Para conseguirlo, se contarán las maderas inútiles y todas aquellas sin las cuales podemos pasar; se secarán los estanques y las lagunas; se emplearán los medios necesarios para prevenir las inundaciones; en una palabra, todo se pondrá en uso para hacer el terreno lo más fértil que sea posible. Estas cosas son de la primera importancia y jamás podrá hacerse en ellas demasiada atención.
En cuanto a la leña, no se debe cortar sino la que sirva de obstáculo a la labor; otras veces se quemaba, pero este método no tiene lugar en nuestro tiempo porque se sabe sacar partido de ella y emplearla a diversos usos útiles.
Se secarán los estanques y las lagunas haciendo correr
las aguas, extrayéndolas con máquinas, abriendo canales,
construyendo diques, etc. Esta operación es esencial y de ningún
modo debe despreciarse cuando se puede efectuar. Vale más que el
Estado mande hacer estas suertes de trabajos por emprendedores, a cuenta
suya, que abandonar a particulares las tierras que han secado, pues reunidas
después a sus dominios puede allí mandar edificar villas
y aldeas y venderlas para sacar las sumas que ha desembolsado.
Hecha esta operación, deben prevenirse las inundaciones que
pueden suceder por medio de buenos diques; pero construyéndolos,
es preciso atender a la crecida de las aguas, la situación del lugar,
la mayor o menor facilidad que tiene de ser inundado, la calidad de la
madera que se emplea y la naturaleza de las tierras de que se sirve, atendido
que la fuerza y la duración de estos diques dependen de todas estas
circunstancias. Hay muchos países marítimos, entre otros
la Holanda, que deben su seguridad a estas suertes de labores.
Para llegar a fertilizar las llanuras, páramos y otras tierras incultas, ha de examinarse la causa de su esterilidad y a esto sirve el estudio de la física y la química. Cuando ella no proviene de defecto del agua, el remedio no es difícil, pues se encuentra en los mismos lugares que tienen necesidad de él y no es menester más que buscarlo. Esta suerte de terrenos contienen a menudo mucha marga,III la que es excelente para fertilizarles. Para el mismo efecto puede emplearse la cal, raíces y otras cosas semejantes.4
La segunda atención que debe tenerse barbechando un país, es estudiar su naturaleza y cualidades; es menester, en consecuencia, ver los puertos que se hallan en él, abrir canales de comunicación, hacer los ríos navegables, descubrir las minas, examinar los terrenos que el mar inunda o que deja secos, cultivar las islas nuevas que se forman; en una palabra, sacar partido de todo.
La navegación es de tal importancia en el comercio, que un país marítimo no podría pasar por cultivado si le faltasen puertos. La naturaleza misma ha providenciado sobre este particular, pues pocos son en donde no se hallen. Sin embargo, el arte debe llegar a su socorro y se deben disponer estos puertos de manera que los navíos estén en él con toda seguridad contra los insultos de los enemigos y al abrigo de los vientos y las tempestades.
Se debe servir de las ventajas de los ríos y riberas para facilitar el comercio y procurar a los habitantes todas las comodidades. Es menester hacer navegables a los grandes y juntar los pequeños para que puedan sustentar barcos. Se puedan aún abrir canales para facilitar la comunicación de los mares y los ríos, lo que es ventajosísimo para el país
Asimismo, se debe hacer servir cada porción de tierra para los usos a los cuales parece haberle destinado la naturaleza. No la hay hasta en las montañas de la que no pueda sacarse partido, sea plantándola de viñas, sea cultivándola de cualquier otra manera que el terreno lo permita. En cuanto a los bosques que se intenta conservar, de los cuales, por consiguiente, no podrían descubrirse las minas, se pueden establecer en ellos fraguas y fábricas de vidrio, y hacerlos por este medio útiles al público.
En cuanto a las tierras que el mar inunda o que él deja en seco, y las islas que se forman en los ríos grandes, el soberano puede apropiarselas y cultivarlas por su cuenta, o dar este encargo a particulares.
