Duendes toreros


Un día, como a la una de la tarde, llegó una mujer a su casa con su canasta llena de bastimento para preparar la comida.

Se dio cuenta de que su esposo no estaba. Como no vio al burro en el corral, se imaginó que su marido se había ido a la labor.

Entonces agarró camino hacia el ojo de agua, rumbo al colmenero, pues ahí cerquita su esposo tenía un horno de carbón.

Cuando llegó al lugar, se acercó a su marido y le habló, pero el señor no contestó. Entonces la mujer se dio cuenta de que su esposo estaba como ido, mirando fijamente en el fondo del ojo de agua. La mujer se espantó y, mientras lo sacudía, le dijo:

—¿Viejo, qué te pasa? ¡Contéstame! ¡Ándale, no te hagas!

Después de muchos jalones, el hombre reaccionó molesto.

—¿Pos qué te traes, vieja? ¿Por qué me despiertas, si me estaba divirtiendo de lo lindo? Vieras qué toreadas daba aquí el monito ese.

El hombre señalaba el fondo del agua y la mujer, por más que se estiraba, no alcanzaba a ver nada.

—Mira —continuó el hombre—, había una plaza chiquita, bonita, con graderío y toda la cosa. Hasta público y músicos había, unos músicos que tocaban una chulada. Luego salió del toril un hombrecito de este pelo, así de chico, y, con su capote en las manos, empezó a torear. La gente gritaba "¡Ole! ¡Ole...!" Al rato salió otro monigotito a hacerle el quite y luego otro a clavar las banderillas. Cuando acabó la corrida empezó el jaripeo. Salieron unos charritos montados en sus caballos y, cuando empezaron a hacer suertes con la cuerda... ¡pues ahí me despertaste, vieja canija!

¿En qué crees que haya acabado el jaripeo de los duendes?