Muy temprano se levantaron a la mañana siguiente, desayunaron
como siempre y salieron a recorrer la última parte de la hacienda. Todo
el día anduvieron a caballo, casi sin desensillar, y llegaron ya de noche
a la casa.
Cuando desmontaron, el patrón le dijo al muchacho:
Mira, joven, la mujer que tú miras que está encadenada y comiendo
en una calavera es mi esposa. Cuando teníamos un año de casados me engañó
con otro en mi propia casa y desde entonces la tengo así y juré que hasta
que hubiera alguno que aunque la viera tres días seguidos no me preguntara
por qué estaba así, la iba a desamarrar, y luego me la iba a llevar a
un rancho que tengo muy lejos de aquí. Quédate, pues, con la hacienda,
tú sabrás qué haces con ella.
El joven comprendió que el segundo consejo se había cumplido. Esa misma
tarde el hacendado le entregó al muchacho las escrituras y se fue con
su mujer al rancho.
El joven trabajó como nunca; la hacienda se puso muy bonita, producía
bastante, pero el patrón estaba muy solo; entonces se empezó a acordar
de su esposa que hacia veinte años había dejado en San Ignacio; en ese
momento ensilló su caballo y se fue a buscarla.
Dos días más tarde llegó a San Ignacio y se quedó en un hotel; dejó el
caballo allí y salió en busca de la casa. Luego luego la encontró; adentro
estaba una mujer maciza, pero guapa todavía, lo cual lo alegró muchísimo,
mas la alegría le duró poco, pues en ese momento llegó un joven guapo,
bien vestido, montado en un buen caballo. La mujer recibió al joven muy
contenta, le sirvió de comer en los mejores platos y tazas. El hacendado
empezó a sentir que la sangre le hervía en las venas, pero se contuvo,
porque recordó el último consejo. Se calmó poco a poco, y en vez de irse
a emborrachar a la cantina, se fue a la iglesia a pedirle un consejo al
padre.
Éste le dijo:
¿Qué pensabas hacer, hijo?
Pues, matar al muchacho.
Qué bueno que no te dejaste llevar por el primer impulso. Mira,
tú estuviste veinte años sin aparecerte por aquí ni mandar noticias tuyas.
Pues dos meses después de que te fuiste nació tu hijo. Rosa a duras penas
logró mantenerlo y velo ahora: grande y fuerte. Ahora ve con ellos a ver
si pueden perdonarte.
El hacendado se fue directamente a su casa. Rosa lo vio, corrió hacia
él y lo abrazó, mientras le decía a su hijo:
Ándale, Juan, te dije que tu padre vendría un día de estos a vernos.
¿Verdad, José, que prometiste volver?
El hacendado lloraba, no sabía si de alegría o de vergüenza al ver la
delicadeza de aquella mujer. A la mañana siguiente salieron los tres rumbo
a la hacienda, todos emocionados, con cara alegre, dando gracias a Dios
y al antiguo patrón, por los tres consejos con que un día le habían pagado
su trabajo como peón. |