En general, no debe haber en un país la menor protección de tierra inútil. Para este efecto, es menester que un soberano haga sacar mapas de sus estados y que no solamente se demarque en ellos los nombres de las ciudades, villas y lugares, sino también que se les añadan memorias que indiquen las porciones propias para plantar árboles o viñas, para servir a la labranza, para prados, pastos, etc.; y debe hacerlas cultivar para sacar de ellas el mejor partido.
La tercera atención que se debe tener cuando se barbeche un país, es procurar, por sabios reglamentos, que los habitantes hallen en él no solamente una mansión conveniente, sino también todo lo que necesitan para poder subsistir. Para este efecto se deben repartir las tierras, asignar a cada uno la porción que le conviene, edificar aldeas, etc. Yo voy a tratar de cada una de estas cosas a parte.
Las tierras, a excepción de las del soberano o del dominio real, deben pertenecer a los particulares. Cuantos más súbditos tiene un Estado que se aplican a la agricultura, más se multiplican las mercaderías y más aumentan las rentas del soberano. No es lo mismo cuando éste se las apropia o que las gentes de manos muertas se apoderan de ellas. Es pues, una malísima política arrendar los novales,V atendido que es raro que un arrendatario los cultive con el mismo cuidado que lo hace un propietario.
Como la economía rural supone una conexión entre los diferentes ramos que dependen de ella, es conveniente que halla dominios o señoríos grandes y medios que sirvan como sostenimiento a los pequeños. Sobre todo debe guardarse de dividir estos últimos, ni debilitarles, observando no menos de fijar sus límites. Cuanto más pequeños son los campos, más fácil es cultivarles; pero yo no soy de parecer que se dividan los campos en un gran número de partes.
Todo lo posible debe evitarse el cargar los bienes de campiña de impuestos y tasas que dañen a su cultura, y que sean desproporcionadas a las fuerzas de los labradores. Otro tanto puede decirse de la servidumbre, la que es tan dañosa a la agricultura, como a los propietarios, igualmente que la mudanza de feudo, la que exige más cuidados de los que son capaces las gentes del campo. Se puede llegar a los mismos fines por diferentes medios, que yo indicaré en otra parte.
¿Se pide, que es lo que vale más, dividir las tierras de modo que cada uno tenga su campo, sus praderas, sus dehesas en propiedad, o reunirlas de manera que los campos y los arriendos que dependen de ellos compongan otras tantas aldeas, villas y lugares?. El primer método es más favorable a la agricultura, el segundo más cómodo para la policía y para unir a los labradores entre sí; y esto es lo que me haría preferir. Se deben fijar con cuidado los términos de los lugares y los campos, establecer ferias y mercados, arrendar los comunes y no dar sobrada extensión a los baldíos y pasturas. Débese establecer, por regla general, que un campo que pertenece en propiedad a un sólo particular está siempre mejor cultivado, que otro que pertenece a una comunidad o a muchas persona.
Yo hablaré en el segundo libro de las demás reglas que la policía debe observar para hacer florecer la agricultura y sacar de las tierras el partido más ventajoso.
Cuanto más grandes y florecientes son las ciudades, se hallan mejor las campiñas y florece más la agricultura; pero hay reglas que observar sobre este punto, de las cuales absolutamente no debemos apartarnos. Por ejemplo, es menester que la amplitud de las ciudades sea proporcionada a la extensión del país. Las que son demasiado grandes dañan a la agricultura y hacen que se desprecie; y una multitud de ciudades que no tienen proporción alguna con las mercaderías que el país produce, es causa que la mayor parte no tienen de ciudad más que el solo nombre y de ninguna manera se alcanza el fin que se ha propuesto fabricándolas.
Lo que debe proponerse cuando se edifica una ciudad, es trabajar las materias primas y procurarse un comercio con los extranjeros. Así se recogen no solamente todas las producciones del país que se necesitan, sino también se envían aún después de tenerlas trabajadas al extranjero y de allí se sacan todas aquéllas sin las cuales absolutamente no podemos pasar. La agricultura y el sustento del ganado, no son de modo alguno los objetos que una ciudad se propone en su establecimiento, pero la que no se ocupa de estos ramos no es tal sino de nombre. Debe arreglarse la amplitud de una ciudad y el número de sus habitantes, sobre la naturaleza y la cantidad de mercaderías que el país produce, y el comercio que ella puede hacer con los extranjeros. Se sigue de esto que un país reducido que hace un comercio grande, puede tener abundancia de ciudades aunque produzca poco, y de esto se tiene un buen ejemplo en los Países Bajos.
