El conejo y el lagarto


 

Una tarde, el conejo estaba frente al río pensando la manera de cruzarlo, cuando oyó una voz que salía del agua:

—¿Qué haces conejo?

El conejo miró hacia el río y descubrió al lagarto, a quien respondió:

—Pienso cómo pasar al otro lado del río. ¿No podrías llevarme tú?

Al lagarto le brillaron los ojos, pues se imaginó lo rico que sería comer conejo fresco.

—Claro que sí, amigo conejo. Yo te llevo, pero en la otra orilla te como.

—Está bien, lagarto. Pero sólo me puedes comer hasta que hayamos llegado —le dijo el conejo.

El lagarto acercó su cola a la orilla, el conejo se subió en ella y le rascó el lomo.

—¡Ah, pero qué rasposo estás, amigo lagarto! —dijo en voz baja el conejo.

—¿Qué tanto hablas que no te oigo? —preguntó molesto el lagarto.

—Que estás lisito, lisito, lagarto.


—No me molestes conejo, por que te como, —dijo el lagarto.

Avanzaron un poco más y el conejo abrió la boca de nuevo.

—¡Además eres un apestoso, lagarto!

—¿Que soy qué? —gritó enojado el lagarto.

—Que huele muy rico tu lomo —contestó el conejo.


Cuando iban a llegar al otro lado, el conejo dio un gran salto y llegó a tierra antes que el lagarto. Entonces corrió a esconderse en su cueva.

El lagarto llegó a la cueva del conejo y empezó a cavar con sus fuertes patas. Cavó tanto que se quedó atrapado en el hoyo que había hecho.

Mientras tanto, el conejo había salido por otro lado y lo miraba cavar desesperado.

—¡Qué lagarto tan tonto! —dijo el conejo y rió a carcajadas.

El lagarto oyó su risa y se le ocurrió abrir el hocico para hacerle creer que era la entrada de la cueva.

 


El conejo se dio cuenta y saludó como si no hubiera visto las dos hileras de dientes.

—¡Buenos días, cuevita!

—¡Buenos días, conejito! —respondió como pudo el lagarto.

—¡Esta cueva habla mucho! ¡Hay que cerrarla! —gritó el conejo.

Con rapidez, tomó una piedra muy grande y la aventó al hocico abierto del lagarto.

—¡Así no te volverás a abrir, cueva habladora!

El conejo escapó feliz del lagarto, que tardó muchísimo en volver a cerrar el hocico y en salir del hoyo que él mismo había cavado.