La tía María



En Magdalena de Kino, un pueblo del norte de Sonora, vivía Teresa, una niña empeñada en ser amiga de toda la gente. Con niños, abuelos, señoras, con quien fuera hacía plática, menos con la Tía María, una vieja yaqui que vivía en las afueras y de la cual se rumoraba era bruja.

Pero Teresa, además de amigable era terca.

—¿Cómo no va a ser? —se decía— esa señora será mi amiga.

Así, la niña decidió visitar a la mujer. Un día llegó hasta la puerta de su casa y comenzó a gritar:

—¡Tía María! ¡Tía María!

Nadie contestó. Todo estaba en silencio hasta que muy lentamente se fue abriendo la puerta y apareció una mujer vieja y flaca.

—¿Qué quieres, muchacha?

—Quiero que seas mi amiga —dijo Teresa.

—¿De veras? Bueno, mañana voy a tu casa. Iré a eso de las ocho.

Me gustan las coyotas con café, no se te olvide.

La vieja cerró la puerta y Teresa no pudo decir más.

Al otro día, la niña preparó el café, puso las coyotas en una servilleta y esperó a que le dieran las ocho. Pero llegó la hora y nada, la niña miraba hacia un lado, miraba hacia otro pero no veía a nadie.

De pronto divisó un enorme perro negro que se iba aproximando. Teresa no hizo aprecio de él hasta que lo tuvo en frente y vio que tenía los ojos enrojecidos. ¡Horrible que se veía el animal!

Tanto fue el susto de la niña, que agarró el palo que estaba más cerca y empezó a apalear al perro, le pegaba pero el animal parecía no sentir, hasta que le dio en una canilla logró que saliera huyendo.

Al día siguiente, Teresa volvió a casa de la Tía María.

—¿Por qué no me fuiste a visitar? —le preguntó.

—Es que tengo todo el cuerpo adolorido y más una canilla que me lastimé ayer —contestó la vieja con una risita macabra.

En ese momento la niña no supo qué hacer, salió corriendo de allí.

Desde entonces decidió hablarle
sólo a quien la saludara,
a nadie más.