La ardilla terca

 

Hubo una vez una ardillita muy traviesa a la que le encantaba comerse los elotes de las milpas. En cuanto se descuidaban los campesinos, la ardilla se daba gusto bajando los elotes.

Cierto día, un caracol andaba por la orilla del cerco cuando de pronto hizo un alto en su camino, levantó los ojos y miró a un hombre morral al hombro y sombrero en la cabeza que se acercaba por la brecha rodeado por unos perros. Entonces le dijo a la ardillita:

—Amiga ardilla, será mejor que dejes de jugar en la milpa porque ahí viene el dueño.

La ardilla, que además de traviesa era muy terca, sin dejar de correr de aquí para allá, contestó:

—Solamente me estás engañando, no es cierto —y le dio una gran mordida al elote que había arrancado.

Pasado un rato, el caracol volvió a mirar en dirección de la brecha y observó que el hombre y sus perros estaban muy cerca. De nuevo se volvió a la ardilla y le dijo:

—Ardillita, será mejor que te vayas porque el hombre ya está aquí.

—Deja de molestar —respondió la ardilla sin hacer el menor caso—, tú sólo quieres asustarme para que deje de comer este maíz que está muy bueno.



Y no había terminado de hablar cuando llegó el hombre que, al verla, le tiró una pedrada, mientras sus perros corrían ladrando y gruñendo tras la ardilla que, como loca, buscaba un árbol dónde subirse. Pero como en esa milpa no había ninguno, tuvo que correr hasta el monte para salvarse de los perros.

El caracol, que todo lo había visto desde el cerco, sólo dijo:

—Se lo advertí, pero fue muy terca. Lo tiene bien merecido —y siguió su camino.