De estas dos circunstancias dependen la fundación y el acrecentamiento de una ciudad. Si la agricultura es despreciada, si los víveres faltan, si el comercio se extenúa, es en vano que se trabaje para hacerla florecer. Es menester, sin embargo, convenir en que el buen estado de una ciudad no contribuye poco a hacer florecer la agricultura y el comercio, y que en el estado en que se halla la sociedad estas dos cosas tienen un enlace estrecho entre sí. A lo que el Gobierno no podrá jamás prestar sobrada atención, cuando se trata de fundar una ciudad.
Todos los reglamentos, todas las disposiciones que se toman sobre este asunto, deben estar fundadas sobre estas dos circunstancias y jamás se deben perder de vista. Cuanto más cuidadosa y vigilante esté una ciudad sobre este punto, mejor se hallan sus habitantes. Yo daré después todas las instrucciones que pueden ser necesarias en caso semejante, y trataré desde luego de la fundación de ciudades y de los medios que deben emplearse para poblarlas.
Aunque toda ciudad se proponga por fin la manufactura de las materias primeras y su despacho con el extranjero, ella tiene, sin embargo, otras que son como sus accesorios. Hay ciudades marítimas y comerciantes; otras que son propias de manufacturas y de fábricas; otras que sirven de residencia a los soberanos y a las universidades; otras que sirven de plazas de armas, etc.; y estas son las diferentes circunstancias que deben pesarse fabricando una ciudad.
Sobre todo debe elegirse una situación cómoda, un paraje cuyo aire y aguas sean sanas, apartado de lagunas, vecino al mar y los ríos, y cuyos circuitos sean fértiles. Se debe igualmente tener en mira a estas cosas cuando se trata de levantar una nueva ciudad, o engrandecerla, y corresponderá el efecto a los deseos observando las precauciones que acabo de dar.
No exige menor atención el interior de las ciudades. Sus puertas, calles, plazas, mercados, deben tener una extensión suficiente y estar distribuidos de modo que se hallen en ellos las comodidades necesarias para el despacho de las mercaderías y que circule en ellos el aire con toda libertad para echar las malas exhalaciones. Los edificios públicos, barracas, tribunales de justicia, iglesias, colegios, almacenes, casas, deben estar edificadas de modo que el conjunto contribuya a las comodidades y la hermosura de la dicha ciudad.6
Las casas de los plebeyos no deben estar edificadas según el capricho de los que deban habitarlas, sino conforme a las reglas del arte, o al fin que se propone la ciudad y los usos a que están ellas destinadas. Sobre todo debe evitarse fabricarlas de madera por temor de los incendios, y no conceder exenciones ni privilegios, sino a los que se conforman a los reglamentos.
Debe velar la policía a que las murallas, puertas, puentes, canales, acueductos, etc., correspondan al resto de la ciudad, y de ningún modo la desfiguren, etc.; y en cuanto a los puertos de mar y las plazas fronterizas, nada deben tener a su alrededor que pueda facilitar el arrimo del enemigo.
¿Se pide, cuándo se trata de engrandecer una ciudad, si
vale más alargar los arrabales o en el cuerpo de la ciudad añadir
nuevos edificios? Como no corresponden siempre los arrabales al fin que
se propone, vale más engrandecer el cuerpo de la ciudad, a menos
que las fortificaciones u otras circunstancias se opongan a ello: pero
siempre debe arreglarse sobre la naturaleza del lugar y apartarse tan poco
como se pueda del primer plan tirado.
Es raro que se acierte a edificar una ciudad o engrandecerla,
cuando los empleados no hallan en ella su ventaja y su interés particular.
Consisten estas ventajas principalmente en inmunidades y franquicias, en
la entrega gratuita de los materiales, ciertos préstamos y adelantamientos
que se dan a favor de los que pretenden edificar, en privilegios, etc.;
se debe reglar el circuito sobre la naturaleza del lugar y toca a la policía
tomar las medidas necesarias para que todo corresponda al fin que se ha
propuesto.
