No hay preguntas estúpidas

Y no dejamos de preguntarnos, una y otra vez.
Hasta que un puñado de tierra nos calla la boca...
Pero ¿es eso una respuesta?

Heinrich Heine “Lazarus” (1854)

En el este de África, en los registros de las rocas que datan de hace dos millones de años, se pueden encontrar una serie de herramientas talladas, diseñadas y ejecutadas por nuestros antepasados. Su vida dependía de la fabricación y el uso de esas herramientas. Era, desde luego, tecnología de la Primera Edad de Piedra. Con el tiempo se utilizaron piedras de formas especiales para partir, astillar, desconchar, cortar y esculpir. Aunque hay muchas maneras de hacer herramientas de piedra, lo que es notable es que en un lugar determinado durante largos períodos de tiempo las herramientas se hicieron de la misma manera, lo que significa que cientos de miles de años atrás debía haber instituciones educativas, aunque se tratara principalmente de un sistema de aprendizaje. Aunque es fácil exagerar las similitudes, también lo es imaginarse al equivalente de profesores y estudiantes en taparrabos, las clases de laboratorio, los exámenes, los suspensos, las ceremonias de graduación y la enseñanza de postgrado.

Cuando no cambia la preparación durante inmensos períodos de tiempo, las tradiciones pasan intactas a la generación siguiente. Pero cuando lo que se debe aprender cambia de prisa, especialmente en el curso de una sola generación, se hace mucho más difícil saber qué enseñar y cómo enseñarlo. Entonces, los estudiantes se quejan sobre la pertinencia de lo que se les explica; disminuye el respeto por sus mayores. Los profesores se desesperan ante el deterioro de los niveles educativos y lo caprichosos que se han vuelto los estudiantes. En un mundo en transición, estudiantes y profesores necesitan enseñarse a sí mismos una habilidad esencial: aprender a aprender.

Excepto para los niños (que no saben lo suficiente como para dejar de hacer preguntas importantes), pocos de nosotros dedicamos mucho tiempo a preguntarnos por qué la naturaleza es como es; de dónde viene el cosmos, o si siempre ha estado allí; si un día el tiempo irá hacia atrás y los efectos precederán a las causas; o si hay límites definitivos a lo que deben saber los humanos. Incluso hay niños, y he conocido algunos, que quieren saber cómo es un agujero negro, cuál es el pedazo más pequeño de la materia, por qué recordamos el pasado y no el futuro, y por qué existe un universo.

De vez en cuando tengo la suerte de enseñar en una escuela infantil o elemental. Encuentro muchos niños que son científicos natos, aunque con el asombro muy acusado y el escepticismo muy suave. Son curiosos, tienen vigor intelectual. Se les ocurren preguntas provocadoras y perspicaces. Muestran un entusiasmo enorme. Me hacen preguntas sobre detalles. No han oído hablar nunca de la idea de una “pregunta estúpida”.

Pero cuando hablo con estudiantes de instituto encuentro algo diferente. Memorizan “hechos” pero, en general, han perdido el placer del descubrimiento, de la vida que se oculta tras los hechos. Han perdido gran parte del asombro y adquirido muy poco escepticismo. Les preocupa hacer preguntas “estúpidas”; están dispuestos a aceptar respuestas inadecuadas; no plantean cuestiones de detalle; el aula se llena de miradas de reojo para valorar, segundo a segundo, la aprobación de sus compañeros. Vienen a clase con las preguntas escritas en un trozo de papel, que examinan subrepticiamente en espera de su turno y sin tener en cuenta la discusión que puedan haber planteado sus compañeros en aquel momento.

Ha ocurrido algo entre el primer curso y los cursos superiores, y no es sólo la adolescencia. Yo diría que es en parte la presión de los compañeros contra el que destaca (excepto en deportes); en parte que la sociedad predica la gratificación a corto plazo; en parte la impresión de que la ciencia o las matemáticas no le ayudan a uno a comprarse un coche deportivo; en parte que se espera poco de los estudiantes, y en parte que hay pocas recompensas o modelos para una discusión inteligente sobre ciencia y tecnología... o incluso para aprender porque sí. Los pocos que todavía muestran interés reciben el insulto de “bichos raros”, “repelentes” o “empollones”. *

Pero hay algo más: he visto a muchos adultos que se enfadan cuando un niño les plantea preguntas científicas. ¿Por qué la luna es redonda?, preguntan los niños. ¿Por qué la hierba es verde? ¿Qué es un sueño? ¿Hasta qué profundidad se puede cavar un agujero? ¿Cuándo es el cumpleaños del mundo? ¿Por qué tenemos dedos en los pies? Demasiados padres y maestros contestan con irritación o ridiculización, o pasan rápidamente a otra cosa. “¿Cómo querías que fuera la luna, cuadrada?” Los niños reconocen enseguida que por alguna razón, este tipo de preguntas enoja a los adultos. Unas cuantas experiencias más como ésta, y otro niño perdido para la ciencia. No entiendo por qué los adultos simulan saberlo todo ante un niño de seis años. ¿Qué tiene de malo admitir que no sabemos algo? ¿Es tan frágil nuestro orgullo?

Lo que es más, muchas de estas preguntas afectan a aspectos profundos de la ciencia, algunos todavía no resueltos del todo. Por qué la luna es redonda tiene que ver con el hecho de que la gravedad es una fuerza que tira hacia el centro de cualquier mundo y con lo resistentes que son las rocas. La hierba es verde a causa del pigmento de clorofila, desde luego –a todos nos han metido esto en la cabeza–, pero ¿por qué tienen clorofila las plantas? Parece una tontería, pues el sol produce su máxima energía en la parte amarilla y verde del espectro. ¿Por qué las plantas de todo el mundo rechazan la luz del sol en sus longitudes de onda más abundantes?. Quizá sea la plasmación de un accidente de la antigua historia de la vida en la Tierra. Pero hay algo que todavía no entendemos sobre por qué la hierba es verde.

Hay mejores respuestas que decirle al niño que hacer preguntas profundas es una especie de pifia social. Si tenemos una idea de la respuesta, podemos intentar explicarla. Aunque el intento sea incompleto, sirve como reafirmación e infunde ánimo. Si no tenemos ni idea de la respuesta, podemos ir a la enciclopedia. Si no tenemos enciclopedia, podemos llevar al niño a la biblioteca. O podríamos decir: “No sé la respuesta. Quizá no la sepa nadie. A lo mejor, cuando seas mayor, lo descubrirás tú”.

Hay preguntas ingenuas, preguntas tediosas, preguntas mal formuladas, preguntas planteadas con una inadecuada autocrítica. Pero toda pregunta es un clamor por entender al mundo. ** No hay preguntas estúpidas. Los niños listos que tienen curiosidad son un recurso nacional y mundial. Se los debe cuidar, mimar y animar. Pero no basta con el mero ánimo. También se les debe dar las herramientas esenciales para pensar [...].

Sagan, Carl. El mundo y sus demonios, la ciencia como una luz en la oscuridad. México: Planeta, 1998, pp. 347-350.

___________

*  El término se puede entender, en español de México, como “matados”; el texto original está escrito en inglés y la traducción es española, por lo cual no corresponde a nuestras expresiones idiomáticas.

**  No incluyo aquí la lluvia de “por qués” con que los niños de dos años atacan a veces a sus padres, quizá en un intento de controlar el comportamiento de los adultos.