El conejo y el venado

Fíjate que cuando el Señor del Monte hizo a todos los animales, el conejo no era como ahora, pues en lugar de tener orejas largas tenía dos grandes cuernos.

Esos cuernos eran casi del tamaño de su cuerpo y pesaban mucho, por eso el conejo no podía dar grandes brincos.

Entre los amigos del conejo estaba el venado, un animal veloz y hermoso pero con un problema: su cabeza parecía demasiado pequeña, porque así la hacían ver sus largas orejas.

El venado había oído decir que los cuernos del conejo eran bellísimos, así que decidió ir a buscarlo. Caminó un poco, y una vez que lo vio, gritó con toda su fuerza:


—¡Conejo! ¡Conejo!

—¿Quién me llama? —respondió el conejo.

—Yo, el venado, vine hasta aquí para ver tus hermosos cuernos.

—¡Ay venado! Son muy bonitos, pero también pesados. Apenas puedo brincar con ellos —contestó triste el conejo.

 

 

Al venado se le iluminaron los ojos. Era el momento de pedirle al conejo sus cuernos prestados.

—Conejo, préstame tus cuernos. Quiero saber cómo me quedan.

El conejo le prestó los cuernos al venado, quien de inmediato fue al lago para admirarse.

—Estos cuernos me quedan mucho mejor que mis orejas largas —pensó el venado.


El conejo esperó y esperó pero el venado no le regresaba sus cuernos.

—¡Venado, devuélveme mis cuernos! —pidió desesperado el conejo.

—¡No! ¡Ahora son míos! —dijo el venado y salió corriendo.

Enojado, el conejo lo persiguió dando grandes brincos, pues ahora se sentía más ligero.

—¡Venado, dame mis cuernos! —gritaba el conejo.

El venado ni siquiera volteaba a verlo mientras corría feliz entre la hierba.


Cuando los dos se cansaron de correr, se sentaron en el zacate. El venado le propuso un trato.

—Amigo conejo, como te ves muy feo sin nada en la cabeza, te voy a regalar mis orejas.

Sin decir más, el venado dejó sus orejas sobre el zacate y se fue a gran velocidad.

Luego de ver un rato las orejas, el conejo se las acomodó en la cabeza. Con ellas escuchó el canto de todas las aves cercanas y también los pasos del venado.

El conejo se puso muy contento; ahora tenía las mejores orejas del lugar, podía brincar tan alto como quisiera y ya no cargaría más los pesados cuernos.

Después de todo, el cambio le había convenido.