Después de estarse carteando algún tiempo, algunos muchachos se animaban a pedir a la novia para que se casaran. Pero fíjate que los padres de las muchachas acostumbraban poner pruebas a los novios, como éstas:

 

Las pruebas del novio


Una vez, un joven de Chiquilistlán mandó una carta a una muchacha para enamorarla. Al principio, lo hizo a escondidas de los papás de ella. Con el tiempo, la muchacha le correspondió y envió sus cartas, aunque también a escondidas de todos.

Luego, la muchacha, que tenía mucha confianza con sus padres, pidió permiso para que le diera cartas a su novio. De esta manera, los papás de ella supieron quién era el que enamoraba a su hija y lo fueron conociendo poco a poco.

Después de un año, los novios se animaron a casarse. Pero, para que los padres de la muchacha estuvieran seguros de que el novio sería un buen esposo, le pusieron algunas pruebas.

—Mira —dijo el papá de ella—, para darte a mi muchacha, me tienes que partir estos troncos.

Eran unos trozos de leña bien gordos y duros como las piedras. Si el muchacho lograba rajar los leños, sería bien visto por sus futuros suegros. Pero si no lo lograba, iba a ser difícil que le concedieran la mano.

El muchacho se puso a batallar con el hacha. Quedó con las manos llenas de ampollas pero pudo rajar algunos leños. El padre de la muchacha quedó más o menos satisfecho y le dio permiso para entrar a ver a la muchacha a su casa.

Pero, en uno de esos días en que el joven visitaba a la novia, la mamá le puso otra prueba. Echó un montón de chiles en el molcajete, de esos que no mienten, y preparó una salsa que ni el más bravo podría comerla. Ya que tenía todo listo, llamó al muchacho:

—Oye, tú, ven pa' que te comas un taco.

—No, no tengo hambre. Muchas gracias, señora —contestó él.

—No, aquí no empieces con tarugadas. Vente a comer un taco. Ándale.

Y ahí fue el muchacho, queriendo y no, a sentarse a la mesa. La señora le arrimó el molcajete y las tortillas y le sirvió un jarro de atole bien caliente. A los demás les sirvió sopa. Nomás dio la primera mordida y le salieron chorros de agua por los ojos y la nariz. Ya no se hallaba. En eso, la señora dijo:

—Apúrese, amigo, todavía le falta.

—Usted disculpe, pero ya no puedo comerme el taco. Está muy venenoso.

Al oír la queja, la señora contestó:

—¡Pues pa' hombre no sirve todavía! Véngase a ver a mi hija cuando aguante!