Una de las principales atenciones que debe tener el Gobierno cuando se trata de edificar o engrandecer una ciudad, debe ser fijar el precio de los materiales y el salario de los jornaleros. Para este efecto, debe destinarse un lugar para dejar los materiales, amontonar cuantos sean necesario, y contener a los trabajadores en sus deberes por buenos reglamentos y otros medios necesarios.
Estas precauciones, sin embargo, no bastan para hacer florecer una ciudad y estas suertes de empresas tan dispendiosas como son, de nada sirven cuando la agricultura y el comercio se hallan abatidos.
Nada contribuye más a hacer florecer la agricultura y el comercio, como la circulación del dinero y ésta jamás falta cuando en la construcción de una ciudad se observan las precauciones de que yo acabo de hablar. Se puede aún contribuir a ella por medio de préstamos, montepíos, bancos, aseguraciones y otros medios semejantes; pero sobre todo es preciso tener cuidado que se mantenga el crédito y que los ciudadanos estén en estado de sostenerse en el comercio.
También se debe procurar el atraer al país a personas ricas e inteligentes, que puedan establecer manufacturas y fábricas, acordarles títulos y otras señales de distinción, y sobre todo, prohibir el monopolio.
Aún es menester, por medio de buenos reglamentos, obligar a las gentes del campo a cultivar las cosas que sirven para el uso de las manufacturas y las fábricas, y animarles a conducir a la ciudad sus mercaderías, concediéndoles exenciones de entrada, estableciendo almacenes, etc.
El medio para acertar en lo que acabo de decir, es inspirar en el pueblo el amor al comercio, al trabajo y a la probidad. Sin estas cualidades los mejores reglamentos son inútiles, principalmente cuando la pereza y la distracción se ponen de su parte.
Cuando se quiere hacer a una ciudad floreciente, debe observarse con cuidado todo lo que puede favorecer el comercio con el extranjero; porque cuando el despacho falta, de nada sirven las manufacturas y las fábricas. Un medio seguro para procurar este despacho es que la corte y las tropas compren en la ciudad las cosas que necesitan.
El acrecentamiento de las ciudades en donde hay universidades, y que están cerca de montañas que tienen minas, dependen de algunos otros reglamentos de que yo no he hablado aún. Estas suertes de ciudades no deben fundar sobre esto su establecimiento, de modo que desprecien la agricultura y el comercio, porque podrían ser tomadas de repente por no hallarse con las provisiones necesarias.
La tercera atención que debe tenerse para hacer una ciudad floreciente, es reglar bien su interior y yo voy a demostrar el modo con que debe ejecutarse.
Como los estatutos y los reglamentos que se dan a una ciudad nada tienen en común con las leyes generales del Estado, deben arreglarse en este particular sobre la naturaleza de los lugares para que están hechos. Por ejemplo, conviene para conservación de las gentes de comercio, que las mujeres tengan parte en la sucesión de sus maridos y este es un privilegio de que gozan los habitantes de Dresde y de Leipzig. Estos derechos y privilegios no deben, sin embargo, ser de naturaleza que aten las manos del Gobierno cuando juzga a propósito hacer alguna variación sobre ellos.
El Senado y los demás tribunales establecidos para la conservación
de la policía, deben concurrir unánimemente al bien de la
sociedad y hacer todos los reglamentos que juzgan necesarios para este
efecto. Conviene, por consiguiente, que los comerciantes, los ciudadanos
de cualquier estado que sean y los profesores de las universidades, tengan
su voz en el Consejo; a más de que esto sirve para desterrar la
envidia y para conservar la concordia entre los ciudadanos. Estas suertes
de personas, atendidos los conocimientos que han adquirido, pueden dar
en la oportuna ocasión consejos útiles y saludables.
