La orquesta de duendes
Cuando se construyó la presa de Chiquilistlán,
sucedieron algunas cosas extrañas. Al terminarse los trabajos de construcción,
se organizó una gran fiesta a la que asistió todo el pueblo. Aquello fue
muy bonito, con comida, música y un padre que dijo misa.
En la tarde, cuando todos los demás se habían regresado
a su casa, don Cornelio y un tío suyo se quedaron en el lugar. Como su
tío era el velador, tenían que cuidar todo lo que la gente llevó para
la fiesta: las mesas, la vitrola para tocar los discos, las cazuelas,
todas esas cosas.
Así, poco a poquito, se fue haciendo de noche. Don Cornelio
no tenía sueño y se quedó despierto por un buen rato. Ahí estaba en medio
del silencio; ya bien entrada la noche, cuando se empezó a oír un ruido.
Venía de más arriba de la presa, donde había un ojo de agua y algunas
higueras.
Los sonidos se hicieron cada vez más claros. Era música, una verdadera
chulada de música. Y no se oía como una banda, ¡qué va!, sonaba como toda
una orquesta. Don Cornelio y su tío se habían despertado con la música
y escuchaban aquello con asombro.
Vamos a ver quién toca dijo don Cornelio cuando se acabó
la pieza.
A mí se me hace que son los duendes opinó el tío—.
A lo mejor hasta los conozco. Agarra esa botella y se la llevamos a los
monigotitos, porque uno siempre tiene que llevarles algo.
Don Cornelio y su tío subieron hasta el ojo de agua. Buscaron aquí y
allá, en el ojo de agua y entre las higueras, pero no hallaron nada. La
música tampoco volvió a sonar. Todo se quedó de nuevo en silencio.
Así fue que, al final, don Cornelio no vio ni un triste duende.
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