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Hidalgo explicó y justificó su participación
en la revolución en términos inspirados y argumentados en buena teología moral,
pues no hacía más que reflejar la realidad al “calificar al gobierno
español de tiránico y despótico, que ha tenido esclavizada la América por 300
años, y a los españoles europeos de tiranos y déspotas, usureros, ambiciosos,
enemigos de la felicidad de América, impíos, traidores, libertinos,
vilipendiadores del sacerdocio, asesinos de la religión, del rey y de la
patria; que han calificado a los americanos de indignos de toda distinción y
honor, que tenían vendido el reino a una nación extranjera, tan pronto a los
franceses, tan pronto a los ingleses, y que si no les costase, nunca hubieran
desenvainado la espada contra los europeos”.
Hidalgo reconoció que no debió darse
muerte a esas personas y cuando se le preguntó por qué no les había formado un
juicio al menos, contestó que no tenía caso, que bien sabía que eran inocentes.
Se arrepintió sinceramente de haber derramado, o haber dejado que derramaran
esa sangre inocente: “¿Cuál sería mi sorpresa, cuando veo los
innumerables pecados que he cometido como cabeza de la insurrección? Yo veo la
destrucción de este suelo que he ocasionado, las ruinas de los caudales que se
han perdido, la infinidad de huérfanos que he dejado, la sangre que con tanta
profusión y temeridad se ha vertido, y lo que no puedo decir sin desfallecer,
la multitud de almas que por seguirme caerán en los abismos”.
Para explicar su conducta, invocaba
“el frenesí” que se había apoderado de él y que le nubló la
vista, mientras duró el torbellino de la insurrección. No se arrepintió de la
decisión política, se arrepintió del modo de llevar la empresa pidiendo perdón
a “vosotros insurgentes, de la responsabilidad horrible de haberos
seducido”.
Meyer, Jean,
Hidalgo.
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