Para poner en vigor las manufacturas y el comercio, se deben
establecer tribunales para juzgar los negocios que les pertenecen, cuales,
independientemente de algunas personas versadas en la Jurisprudencia, deben
ser compuestos de comerciantes y fabricantes que sentencien prontamente
y sin parcialidad los procesos que se les presentan. Nada daña más
al comercio que la prolongación de los procesos, principalmente
cuando el favor y el crédito se mezclan en ellos. Por otra parte,
la naturaleza de estas diferencias exige que las personas propuestas para
terminarlas, estén versadas en el comercio.7
Sobre todo, debe evitarse en el establecimiento de las manufacturas
y de las fábricas, todo lo que se llama comunidades y gremios, y
contener los que están ya establecidos en los límites definidos.
Sin embargo, se debe escuchar a los que les hacen valer, cuando tienen
alguna cosa útil que proponer y examinar si lo que piden es justo
o no. Los ciudadanos deben igualmente tener sus síndicos, diputados
y representantes para velar sobre lo que les pertenece, y nada es más
justo que tener mira a sus quejas y sus representaciones cuando están
fundadas.8
Puede decirse en general, que una ciudad no puede subsistir sin
policía, ella es la que contribuye a hacerla florecer. Este es el
fin de su establecimiento, pero independiente de éste, tiene otros
de particulares a que se refiere todo lo que diré en adelante. El
orden y el enlace de las materias, exigen que yo trate de cada uno de sus
artículos separadamente.
El reglamento más necesario para facilitar el comercio, es el que pertenece a la hermosura y comodidad de los caminos. Los comerciantes, y generalmente todas las personas, sufren grandes perjuicios cuando se hallan en mal estado. Sin embargo, hay muchos países que no tienen cuidado de los caminos; y exceptuando la Francia, los Países Bajos y la Austria, que no llegan de mucho a la hermosura de los de la China, puede decirse que por todas las demás partes están los caminos en un estado lamentable. Para que los caminos sean cómodos en invierno, deben estar fabricados a lomo de asno y empedrados con un soso a cada lado para facilitar el escurrimiento de las aguas. Diez veces más ganancia se saca de lo que cuestan, por la renta que producen las postas y las mercaderías que transitan, además del ahorro de caballos y carros. Para hacerles más hermosos se deben tirar a línea recta y plantar a cada lado árboles que puedan servir en caso de necesidad.9
Puede añadirse a lo que acabo de decir, el establecimiento de postas que puede mirarse como nuevo, aunque los antiguos hayan tenido una cosa semejante. Este establecimiento es del resorte de la policía, aunque la renta que se saca de ellas pertenece al rey. Ella vela a su seguridad y la de los caminos reales, y sobre las personas que usan de ellas, fija la ruta que deben tener y el tiempo que deben estar en camino. Las columnas itinerarias y solares que se erigen en los caminos para comodidad de los viajeros, contribuyen también mucho en hermosearlos.
Nada es aún más cómodo para los viajeros, como
los puentes y barcos para pasar los ríos y riachuelos. La policía
debe velar a su conservación para prevenir los accidentes que pueden
acontecer y hacer de suerte que estén en los sitios los más
cómodos, para facilitar el transporte de las mercaderías
y fijar allí su peaje.10
Las fuentes, estanques, pozos y acueductos son también
comodísimos para los habitantes, principalmente cuando el agua es
pura y sana, y se tiene cuidado en distribuirla por todos los cuarteles
de la ciudad. La policía debe velar a su conservación e impedir
que nada se haga cerca de ella que pueda turbar la agua y que se eche inmundicia
alguna al río. Los caños de agua y los surtidores no sirven
poco para hermosear una plaza.
Aún sirve de comodidad para los habitantes que las calles estén empedradas, principalmente en los lugares bajos y pantanosos; pero debe ponerse gran cuidado en conservar bien el empedrado y referirse sobre esto a la economía de los empresarios. Las calles siempre deben tenerse bien limpias, prohibir que se eche cosa alguna por las ventanas y poner a cada lado grandes lozas para la comodidad de los que van a pie.11
Una de las cosas que más contribuye a la hermosura de una ciudad y la seguridad pública, son las linternas y los faroles que se encienden al anochecer. La policía debe velar a su conservación, para que correspondan al fin que se han colocado y se ha propuesto. Ella debe también tener cuidado que no le dejen por la noche goteras, ni respiraderos abiertos, para evitar accidentes y tropiezos, ni que halla cosa alguna en las calles que pueda dañar a los que están obligados a salir de noche.
