Las tres pruebas


Hubo una vez un señor muy rico que tenía un hijo en edad de ir a la escuela. Sin embargo, al muchacho no le gustaba estudiar, y mientras su padre creía que estaba en la escuela, él se dedicaba a otras cosas. Como quiera que fuera, el muchacho tenía una ilusión, sólo que le daba pena confesarla, porque estaba seguro de que su padre se opondría. Un buen día se armó de valor y habló con su padre.

—Papá —dijo—, a mí no me gusta la escuela.

—¿Cómo está eso, hijo? A ver, ¿por qué no te gusta la escuela? ¿No sabes que es lo mejor que hay? Debes estudiar para que puedas ser doctor, licenciado o ingeniero.

—Padre, sé que te va a doler mucho, pero yo tengo una ilusión.

—¿Y cuál es tu ilusión?

—Pues... Yo quiero ser ladrón.

—¡Cómo! ¿Qué dices? ¿Un hijo mío ladrón? ¡Qué van a decir los familiares! ¡No! ¡Eso no puede ser!

—Sí, padre, eso deseo. No quiero seguir estudiando porque será inútil. No aprenderé nada.

—Mira, hijo, ¿qué te parece si mejor hablamos con tu padrino? Así sabremos lo que piensa él. A lo mejor te ayuda a cambiar de idea.

El padrino era la persona más importante y respetada del lugar. El muchacho y su padre se dirigieron a donde vivía el padrino. Cuando llegaron lo saludaron y le explicaron el asunto que traían entre manos.

—Así es, compadre —dijo el padre del muchacho—. Yo quiero que me ayude para que su ahijado cambie de opinión.

—Mira, hijo —dijo el padrino— eso que quieres no está bien. ¿Qué te parece si te doy el rancho para que tú lo atiendas? Así tú serás el patrón.

—Se lo agradezco, padrino, pero eso no quiero. Ya dije que quiero ser ladrón, y eso seré.

—Vaya, veo que no cambiarás de idea por nada. Te recuerdo que los ladrones no se hacen así nomás. Los ladrones deben ser hábiles y mañosos, saber robar muy bien. Aparte corren mucho peligro.

—Sí, padrino, pero cuando a uno le gusta algo le pone ganas, y eso es lo que haré.

—Mira, ahijado, para saber si en verdad deseas eso, te pondré tres pruebas. Si las pasas, serás un ladrón bien hecho.

El padrino se quedó callado mientras pensaba en algo. Luego dijo:

—Ésta será la primera prueba: Yo mandaré a uno de mis trabajadores a que le dé de comer a un borreguito y tú tienes que robárselo como sea, pero sin golpearlo, eso sí. Aquí te espero si lo logras.

Se despidieron y cada quien tomó su rumbo para hacer lo que debía. El patrón mandó llamar a uno de sus trabajadores y le dijo:

—Quiero que lleves a comer a este borreguito por aquel monte que está allá. Ten mucho cuidado porque un hombre te lo va a querer quitar. Tú serás más listo que él.

—Está bien, patrón, pierda cuidado.

El señor tomó al borrego y se dirigió al monte. El muchacho que quería ser ladrón lo esperaba en el monte con un par de zapatos nuevos. En cuanto lo vio acercarse por el camino, tomó el zapato izquierdo, lo tiró en medio de la vereda y se escondió. Cuando el señor con el borrego llegó hasta ahí, miró el zapato y lo recogió.

—¡Qué bonito! ¡Lástima que sólo haya uno, que no me sirve de nada! —exclamó, y lo volvió a tirar.

El muchacho cortó camino y más arriba puso el zapato derecho por donde pasaría el señor. Escondido esperó a que éste llegara.

Cuando el señor pasó por ahí vio el zapato y dijo:

—¡Qué friega! ¡Aquí está el compañero del otro zapato! ¿Cómo no me lo traje? ¡Ahorita voy a pepenarlo!

Para no cargar con el borreguito, lo amarró a un árbol y bajó corriendo por el otro zapato. Claro, cuando regresó a donde había dejado al animal no lo encontró. Se fue directamente a la casa del patrón y le platicó lo que había sucedido.

 
 

—No te apures —le contestó el patrón— no te voy a hacer nada. Te lo anticipé. Si te lo robaron, ni modo.

