Los duendes de la higuera
En cierta ocasión, dos muchachos inquietos, fantasiosos,
de esos a los que todo se les hace fácil, decidieron visitar una higuera
en la que, según se decía, había duendes. Cuando se buscan duendes, hay
que regalarles algo; por eso los muchachos se pusieron a buscar qué podían
llevarles. Uno de ellos sacó a escondidas de su casa un mantel. Entre
los dos juntaron unos cigarritos, unas cervezas, algunas piezas de pan
y unos dulces.
Bien preparados, con todos los obsequios en una canastita, se fueron
rumbo a la higuera. Junto al árbol había una piedra grande y plana, muy
parecida a una mesa chaparrita. En esa piedra los muchachos extendieron
el mantel y pusieron todo lo que llevaban, como si ahí fuera a haber una
comida.
Los muchachos se sentaron a esperar y, mientras lo hacían, pensaron en
las cosas que decían de los duendes. Recordaron que no debían dejarse
tocar por los duendes, porque si eso sucedía se iban a volver locos de
remate.
Justo pensaban en eso, cuando se escuchó un ruido. Miraron al árbol y
ahí estaban los duendes, caminando entre las ramas igual que si anduvieran
por el suelo. Y así, de rama en rama, empezaron a bajar del árbol. No
eran ni uno ni dos, eran un desgraciadal.
Cuando estuvieron abajo, los duendes les hablaron a los muchachos, pero
quién sabe en qué idioma, porque ellos no entendieron nada de nada. Los
muchachos también quisieron hablar, sólo que sentían las quijadas trabadas
y de plano no les salió ni una sola palabra.
Mientras tanto, los duendes iban haciendo rueda alrededor de los muchachos.
Estos, que tenían bien presente aquello de que no los tocaran, pegaron
un brinco y echaron a correr. Corrieron y corrieron, sin animarse a voltear.
Nomás oían que atrás de ellos los duendes venían a toda prisa.
Al final llegaron a una cuesta que terminaba en un muro. Ni sintieron
el esfuerzo que les costó subir. Es más, hasta saltaron el paredón
como si hubieran sido las trancas de un corral. Ahí se quedaron jadeando
atrás del muro.
Luego de un rato, cuando se les pasó el susto y recuperaron el aliento,
se dieron cuenta de que ya no se oía ningún ruido. Se asomaron por encima
del paredón y no vieron absolutamente nada del otro lado. Nunca supieron
si de verdad los persiguieron los duendes o se lo imaginaron todo. Ah,
pero eso sí, del mantel y de todo lo que venía en la canastita, ni sus
luces. Todo eso había desaparecido. Por eso, el que sacó el mantel a escondidas
se ganó una buena regañada.
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