El reloj debe estar colocado en un paraje que pueda oírse por todos los cuarteles de la ciudad y tocar las horas distintamente para poderse cada uno arreglar. Se puede poner en el número de las cosas que contribuyen a la hermosura de una ciudad, los cuadrantes solares, el campaneamiento, las centinelas de noche, que anunciando las horas y los tiempos, velan aún a su seguridad.
Las posadas son muy cómodas para los viajeros y la policía debe velar no solamente a que en ellas se encuentren las cosas necesarias, sino también impedir, aún, que se haga pagar más de lo que valen fijando el precio del alojamiento y del alimento, con proporción a los platos que se piden.
También debe haber en todas las ciudades grandes un paraje señalado para cada especie de mercancía y mercadería. A más que esto es cómodo para el comprador, por este medio se defiende del mal olor de muchas cosas: por ejemplo, de la carne y del pescado durante todo el verano. Deben estar relegadas o situadas en los arrabales, las profesiones u oficios cuyo ruido y mal olor son inseparables, como los herreros, los cuberos, los curtidores, etc.; así como las que causan mal olor en la ciudad, como los carniceros y los cerveceros, y ordenar que no se saquen las letrinas hasta después de media noche.12
Los coches de alquiler y las sillas de mano son tan cómodas para los habitantes, como para los extranjeros. A la policía le toca fijar el precio, no solamente por día y hora, sino también relativamente a los parajes a donde se puede tener que hacer. Igualmente debe tener barcos para las personas que aman el paseo sobre las aguas.
Nada contribuye más a hacer la mansión de una ciudad agradable, como la hermosura de las casas de placer que se hallan a sus alrededores. Las de la ciudad deben estar construidas con la mayor regularidad y simetría que sea posible; y en caso que las halla de madera, se les dará un baño de pintura para evitar todo lo que puede disgustar a la vista.
Otra cosa que sirve mucho a la hermosura de una ciudad, son las hileras
de árboles que se colocan en las murallas, caminos reales y arrabales;
y se debe conservarles con cuidado a favor de los que aman el paseo. Para
este efecto, se deben conservar cerca de las ciudades grandes, bosques,
olivares, viñedos y otras cosas útiles, guardando el orden
definido.
Los jardines adornados de estatuas, saltos y caños de
agua, grutas, cobados y bosques, contribuyen también mucho
a la hermosura de un país; y puede decirse otro tanto de las galerías
adornadas de pintura y otras obras de arte, y de los gabinetes de historia
natural. Los gastos que hace un soberano para estas cosas son muy bien
empleados, porque estas suertes de cosas atraen y llaman a los extranjeros,
aprovechándose el país de su dinero, y los particulares que
las procuran merecen la estimación de gentes buenas y sensatas.
Todas las diversiones que nada tienen contrario a las buenas costumbres, como los conciertos de música, los bailes, las operas, las comedias y los faraos, hacen la mansión de una ciudad agradable a los ciudadanos y los extranjeros, y debe procurárseles cuando no exigen un excesivo gasto, ni causaren perjuicio alguno a la sociedad, aunque esto no fuese más que para inspirarles el amor a las bellas artes.
En todos los reglamentos que se hacen, es menester no solamente mirar la comodidad de las personas, sino también la hermosura de la ciudad que ellas habitan. Cuanto más extendidos son estos reglamentos, son más útiles. Se juzga de la felicidad de un país por su apariencia exterior y penetra tan fuertemente que jamás se pierde de vista.
Un soberano que tiene intento de atraer los extranjeros a sus estados,
no puede esperar el acierto de este designio, sino por medio de la dulzura
y sagacidad de su Gobierno. Los que se empeñan en una empresa semejante,
sólo lo hacen con la esperanza de gozar de una plena y entera libertad
en las cosas que son de su Estado y de ningún modo verse perturbados
en la posesión de lo que tienen. El Gobierno debe aún tener
la reputación de conducirse conforme a las reglas de la sabiduría
y jamás apartarse de las leyes que tiene establecidas después
de una madura deliberación, a fin de que pueda contarse con sus
promesas.
