La lengua larga de la lagartija

     
 

Un día, el Señor del Monte mandó al sapo con una carta para todos los animales, en ella les decía: Se van a morir, pero luego van a revivir.

 


Y se fue el sapo, pegaba dos brincos y descansaba un rato; luego otra vez, dos brincos y a descansar. De pronto se encontró con la lagartija.

—Oye, sapo, ¿adónde vas?

—Voy a dejar esta carta que nos manda el Señor del Monte, dice que vamos a morir pero que algún día reviviremos.

—Hmm... pero ¿cuándo vas a llegar? —preguntó la lagartija—, si apenas das dos brincos y ya estás descansando. ¡Préstame la carta, yo la llevo!

—No, no —dijo el sapo— me va a regañar el Señor del Monte porque me mandó a mí y no a ti.

—¡Ahora verás! —dijo la lagartija y se echó a correr. Corrió lejísimos, luego regresó y dijo:

—¿Ves?, ya fui y regresé y tú, ¿cuándo llegas? ¡Préstame la carta! —y en fin, tanto insistió que el sapo, convencido, le entregó la carta.





Pronto la lagartija se echó a correr con la carta, pero se le cayó en el camino y cuando llegó a donde estaban todos los animales les dijo: Dice el Señor del Monte que vamos a morir y nunca revivir.

Cuando el Señor del Monte supo que la lengua larga de la lagartija había dado al revés el mensaje, se disgustó muchísimo, sobre todo por el relajo que se armó entre todos los animales. Entonces, dos monos que andaban por ahí se pusieron de acuerdo.

—Vamos a darle al sapo por haberle dado la carta a la lagartija —dijo uno de ellos—. ¡Cómo es eso de que vamos a morir y nunca revivir!

—Sí, sí, ¡hay que aventarlo a la lumbre!, ¡que se chamusque!, él tiene la culpa de todo.

Los monos agarraron al sapo de las patas, y ahí lo llevaban con la panza para arriba.

—Te vamos a echar a la lumbre —le dijo uno de ellos.

—¡Ah, mi juego, mi juego! —gritó el sapo, como si estuviera contento de ir a la lumbre.

—Oye, dice que es su juego..., yo creo que no se va a morir —dijo un mono mientras el sapo seguía gritando: ¡mi juego, mi juego!

—¡Ya sé! —dijo en voz baja el otro chango—, vamos a la poza grande, la del salto, allí lo aventamos y ¡que se ahogue!

Se lo llevaron otra vez de las patas, sin decirle nada y lo lanzaron a la poza. Cuando ya iba por el aire alcanzaron a oír que el sapo decía: ¡mi juego, mi juego!

Cuando cayó al agua, el sapo se fue hasta el fondo.

—¡Ya se ahogó! —dijeron los monos.

Pero al rato volvió a subir y ahí estaba con la cabeza fuera del agua, en medio de la poza, diciéndoles: ¡Mi juego, mi juego!

¡Ya mero se iba a ahogar, si el sapo es del agua!

Los changos se fueron muy enojados y el sapo chapoteó y chapoteó de lo lindo, cantando el tilingo lingo.