El manantial del tesoro

 

En un rinconcito de Aguascalientes se encuentra un lugar donde hay varios manantiales dentro de unas cuevas. Según dicen los abuelos, mucha gente rica enterró su dinero en ese sitio para evitar que los bandidos se lo llevaran. Sin embargo, algunas de esas personas no murieron con la conciencia tranquila y ahora buscan la manera de entregar su dinero a alguien que pueda disfrutarlo.

Eso le pasó hace años a Jovita, cuando estaba recién casada y llegó a vivir cerca de los manantiales con su esposo. Los dos querían hacer fortuna con la crianza de ganado, por eso Jovita trabajaba mucho todo el día. Cada mañana acarreaba agua de los manantiales; se levantaba al amanecer y aparejaba a su burra con varios cántaros, luego salía rumbo al Mastranzo, un manantial llamado así porque cerca de él crecía una planta de ese nombre.

A Jovita le agradaba ir por el agua. A esa hora, nadie entraba a las cuevas, así que podía disfrutar un rato de tranquilidad. Una mañana, la joven llenó sus vasijas, se las acomodó a la burra y cuando estaba por salir, oyó una voz que le decía:

—¿Ya te vas? ¿Ya te vas?

Jovita no contestó. Se fue de ahí un poco asustada, pero al día siguiente regresó como si nada hubiera ocurrido. Pasó una semana sin novedad, pero un día escuchó de nuevo la voz.

—¿Ya te vas? ¿Ya te vas? —le preguntó.

Jovita se quedó callada y salió de la cueva.

En lugar de tener miedo, a Jovita le molestaba oír la voz. Por eso, cuando a los ocho días le hizo la misma pregunta, la joven respondió enojada.

—¡Qué te interesa!

 

Entonces la voz dejó de escucharse. Sin embargo, luego de un tiempo, hubo un nuevo sonido. Cada vez que Jovita metía el cántaro al agua, sonaban monedas cayendo. Aunque esto ocurrió tres veces, Jovita no hizo caso.

Días más tarde la joven salía de la cueva cuando sintió que le jalaban el rebozo. Ella no quiso voltear y continuó su camino, pero alguien seguía jalándola. Jovita ya estaba muy nerviosa, sólo le quedaba entre las manos la punta de su rebozo y lo único que se le ocurrió decir fue:

—Ave María, ¿quién me estira?

Enseguida el peso cedió. Jovita se cubrió con el rebozo y corrió tan rápido a su casa, que hasta dejó a la burra por el camino.

Al día siguiente fue por el agua con cierto temor, pero pronto dejó de preocuparse, porque el manantial era de nuevo un sitio tranquilo. No volvieron a molestarla. Quizá el espíritu que deseaba regalarle dinero, se convenció de que Jovita no lo aceptaría y la dejó en paz.