Juan Thul y los aluxes

 

Ocurrió en un ranchito llamado Balché que los aluxes, para divertirse, espantaban al ganado a pedradas y sombrerazos y abrían las puertas del corral para que se escapara.

Melchor —así se llamaba el niño que pastoreaba a las bestias— se ponía furioso cada vez que esto pasaba, pero no tenía más remedio que salir al monte para buscar a las vacas que su padre había puesto bajo su cuidado.

Una vez, cansado de que los aluxes borrachos y burlones le jugaran esta broma, Melchor salió al monte acompañado por Jacinto el H-Men. Caminaron muchas leguas, hasta el lugar donde el monte es alto y apenas deja pasar los rayos del Sol.

Al llegar allí Jacinto sacó de su morral una pelota de masa de maíz nuevo, preparó zacá y se lo ofreció entre rezos a Juan Thul, el dueño y señor del ganado. Cumplida la ceremonia Jacinto y Melchor regresaron a Balché.

El pastorcito sentía una gran curiosidad por conocer el resultado de su ofrenda y, en la noche, salió de puntitas de su jacal y se subió a un árbol de ramón que estaba cerca del corral; allí, acurrucado entre las ramas, escuchó las risitas de los aluxes que de repente aparecieron brincando alrededor del ganado, tomando licor y golpeando con sus sombreros el lomo de los animales.

Entonces, como si un pedazo de la oscuridad se hubiera desprendido del monte, apareció Juan Thul con la forma de un enorme toro negro, con larga cola que arrastraba por el suelo; de sus ojos salían flamas rojas y sus resoplidos levantaban el polvo.

 

Tres veces rascó con su pezuña el suelo Juan Thul y con un bramido terrible embistió a los aluxes que, con los ojos a punto de salírseles, corrieron para donde su miedo les dio a entender.

Desde aquel día Melchor pastorea en Balché a sus vacas tranquilamente y los aluxes corren a esconderse del ganado.