El burro del otro mundo

 

Cuando yo era joven, vivía en un pueblo muy pequeño; apenas unas cuantas casas escondidas entre los montecillos. En ese tiempo no teníamos luz eléctrica y en las noches caía por completo la oscuridad, así que la gente prefería encerrarse a dormir temprano.

Yo tenía tres amigos muy traviesos; me acuerdo que nos reuníamos en las tardes y a alguno de nosotros siempre se le ocurría una broma para burlarse de los demás. Por eso, a veces nos disfrazábamos de fantasmas y otros imitábamos a la Llorona en plena madrugada.

Claro que nuestros juegos asustaban mucho a la gente del pueblo. Todo el día siguiente se oía hablar de aparecidos y nadie quería salir de su casa después del anochecer.

En una ocasión, mis amigos y yo nos quedamos platicando hasta la madrugada. Habíamos caminado al bosque para que nadie nos oyera. Aunque las nubes ocultaban la luna y las estrellas, y nos rodeaba la oscuridad, ninguno sentía miedo.

Por el contrario, estábamos muy divertidos inventando una nueva travesura. De pronto, se escucharon fuertes balidos, parecidos a los de un chivo. Todos nos quedamos en silencio. El sonido venía de lo alto de un cerro y se acercaba a nosotros. Volteamos a vernos sin saber qué hacer; en eso, sentimos escalofrío al oír unos aullidos horribles.

Yo me asusté mucho, pero fingí que no tenía miedo. Lo más calmado que pude, le sugerí a mis amigos que cada quien regresara a su casa, porque ya era muy tarde. Ellos también aparentaban estar tranquilos y aceptaron mi idea, pero en cuanto avanzamos unos pasos, se paró frente a nosotros un burro que salió de la nada. El animal nos veía fijamente y golpeaba la tierra con uno de sus cascos delanteros.

Quise continuar mi camino, pero el burro se interpuso. Entonces, uno de los muchachos dijo que si montábamos al animal llegaríamos más pronto a nuestras casas. A pesar de que parecía buena idea, ninguno de los cuatro daba el primer paso. Por fin me decidí y monté al burro, después lo hicieron los demás.

En ese momento, el burro echó a correr rapidísimo hacia el estanque del manantial, que tenía más de dos metros de profundidad. Estábamos asustados porque no sabíamos nadar, pero no pudimos detener la carrera del animal; en cuanto llegó al estanque dio un gran salto y poco antes de que cayéramos al agua, desapareció.

Casi nos ahogamos; yo sentía que me hundía cada vez más, hasta que logré detenerme de las ramas de un árbol que colgaban cerca del agua. Salí como pude, gracias a eso ayudé a los otros a hacerlo. Tardamos un rato en serenarnos, luego cada quien corrió a esconderse a su casa. A partir de ese día, no volvimos a salir de noche.