Las risas del monte



 

ntes de llegar al pueblo de Santiago Tuxtla, hay un montecito de donde brota un ojo de agua fresca.

Cuando yo tenía como diez años iba con mi primo Tomás a jugar en ese lugar, el agua era tan limpia y transparente que nos gustaba estar por mucho rato. Un día vimos a unos jóvenes bañándose, pero con el sombrero puesto y sobre éste su ropa.

—¿Oye, por qué traes la ropa en la cabeza? —le pregunté a uno.

—Si no, se la llevan los chaneques. ¡Te dejan en cueros! —nos dijo. Ni caso le hicimos, nos quitamos la ropa y nos metimos a jugar.

Brincamos y nos revolcamos en la orilla del agua hasta que quedamos arrugados como gusanos; al rato, decidimos irnos
a la casa, pues ya teníamos hambre. Nos salimos.

—¿Dónde dejaste la ropa, Tomás? —me preguntó mi primo.

—Pues allí, en esas piedras.

—No, no está, —le dije.

—¡Cómo no! —me contestó. Y ahí andamos busque y busque, pero nada, ni los zapatos.

—Pues vámonos así... —me dijo mi primo. Íbamos cuidando que nadie nos viera, en cueros como andábamos lo que iban a pensar...
A medio monte escuchamos risas entre las plantas.

—¡Los chaneques! —gritó Tomás. Y nos echamos a correr, pero entre más aprisa íbamos, más risas oíamos. Ya llevábamos la carne chinita del miedo, pero ni modo, así llegamos a la casa y mi mamá nos regañó, porque según ella, nos habían robado.