PR�LOGO

PR�LOGO

En el mundo de la informaci�n en que vivimos se termina por suponer que el dolor f�sico que produce una guerra, el horror de las mutilaciones, los cad�veres por doquier; los asesinatos en primer plano finalizan s�bitamente con el �ltimo noticiario. As� parece ser para el espectador televisivo o para el lector de diarios; para los implicados puede durar a�n d�as o meses, o a�os quiz�. Pero las heridas que llagan el mundo interior de los sobrevivientes —ganadores/perdedores— s� que escuecen y duelen por un largo periodo; llegan incluso a anestesiar el esp�ritu y, en muchas ocasiones, lo aniquilan en vida. Puede que por eso en 1940, un a�o despu�s de finalizada la guerra civil, para el poeta, Madrid es una ciudad de m�s de un mill�n de cad�veres (seg�n las �ltimas estad�sticas).

Con el sucederse de las generaciones y el transcurrir del tiempo la realidad traum�tica de una guerra se convierte por fortuna en historia, sobre todo porque los descendientes de los combatientes ya no son part�cipes directos ni de la batalla ni de las emociones encontradas. Espa�a es ahora otro pa�s reconstruido y hecho de nuevo a partes m�s o menos iguales. No es radicalmente diferente al de los a�os treinta, pero tampoco es el mismo pa�s de entonces.

Con ser doloroso lo dicho, el exilio a�ade una par�lisis temporal. El exiliado lleva consigo una foto fija de su entorno que ni progresa ni se deteriora. Queda en el �ltimo combate dial�ctico con el �ltimo adversario. Su relaci�n con su ciudad, con sus colegas queda inconclusa; pendiente de un final que nunca llega.

La lectura de este libro me produce, en primer lugar; una sensaci�n de admiraci�n. Estos espa�oles exiliados, cada uno en su parcela de conocimiento, fueron no s�lo capaces de rehacer sus vidas, sino de poner en marcha de nuevo su capacidad mental para investigar y formar licenciados e investigadores en el pa�s de acogida. Leyendo estas p�ginas, adem�s, se entrev� m�s nostalgia que odio, m�s curiosidad que rencor, m�s inter�s que envidia. Curioso pa�s el nuestro, perdi� no s�lo a estos cinco biografiados, sino a tantos como ellos: a personas de tan extraordinaria capacidad intelectual y de tan grande generosidad. Primero los hace nacer y luego los hace marchar... A alguno que decidi� volver (A. Duperier) le retuvieron en la aduana hasta su muerte, mero asunto de tr�mite, el equipo que le hab�a regalado una universidad inglesa en agradecimiento por el trabajo all� realizado. "Estos ingleses —dir�a el funcionario— siempre cre�ndonos problemas..." Otros quedaron en un exilio interior, dentro de su propia casa y de su propio yo. Claro que don Vicente Aleixandre llevaba consigo todo el material de trabajo necesario, porque el poeta es una suerte de cient�fico de su mundo interno, de sus deseos y de sus sue�os.

�ste es un hermoso libro escrito con el cari�o con el que un cocinero casero prepara sus guisos para los invitados. El profesor Fern�ndez de Guardiola (Augusto para todos sus amigos) nos abre camino para un largo y ameno viaje a la obra y al interior de cinco espa�oles que lo dieron todo en un pa�s amigo y hospitalario cuando el suyo se puso a la mala. Augusto tiene adem�s maneras de buen escritor. Notar� el lector que el libro no es lineal, sino que est� escrito con cierta t�cnica contrapunt�stica. El libro se desenvuelve en tres tiempos. El tiempo en el que se desarrolla la obra de los cinco investigadores en M�xico, las emociones que ellos viven con las visitas a nuestro pa�s y, por �ltimo, el tiempo de Augusto, bien como disc�pulo, bien cuando imagina haber compartido con ellos charlas y trastadas en la Residencia de Estudiantes.

Para nuestra suerte, y al igual que ocurre con algunos cantes (habaneras), �stos fueron maestros de ida y vuelta. Porque ahora nos beneficiamos de las ense�anzas que nos ofrecen muchos de sus disc�pulos. Al menos la ciencia ofrece esa facilidad para saltar fronteras geogr�ficas y pol�ticas y para crear archipi�lagos a partir de islas diseminadas por el mundo de la investigaci�n experimental.

De acuerdo, Espa�a es ahora otro pa�s, pero la lecci�n nunca est� bien aprendida del todo y tenemos el ejemplo cercano en tiempo y espacio de Yugoslavia o Argelia. El mejor ant�doto para la conflagraci�n civil es sin duda la permeaci�n de las ideas. La tolerancia de lo que el otro opina y, en particular, el hacer posible para todos el desarrollo de sus capacidades creativas. Si �ste es un pa�s no muy dado a ayudar al que algo nuevo quiere hacer al menos tiene que aprender a toler�rselo. A veces percibo rasgos inconfundibles de intolerancia, una s�rdida guerra sin balas que aburre y fatiga al creador; al investigador. A largo plazo esta actitud puede iniciar un nuevo �xodo de talentos o puede terminar por inactivarlos. Me contaron que un acalorado debate de una junta de facultad de no recuerdo qu� universidad espa�ola se discut�a de los m�ritos relativos de aquellos profesores que han de dedicar tanto tiempo a la docencia que no tienen tiempo para investigar; frente a otros que rehuyen la docencia, por su incapacidad para ella se entiende, y se dedican a trabajar en el laboratorio. Un profesor trat� de echar una mano a los investigadores se�alando que no necesariamente la capacidad investigadora est� re�ida con el buen hacer docente, pero el decano y presidente de la mesa apunt�ndole con fiereza con el �ndice le dijo: "Pero es que adem�s �sos que usted llama investigadores investigan en su propio beneficio." Alguien desde el fondo de la sala apuntill�: "Mucho peor todav�a, porque un colega ingl�s me ha contado que Fleming descubri� la penicilina s�lo para chinchar a su decano."

Esperemos que no pase a mayores y que en Espa�a lleguemos a ser m�s generosos con el creador; con el artista, con el investigador. Que vengan de otros pa�ses a aprender y a ense�ar, que no se tengan que marchar los que hacen, los que piensan.

Seguro que disfrutar� con el paseo que Augusto le invita a dar con Dionisio Nieto, Jos� Puche, Isaac Costero, Rafael M�ndez y Ram�n Alvarez-Buylla. Terminar� por sentir que conversa con unos amigos de los que hace tiempo no ten�a noticia.

JOS� M. DELGADO GARC�A

Catedr�tico de la Universidad de Sevilla

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