El encantado del Chiquilichi

 

 

 

Se cuenta que un 2 de febrero, día de la Candelaria, un joven que andaba por el cerro del Chiquilichi se topó con la entrada de la cueva encantada. Según las antiguas leyendas, la entrada de la cueva permanecía oculta y cerrada, y sólo muy de vez en cuando, en fechas especiales, se abría. Y ese día así fue.

 







 

 

De la boca de la cueva salía un resplandor intenso, muy extraño. El joven sintió curiosidad y se asomó para averiguar de qué se trataba aquello.

Adentro todo era brillo y luz. Había mucho oro y piedras preciosas. Eso era lo que iluminaba tan vivamente lo que de otra manera debería ser tan oscuro como boca de lobo. Ahí anduvo un buen rato, mirando detenidamente los tesoros amontonados en muchos rincones de la cueva.

El interior era amplio y largo y, conforme el joven iba llegando al fondo, vio que había más personas en el lugar. Allá en lo profundo de la cueva, varios hombres estaban sentados alrededor de una mesa. Se acercó a ellos con mucho cuidado, para que no lo descubrieran. Detrás de un gran montón de monedas se puso a observarlos con atención.

Los hombres estaban jugando a las cartas y se movían muy lentamente, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Resultaba curioso ver cómo ponían cara de sorpresa, sonreían, manoteaban, siempre con lentitud, despacio, muy despacio. También hablaban, sólo que, por más que el joven trataba, no entendía ni jota.

Así estuvo el joven, observándolos, hasta que se cansó. Ya que habían pasado como dos horas, pensó que lo mejor sería ir a su casa a contar todo lo que había visto, y regresar más tarde por el tesoro.

Afuera de la cueva había caído la noche. Aunque se sabía de memoria el camino de regreso, como que lo desconoció. Varias veces se tropezó con piedras que no recordaba que estuvieran ahí.

 

Al fin, allá a lo lejos, alcanzó a ver su casa. No salía de ella ninguna luz, pero eso no le preocupó porque se imaginó que ya sería muy tarde y todos estarían dormidos. Sin embargo, mientras más se acercaba más rara la veía. Cuando llegó frente a ella, se dio cuenta de que estaba deshabitada y en ruinas. Se sentía tan cansado que, sin desearlo, se quedó dormido entre los escombros.

Al día siguiente, en cuanto amaneció, se fue al pueblo a averiguar lo que le había sucedido a su familia. Desde que llegó a las primeras casas le extrañó lo que le rodeaba. Muchísimas cosas del pueblo estaban cambiadas. De pregunta en pregunta se enteró de lo sucedido.


Todos los miembros de su familia habían muerto hacía muchísimos años. La gente le habló también de un joven que había desaparecido misteriosamente un 2 de febrero, día de la Candelaria. Ese joven, claro está, era él mismo. Entonces se dio cuenta de que las dos horas que pasó dentro de la cueva fueron doscientos años de afuera. No envejeció, su ropa era la misma y ni siquiera sintió hambre.