Cuentan que hace muchos años vivía por aquí un señor llamado
Timoteo Santo. Era un hombre muy rico, dueño de muchos animales: tenía
vacas, caballos y hartos chivos; además tenía una gran cantidad de oro,
alhajas y dinero.
Cuentan que él quería mucho a sus animales, pero el preferido era un
chivo pardo, cuernudo y muy feo. A donde fuera don Timoteo allá iba el
chivo siguiéndolo.
Dicen que antes se usaba sacar el dinero en el día, para asolearlo. Yo
pienso que era para presumirlo. A veces lo dejaban hasta la noche, como
lo hacía don Timoteo, siempre acompañado de su chivo pardo, para contemplar
los destellos que la claridad de la luna le sacaba a aquel inmenso tesoro,
tendido sobre unos petates de palma. Aquello era una chulada.
Don Timoteo extendía sus alazanas "pa' ventilarlas" debajo de un encino
prieto, y ahí se pasaba horas y horas con una varita en la mano, volteando
las monedas una por una. Se notaba que con eso gozaba aquel hombre.
Don Timoteo se quedó a vivir aquí, solo, en un rancho que no tenía ni
nombre. Poco a poco se fue juntando gente; unos aquí, otros más allá,
fueron haciendo sus casitas, sus milpas, porque todos se hicieron de su
pedacito de tierra. Don Timoteo platicaba con todos; a pesar de ser rico
no era nada orgulloso, por eso lo respetaban y lo querían.
Cuentan que a los noventa años falleció aquel hombre y que muchos lo
lloraron, porque lo querían como si hubiera sido un padre para ellos.
Dicen que el tesoro de don Timoteo se quedó en el encino en donde lo
ponía a asolear, pero el chivo cuernudo ahí se estaba todo el tiempo,
cuidando el dinero de su amo. Cuando el animal murió, muchos quisieron
sacar el tesoro, pero nadie pudo conseguirlo porque se les aparecía el
chivo, enfurecido, y no los dejaba acercarse. |