Había una vez un campesino cuyo trabajo era hacer carbón
para que cocinaran las señoras del lugar, pues donde vivía no contaban
con gas de estufa.
Diario iba al monte, acompañado de su inseparable perrita, que no lo
dejaba ni un instante, y de su burrito, que era quien acarreaba el carbón.
Para poder hacer este último, el carbonero cortaba muchos palos verdes
y los alineaba por montones, a fin de que la leña se secara y fuera posible
prenderle fuego.
Cada ocho días llevaba al pueblo bastantes saquillos de carbón, que le
dejaban muy buena ganancia, pues los distribuía en todas las viviendas,
ya que la mayoría de las señoras cocinaban con carbón o con leña seca.
Así fueron pasando los días, hasta que llegó el tiempo de aguas. Conforme
llovía, el terreno se iba poniendo lodoso, el burrito no podía caminar
con facilidad sobre él, especialmente cuando llevaba a cuestas su carga
de carbón.
Bueno, pues con decir que llegó el momento en que el burrito no podía
dar ni un paso de tan feo que estaba el camino. Y el carbonero no encontró
otra forma para hacerle salir de ahí que sonarle al pobre burro con una
vara, hasta que salía del atascadero.
Ya era cosa de diario: se atascaba el burrito, y su dueño, apurado, le
daba de palos en las patas, en la cabeza y en todo el cuerpo.
Cierta vez en que al animalito le estaba costando especial trabajo salir,
su amo oyó una voz que venía de quién sabe dónde, que le decía:
Ya no le pegues tanto a ese animal, que un día te vas a dar una
sorpresa.
Pero el hombre le siguió dando al burro, hasta que salió del atascadero.
Sin embargo, en una de tantas veces, el animal ya no pudo salir del lodo,
pues su carga era muy pesada.
El dueño del asno estaba dándole de palos, cuando el burro le dijo con
una voz muy gruesa:
Amo, por favor, ya no me pegues.
Al oírlo, el hombre salió corriendo como flecha y fue a parar por allá,
hasta la cima de un cerro, junto con su perrita. |