El coyote arrepentido









El coyote ya estaba cansado de las bromas que le jugaba el conejo, además la quemadura de la cola no podía quedarse así. Tenía que buscar la forma de desquitarse. Esta vez sí se lo comería.

Luego de recorrer muchos caminos sin encontrarlo, se acostó a la sombra de un árbol, sin fijarse que arriba estaba el conejo comiendo zapotes.

Cuando el coyote lo vio intentó atraparlo.

 

—¡Calma, coyote! —gritó el conejo—. Mira qué buenos zapotes. Abre el hocico y te aviento uno muy sabroso.

El coyote obedeció para recibir un zapote maduro y delicioso.

—¡Qué rico zapote! ¡Aviéntame otro!

   
 

El conejo tramposo tiró un zapote verde y duro que se atoró en el pescuezo del coyote. Por más que se revolcaba no podía sacárselo, hasta que luego de un rato pudo escupirlo.

Enojado, el coyote buscó al conejo para vengarse. Anduvo unas horas y por fin lo vio con los brazos hacia arriba dentro del hueco de una gran piedra.

—¿Qué haces conejo?

—Sosteniendo al mundo que se nos viene encima. Ayúdame, ya me cansé. Si dejo de cargarlo nos va a aplastar.

El coyote entró al hueco y cargó la piedra.

—¡Qué pesado está el mundo! Bastante aguantó el conejo.


Mientras, el conejo se alejó riendo a carcajadas por la forma en que engañó al coyote.

Se hizo de noche, pero el pobre coyote se quedó en el hueco hasta el amanecer. Ya cansado, dijo:

—¡No me importa que se caiga el mundo!
—y se alejó de la piedra.


Al ver que no caía se enojó muchísimo con el conejo. Volvió a buscarlo entre los montes, hasta que lo halló sobre una hamaca cantando con su guitarra.

—¡Condenado conejo, esta vez no te me escapas!

—¡No me comas, por favor, me voy a casar! Mejor quédate aquí y cuando oigas las campanas de la iglesia, destapa esta olla de tamales y cómete los que quieras.

El coyote aceptó al pensar en los tamales, pues sólo tenía un zapote en la panza. Entonces el conejo se fue al pueblo, dejando sobre el fogón una olla llena de avispas.

Tiempo después las campanas sonaron llamando a misa. El inocente coyote abrió la olla caliente y las avispas lo picotearon hasta dejarlo más hinchado que un sapo.

Con tanto picotazo hasta se arrepintió de comerse al conejo.