Así, el muchacho se presentó ante su padrino con la primera prueba.

—Muy bien, ahijado, ya pasaste la primera prueba. Ahora vas por la segunda. Escucha bien, voy a mandar tres mulas de dinero custodiadas por muchos soldados. Tienes que robarte el dinero, pero sin golpearlos. Ten mucho cuidado, porque llevarán orden de tirarle a cualquier sospechoso.

Se pusieron de acuerdo cuándo y dónde iban a pasar los soldados. Se despidieron y cada uno se fue por su lado. El señor llamó a los soldados y les dio indicaciones.

—Quiero que me lleven estas mulas con dinero a mi rancho. Pónganse listos porque por ahí anda un ladrón. Si ven algún sospechoso, tírenle.

—Está bien patrón. Confíe en que nosotros le haremos bien su mandado.

El muchacho buscó un lugar por donde pasarían los soldados en el que pudiera levantar una ramadita. Así lo hizo y preparó varios barriles de vino, como si fuera a vender. Hasta ahí llegaron los soldados y el muchacho les alistó unos vasos grandes.

—Buenas tardes —preguntó uno de los soldados— ¿no nos vende agua o algo de comer? El camino está largo y tenemos mucha sed.

—Seguro que sí —dijo el muchacho—. Nada más que agua no tengo. Un vaso de vino les caerá muy bien. Es lo único que me queda.

—No le hace. A ver si no nos calentamos con esta agüita y perdemos el dinero. Nos dijeron que por aquí cerca anda un ladrón.

—No es cierto. Yo siempre estoy aquí y no ha sucedido nada. Pasan muchos forasteros y a nadie han asaltado.

Los soldados estuvieron toma y toma de aquel vino tan sabroso, hasta que empezaron a perder el conocimiento. Fueron cayendo uno por uno. Entonces el muchacho les quitó los rifles y agarró las tres mulas con el dinero. Las llevó a la casa de su padrino, quien lo recibió asombrado.

—¡Qué bien! ¿Y mis soldados? ¿Dónde quedaron?

—Por ahí, padrino. Vendrán más tarde.

—Ahora te queda la tercera y última prueba. Es la más difícil y peligrosa, no te confíes.

—Dígame cuál será, padrino.

—Quiero que te lleves la sábana que está tendida debajo del colchón de mi cama. Ten mucho cuidado, porque pondré soldados en todas las esquinas de la casa. Le tirarán a cualquiera que se asome.

—Muy bien, padrino. Espero pasar la última prueba.

Y así se hizo. El padrino mandó llamar soldados para que cuidaran su casa. Les advirtió que un muchacho trataría de entrar a robar, que no lo dejaran y que si se asomaba le dispararan. Mientras eso sucedía, el muchacho preparó un muñeco de trapo con sus ropas. Cuando lo tuvo listo se encaminó a casa de su padrino. Al llegar a la esquina, asomó la cabeza para que los soldados lo vieran, y se ocultó rápidamente. Esperó un rato y entonces hizo que el muñeco se asomara. Los soldados pensaron que se trataba otra vez del muchacho y le dispararon. El muñeco cayó al suelo y los soldados corrieron a avisarle al padrino, para que les dijera si ese era el ladrón del que les había hablado. El muchacho, mientras tanto, aprovechó para meterse a la casa. Cuando el padrino se enteró de lo que había pasado salió apresuradamente y le dijo a su esposa:

—Tráeme la sábana que está debajo del colchón.

Pero la sábana, desde luego, ya no estaba en su lugar porque el muchacho se la había llevado. La señora, al no encontrarla, corrió a avisarle a su esposo.

—¡Qué buena jugada nos hizo este muchacho! Tiene razón mi ahijado: ladrón es su profesión. Yo hice todo lo posible para que cambiara de idea, pero él fue más listo. Ni modo.

De esa manera se convencieron el padre y el padrino de que el muchacho sabía lo que quería, de que las cosas se hacen por gusto y no a la fuerza.

 

Recopilador: Hugo Ríos Mendoza.
Informante: Agustín Ríos Hernández.
Comunidad: Tres Hermanos, Mpio. de Cintalapa, Chiapas.