándola... ¿Y a ti cómo te va, hermano?

—Ni peor ni mejor que a ti. ¿Y cómo te trata la vida, hermano?

—A empujones y jalones, así, así...

 

Pasando el momento de los saludos, empezaron a platicar acerca de las quesadillas de flor de calabaza. Entretenidos en tan sabroso tema hablaron horas y horas.

—A mí me gustan más las quesadillas de hongos —decía uno, desde este lado de la mesa.

—A mí, las de papa machacada —gritaba otro, desde aquel lado de la mesa.

—Y a mí las de frijoles con epazote —agregaba otro, bajo la mesa, pues se había roto la silla donde estaba sentado en el momento preciso de dar su opinión.

La plática se acaloraba más y más. Uno decía una cosa y el otro contradecía.

Tres estaban de acuerdo y tres no, en que las quesadillas de flor de calabaza eran las más sabrosas, de todas las habidas y por haber. El único que no opinaba era Domingo, pues para éste el sabor estaba en la palabra y en la música.


Creo que una mosca, parada en vuelo, iba a dar su opinión; sin embargo, apenas abrió la boca, ¡plaf!, cayó la mano de Jueves sobre ella. Atarantada por el golpe, se marchó, dando tumbos. Algo dijo entre zumbidos, pero no se le entendió nada pues Martes, olvidando el tema de las quesadillas, exclamó furioso:

—¡Estoy aburrido de levantarme a la misma hora, siempre temprano. Estoy, lo que se dice, harto de ir a trabajar sin descanso...!

 

—¡Y qué me cuentas a mí! —interrumpió Lunes. —El gallo me despierta antes que a nadie...

—¡Y a mí, qué me dicen!, ¿eh? —se quejó Miércoles.

—También yo tengo cuento para rato. Me levanto y, ¡ahí te voy al trabajo!, a mancharme la vida de humo, de tierra, de...

—¡Grasa!, ¡de aceite!, ¡de yeso!, ¡de cemento!... ¡Igualito que yo! —comentó Jueves.

—¡Dos de cal por una de arena!, ni más ni menos; ¡lo mismo me pasa a mí! —exclamó Viernes, enredado y fajándose los pantalones, pues estaban a punto de caérsele...

Sábado, por su parte, no hizo más que decir:

—Bueno..., aunque a veces trabajo media jornada, he llegado a trabajar turno completo, y hasta horas extras... Me doy mi maña para descansar cuando hay modo; uno hace lo que puede... no me dirán que no... Además..

Sábado se quedó con la palabra en la boca y una mano en el aire, porque espantó a la mosca atarantada de Martes y porque le llamó la atención el nerviosismo de Domingo, el hermano más chico, decidor y jaranero de todos...

Domingo dejó su jarana por un lado, se hizo disimulado: ya silbaba quedito, ya volteaba los ojos para todos lados, ya hacía como que veía pasar a la mosca atarantada, ya recogía una basurita y la arrojaba al aire, ya recogía una pluma y la soplaba...

Así, disimuladamente, se hincó. Caminó a gatas, tras una fila de hormigas que pasaba casualmente por ahí, con el fin de retirarse, lo más lejos posible, de sus hermanos.

Los hermanos lo siguieron y él continuaba haciéndose el desentendido, gateando tras aquella fila de hormigas. Por fin lo alcanzaron, le atajaron el paso y lo rodearon.

Domingo vio frente a él unos pies, en lugar de las hormigas que perseguía. Fue levantando poco a poco la mirada hasta dar con la cara de Lunes, quien burlonamente cantó:

 

—"De domingo a domingo te vengo a ver..."

Martes, tocando una guitarra imaginaria, continuó la canción comenzada por Lunes:

—"¿Cuándo será domingo, cielito lindo, para volver...?"

 

Miércoles, con la jarana —la guitarra— de Domingo en la mano, cantó a coro con sus hermanos:

—"Ay, ay, ay, ay, ay..., yo bien quisiera que toda la semana, cielito lindo, domingo fuera...!"

