XVII. A MANERA DE RESUMEN
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EMOS
visto cómo, a través de muchos siglos de trabajo científico, el hombre llegó a precisar que toda la materia que nos rodea, desde la montaña gigantesca hasta la pequeña célula, está formada por átomos. Contrariamente a lo que su nombre griego indica -átomo = indivisible- los físicos demostraron a principios de este siglo que los átomos están constituidos por una nube de electrones que circundan un centro muy masivo, llamado núcleo.El núcleo atómico fue descubierto en 1911 por lord Ernest Rutherford, científico neozelandés que trabajó en Canadá y en Inglaterra, mientras proyectaba partículas a, contra una lámina de oro. Observó que salían en todas direcciones, algunas de las cuales hubieran sido imposibles a menos que se supusiera que en el centro de los átomos existía una gran concentración de masa, miles de veces mayor que la masa de un electrón y que tuviera una carga positiva, equivalente en el caso del oro a cerca de cien cargas electrónicas. A esta concentración de masa y carga positiva se le llamó núcleo.
Desde el descubrimiento del núcleo, los físicos han tratado de averiguar qué hay dentro de él, cuáles son sus propiedades y cómo lo podemos utilizar en la vida diaria. El primer problema que se plantearon los científicos fue averiguar si el núcleo es un sistema compuesto, formado por otras partículas más simples, o si es verdaderamente elemental, atómico en el sentido que le diera Demócrito. Como Thomson y Rutherford habían destruido ya el prejuicio de la indivisibilidad, era natural pensar en un núcleo formado por otras partículas elementales. En ese tiempo, las partículas conocidas eran el electrón, por un lado, y el protón, que es el núcleo del átomo más sencillo, el hidrógeno, por el otro. Nada más natural, por consiguiente, que la primera ocurrencia fuera suponer que el núcleo estuviera formado por electrones y por protones, que se atraen eléctricamente para unirse. Nótese que no es posible suponer que el núcleo conste sólo de protones, pues la carga de todos ellos es positiva, y es bien sabido que cargas eléctricas del mismo signo se repelen, mientras que cargas de signo opuesto se atraen. Por consiguiente, un sistema formado tan sólo de protones explotaría.
Con esta imagen del núcleo llegamos hasta la mitad de la década de los años veinte. Se consideraba al átomo como un pequeño sistema planetario, con el núcleo en el centro, en el papel del sol, y los electrones orbitando a su alrededor como si fueran planetas. El núcleo, a su vez, era un conjunto de muchos protones y electrones, cuyo movimiento interno ni siquiera osaban insinuar los investigadores de la época. Pero, como ya sabemos, este esquema planetario era insostenible: los electrones, al igual que todas las partículas cargadas, al girar emitirían radiación electromagnética, como lo hacen al oscilar en una antena; y, como en ésta, perderían energía. Dentro del átomo, pues, terminarían por detenerse, cayendo al centro de atracción, que es el núcleo. En otros términos el átomo planetario tendría una vida efímera. Para evitar este destino fatal de los electrones orbitales, Bohr propuso un cambio de las leyes de la física conocida hasta entonces. Según él, deberían existir algunas órbitas privilegiadas, en las cuales los electrones no radiarían. Sólo emitirían luz al pasar de una de estas órbitas a otra con una energía tal que compensara la diferencia de energías orbitales del electrón. Esto permitió a Bohr explicar una observación muy extraña, hecha desde finales del siglo XIX, y que consistía en que los átomos no emiten luz de todas las frecuencias, sino sólo algunas muy características.
Sin embargo, para un físico la situación resultaba poco satisfactoria: se había reemplazado una ley general de la física, por una especie de regla, o de receta de cocina, sin más justificación que explicar lo que se dio en llamar el espectro de los átomos. Se obtuvo una explicación conveniente hasta 1924, cuando De Broglie, Schrödinger y Hesenberg inventaron una nueva física, la mecánica cuántica, que según ellos habría de regir el movimiento de todas las partículas microscópicas, así como de los electrones y los protones.
Esta nueva mecánica difiere en esencia de la conocida hasta entonces, la fundada por Galileo y Newton y por ello llamada mecánica clásica. Cuando las partículas son muy pequeñas, ya no es posible pensar en fijar su posición y su velocidad al mismo tiempo, y así deja de tener sentido el concepto de órbita. Pasamos, más bien, a pensar en términos de conceptos probabilísticos.
Como todo cambio radical en la cultura, la invención de la mecánica cuántica tuvo grandes repercusiones. Se puede ahora pensar en otra forma, mucho más ambiciosa. Se estudian átomos cada vez más complejos, empieza el análisis de los sólidos y, desde luego se aplican las nuevas leyes al núcleo del átomo. Pronto empiezan a surgir dificultades de todo tipo si seguimos aferrados a la imagen del núcleo formado por protones y electrones amarrados unos a los otros por fuerzas eléctricas. Veamos una de ellas.
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