En los estados cuyas constituciones particulares hacen la tolerancia
posible, debe dejarse a cada uno entera libertad de conciencia, de modo
que no turbe el Estado; y en cuanto a las religiones que se profesan en
los otros países, debe ser permitido a todo el mundo servir a Dios
en particular del modo que él cree serle más agradable, cuando
esta tolerancia no es contraria a las leyes del Estado.
Un medio seguro para atraer a los extranjeros a un país, es hacer que las mercaderías sean abundantes y que el comercio florezca en él, de surte que cada uno esté asegurado de hallar con qué poder subsistir. A lo menos, es menester que se pueda contar bastante sobre la ciencia y rectitud del Gobierno, para esperar que los reglamentos que se han hecho para favorecer el comercio serán observados.
En los estados de que he hablado antecedentemente, se debe conceder un asilo a aquellos que sus desgracias o la persecución han obligado a abandonar su país, cuando ellos nada han hecho contra el derecho de la naturaleza y de gentes; igualmente, que a esos que se han expatriado por otro semejante objeto. Por este medio, la Casa de Prusia se ha sabiamente aprovechado de los emigrantes de Salzburgo y de las demás ocasiones que se la han presentado.
Se puebla un país admitiendo a los extranjeros en su servicio, principalmente cuando se les deja la libertad de retirarse cuando quieran y se les arraigue por medio de pensiones. Sin embargo, no es menester que un ejército esté enteramente compuesto de extranjeros, porque esto produciría grandes gastos y perjuicios.
Los extranjeros deben gozar de los mismos privilegios que los ciudadanos. Es menester naturalizarles desde luego que llegan o concederles su naturalización desde el momento que la pidan. Todos los derechos y privilegios que se conceden a los naturales del país, con exclusión de los extranjeros, tanto respecto a los impuestos, como a los víveres, son otros tantos obstáculos a la población. A lo menos nada debe costar para entrar estos efectos en el país y para hacerles salir, a no ser que esto sea por derecho de represalias. Nadie se establece voluntario en un paraje en donde se sabe que no se tiene libertad de salir cuando se quiere.
Estos son los medios que debe emplear el Gobierno y jamás podrá favorecer demasiado la población por poco que conozca sus verdaderos intereses. Se observará solamente que, cuando circunstancias particulares le obliguen a emplear medios más prontos y más eficaces, no debe simplemente atenerse o ceñirse a estos. En estas surtes de casos, debe dar graciosamente lugar a los que quieren edificar, y usar lo mismo con las tierras que se han barbechado, mediando un censo anual, y además de esto concederles los derechos de maestro y de ciudadano.
Lo que he dicho en el segundo capítulo de los títulos, sobre los honores y los privilegios que se deben conceder a los extranjeros ricos e inteligentes, es aún un medio muy eficaz para atraerlos. Sobre todo debe favorecerse a los que se hallan en estado de establecer manufacturas y fábricas, y adelantarles los fondos de que tienen necesidad, asegurándose de los desembolsos que se han hecho por medios que indicaré en el libro segundo.
La exención de tallas y de impuestos es otro medio eficaz para atraer los extranjeros hacia el país. Estas suertes de exenciones se conceden ordinariamente por el espacio de tres años por las filas reales y municipales, y de seis a nueve para las tasas, contribuciones y alojamiento para los militares. Aún se les debe dar dinero y materiales para edificar, poniendo una diferencia entre las casas de madera y las de piedra; en una palabra, es menester en estas ocasiones favorecer más a los extranjeros que a los ciudadanos.
No hay cosa más atractiva para los extranjeros, principalmente cuando tienen un mismo idioma, pero costumbres y religión diferentes, como darles jueces y constituciones del mismo modo que a los demás ciudadanos; pero este medio tiene de malo que ocasiona celos y disputas, lo que motiva a que yo jamás lo aconsejaré. Cuando más unidos estarán los nuevos habitantes con los antiguos, más se aprovechará de ellos el Estado.
