La noche estaba tranquila. La luna iluminaba los árboles
haciéndolos parecer fantasmas. De pronto, retumbó un trueno
que despertó a Tolín, el menor de los hijos de Damiana.
Mamá, mamá llamó el niño, pero no recibió respuesta.
Al parecer nadie más había oído el trueno.
Tolín se sentó frente a la pared, levantó una mano y con
la luz de la luna hizo la sombra de un gallo; luego cambió
por la de un perro, un conejo orejudo y una paloma que aleteó
en el mismo sitio.
Después, dejó caer las manos sobre sus rodillas, pero la
sombra de la paloma no se movió: se quedó ahí sobre la pared;
luego movió las alas para volar al techo y desapareció en
el rincón más oscuro.
Tolín volteó buscando quién había hecho la sombra de la
paloma.
En la ventana cinco duendes movían velozmente las manos,
como si tejieran hilos invisibles. En sus ojos grandes y
negros brillaban pequeños rayos de luz plateada y en los
labios tenían una sonrisa.
Tolín no supo cuánto tiempo pasó antes de voltear nuevamente
a la pared, pero cuando lo hizo vio que allí estaban las
sombras de muchos animales. Había zorros, patos, leones
y otros que no conocía. Figuras que se unían y separaban
en una danza que le hacía sentir mucho sueño.
Cuando amaneció Damiana se sorprendió al encontrar a su
hijo en una de las esquinas de la habitación; pero su sorpresa
fue aún mayor cuando, al despertarlo, una paloma negra como
una sombra salió volando por la ventana.
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