El conejo quejumbroso


Muy cerca de un pequeño lago, el conejo veía sus patas delanteras, blancas y suaves como el algodón. No dejaba de mirar su espesa cola y de rascar su nariz.

Tan feliz estaba con su cuerpo que decidió mirarse en el reflejo del lago. Corrió hacia la orilla, y una vez en el borde, su figura se dibujó en la superficie del agua.

—¡Qué hermosa cola! ¡Qué lindas patas! —dijo orgulloso.

El conejo se acercó un poco más y descubrió su pequeñez.

—¡Soy muy bonito, pero demasiado pequeño! Hay animales más grandes que yo, como el caballo o el coyote.¡Yo quiero ser de ese tamaño! —gritó enojado el conejo.

Entonces caminó hacia donde vivía el Señor del Monte; le iba a pedir que lo hiciera crecer, pues ser pequeño no le gustaba.

 
   
   
   
   
   

Tres días después llegó al cerro. Subió con rapidez y en lo más alto encontró al Señor del Monte rodeado de aves. El conejo se arregló el pelo y las orejas.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el Señor del Monte.

—Vengo a pedirte que me hagas más grande —contestó el conejo.

El Señor del Monte pensó un momento y dijo:

—Al amanecer párate entre esos dos cerros. Cuando el sol haya salido por completo verás cuánto has crecido.

 


El conejo bajó con brincos y piruetas y esperó a que amaneciera. Poco a poco el sol asomó sus primeros rayos. Entonces se paró entre los cerros y vio reflejada una gran sombra.

—¡Qué grande soy! —gritó.

Y se puso a brincar de felicidad.

   
   
   
   
   
   

Movía las orejas, sacudía la cola y agitaba las patas, mientras miraba a su sombra copiar cada movimiento

—¡Ese soy yo! ¡Grandote y veloz!


Continuó brincando el resto del día,sin darse cuenta de que el sol casi se escondía.

Cuando la luz empezó a disminuir, la sombra saltarina se achicó y se achicó hasta borrarse por completo.

En ese momento el conejo entendió que era tan pequeño como al principio, sólo su sombra había crecido.