Creo que la mosca atarantada por Martes iba a defender a Domingo. Pero, antes de abrir la boca, el hermano más chico protestó indignado:

 

—¡Ah, no! Ustedes piensan que soy un flojo, ¿no es así?...¡Pues, eso no es cierto...! Yo me levanto a la misma hora que ustedes,

ni un minuto antes, ni un minuto después... Como lo mismo que ustedes comen, ni un pan más, ni una tortilla menos... Si toco la guitarra o la jarana y canto..., y río y me doy de marometas... y me retuerzo del puro gusto que me da, eso es cosa mía... No por eso dirán que no trabajo.


Primer Final

Y, ahí mismo, los siete hermanos acordaron no hablar más de aquel asunto tan molesto. Dispuestos a no discutir, volvieron a la plática acerca de las quesadillas de flor de calabaza.

—Yo las prefiero con aceite, bien doradas...

—No, pues yo las prefiero sin aceite, y con salsa molcajeteada...

—Y a mí me gustan con queso...

—Y a mí, con rajas...

Terminando el sabroso tema de las quesadillas, los siete hermanos regresaron a su vida de siempre, así, así, hasta nuestros días.



Segundo Final

Y, ahí mismo, los hermanos: Lunes, Martes, Miércoles, Jueves, Viernes y Sábado aplastaron a la mosca atarantada. Después jalaron de la camisa a Domingo, lo sangolotearon con fuerza y lo amenazaron:

 

—¡Ahora trabajas por nosotros o te rompemos un huevo con harina en la cabeza...!

—¡Y te obligamos a que escribas cien planas con estas palabras: "debo de trabajar por mis hermanos"!

—¡Y te rompemos la jarana, para que ya no tengas qué tocar...!

—¡Y te amarramos la boca con un pañuelo, para que ya no cantes!

—¡Y te revolcamos en el lodo, cuando llueva...!

Terminadas las amenazas de sus hermanos, Domingo, sin guitarra, ni jarana, ni alegría, se fue a trabajar.

Dale que dale, desde entonces, no hubo domingo en ninguna semana de ningún mes del año, en todo el mundo.

Y, dale que dale, desde entonces, los niños fueron a la escuela todos los días...

 

 

Tercer Final

Y, ahí mismo, los hermanos de Domingo y él se pusieron de acuerdo e hicieron siete guitarras, una para cada uno. Se vistieron igual y se fueron levantando polvareda sobre un camino de tantos. Guitarra en mano anduvieron toda una mañana y toda una tarde; tenían el propósito de llevarle serenata a la Rana Nocturna.

Pasó un día completo y otro, todos parecidos, todos iguales. Pasó un gallo giro y gritón anunciando el amanecer; pasó una manada de vacas que iban a pastar; pasó un puñado de pájaros, y con ellos otra tarde seguida por su noche.

Domingo y sus hermanos seguían en su fandango; mientras tanto, en la tierra, los hombres, mujeres, niños y niñas no se explicaban lo que pasaba con los días.

—¡Se ha vuelto loco el calendario! —decía una comadre a su compadre—; óigalo bien; antier fue domingo primero de marzo, ayer fue domingo dos y ahora es domingo tres. ¡Al paso que vamos la semana nos va a salir con su domingo siete!

Y así fue: ¡Aquella semana salió con su domingo siete!

Siete días seguidos, uno tras otro como monedas que se van contando, fueron de pura risa y fiesta pues ellos, los siete hermanos, en esas andaban.

Los niños y niñas estaban felices, como quien estrena pantalón nuevo. La gente, aunque primero se sorprendió, le encontró gusto al asunto y lo disfrutó.

Muchos tenían la idea de que la vida continuaría así, tan alegre como entonces durante mucho tiempo; lo único que temían era la llegada de Aguafiestas.

Como si lo hubieran llamado, Aguafiestas llegó, acompañado de unos amigos suyos, hasta donde estaban los siete días de la semana y los obligó a que regresaran a trabajar.

Los siete hermanos, a regañadientes, se pusieron a trabajar. Pero no crean que se dan por vencidos, ¡qué va! De vez en cuando se reunen para buscar el modo de trabajar en lo que más les guste y con felicidad.

Mientras tanto Domingo continúa decidor y jaranero, no porque no le importa nada, sino porque está convencido de que alguna vez volverá a tener fiesta, por mucho tiempo, él, sus hermanos y los habitantes del mundo.

Antonio Ramírez Granados
Cuento inédito



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