Hace mucho tiempo, no sé cuánto pero es mucho, había un
hombre nacido en Laguna Grande, municipio de Monte Escobedo, Zacatecas.
Este hombre era de origen humilde, casado con una mujer de allí mismo,
de Laguna Grande.
A poco de casados tuvieron una niña, y el pobre señor se vio en aprietos
para mantener a la familia, pues se dedicaba a tocar el arpa. A veces,
cuando no había fiestas, se iba a trabajar en las labores o con el ganado.
Así iba pasándola este señor, hasta que vino una sequía como nunca: casi
no llovió ese año, a las presas se les empezó a terminar el agua, los
pastos se secaron y el ganado se moría de hambre. La gente tampoco hallaba
qué comer y se empezó a saber que a fulanito lo habían matado para robarle,
que a zutanito le faltaban no sé cuántas vacas, que a menganito lo asaltaron
en su mera casa. Aquello era un desorden del demonio.
El pobre arpero se encontraba en una situación desesperada. Él
no quería matar ni robar; no, él no quería llegar a esos extremos, pero
un día le dijo a su esposa:
Mira, vieja, si en este momento el mismo diablo me contratara para
ir a tocar a los infiernos, allá iría yo con tal de conseguir dinero para
comprar comida.
Ya deja de estar pensando tonterías le dijo la mujer
mejor vente a cenar lo que sea, porque estás delirando y ha de ser de
pura hambre.
Bueno, pues, mientras calientas la cena voy a la tienda a comprar
el petróleo para el aparato.
En ese tiempo no había luz eléctrica y las casas se aluzaban con aparatos
de petróleo.
Ya estaba obscureciendo y las casas estaban a obscuras, cuando el señor
vio que a lo lejos venía un jinete vestido de negro, montado en un caballote
negro también. El jinete se acercaba, se acercaba, y cuando estuvieron
a un paso uno del otro, ninguno se atrevía a hablar, hasta que al ratito
de estarse mirando, el jinete preguntó: |