La violencia es un medio poco eficaz para atraer a los extranjeros; yo pongo en este número la prohibición que se les hace de adquirir tierras y dominios, de sacar fuera del país los bienes que han heredado, la obligación que se les impone de comérselos en el país, o cuando tienen tierras y profesiones en él, residir en el Reino. Un monarca que establece leyes semejantes aparta a los extranjeros y les da motivo para creer que sus súbditos no tienen lugar para alabar su Gobierno, ni de alegrarse de su felicidad.
Un Gobierno dulce y equitativo, bajo el cual los súbditos no tienen que temer, ni la violencia ni la injusticia contribuye tanto para atraer a los extranjeros, como a aumentar el número de los nacionales. Cuando gimen los súbditos bajo el yugo de la tiranía y la esclavitud, y llevan una vida pobre y desgraciada, la población disminuye en lugar que aumente, que cuando gozan de la libertad, las dulzuras y las comodidades de la vida.
Sobre todo debe animarse y persuadir el matrimonio, porque nada daña más a la población que el exceso y el libertinaje. Para este efecto, es conveniente no sólo hacer establecimiento a favor de las muchachas que no tienen bienes, sino también obligar a los hombres a casarse a cierta edad y castigar a los que desobedecen a esta ley, aumentándoles los tributos y las tallas, y depojándoles de sus privilegios. Por esta misma razón, no debe impedirse que se casen los soldados.
Si, por un lado, debe animarse el matrimonio por todos los medios
posibles, por el otro debe prohibirse a las personas decrépitas,
ancianas, enfermas y viciosas, que están imposibilitadas para tener
hijos; y de ningún modo oponerse al divorcio de las que no están
contentas de su estado. Otro medio para facilitar la población
es conceder franquicias e inmunidades a los que tienen muchos hijos.
Debe impedirse el libertinaje por dos razones: porque impide a los
unos el casarse y porque pone en estado de no poderlo hacer a los otros.
Sin embargo, menos se debe prevenirle por leyes y castigos rigurosos, que
por lo ordinario son inútiles, que por reglamentos que faciliten
el matrimonio y le pongan en honor.
No obstante, los hijos que nacen de un comercio ilegítimo merecen
una atención particular. Nada está mejor establecido que
los hospitales de los huérfanos y los expósitos. Los castigos
que se emplean para impedir el libertinaje, tienen de malo que obligan
a una infinidad de muchachas a ocultar sus embarazos y destruir su fruto.
Lo mejor es socorrer a las que se hallen en este caso y prestarles lo necesario
al parto, procurándolas buenos alimentos, comadrones, casas y personas
que tengan exacto cuidado de ellas.
El celibato de los eclesiásticos en los países
católicos, es extremadamente dañoso a la población
y nada pueden hacer mejor los soberanos mas que disminuir el número
de conventos, frailes y monjas. Su resolución no pocas veces, y
casi siempre, más presto proviene de los caprichos mundanos de las
familias, que de la vocación de los que entran en los claustros;
y aún cuando no se tuviera que hacer algún reproche a este
estado, esto no debe impedir que el soberano disminuya el número
de los que le abrazan. El interés de la República y la obligación
en que están todos los hombres de contribuir al bien de la sociedad,
son tan conformes a la voluntad divina que a nadie debe admitirse a seguir
semejante vocación, sino después de estar bien asegurado
que ella es sincera.
Los derechos de primogenitura, fideicomiso, mayorazgo, etc., en consecuencia de los cuales los hijos segundos están privados de una gran parte de bienes de sus padres, son también extremadamente dañosos al matrimonio, en el caso de que estos segundos abracen la misma profesión. Las leyes de Inglaterra, que no dejan a los primogénitos sino los títulos y permiten a los segundones ejercer el comercio u otra profesión honorífica, no contribuyen menos a la conservación de las familias que a la población del Estado. En una palabra, las leyes que estrechan la propiedad y restringen los medios de subsistir honoríficamente, son tan contrarias a la población como la servidumbre, los derechos de maestría, de ciudadano y otros semejantes.
Pasemos a la segunda especie de medios que pueden emplearse para aumentar la población, los cuales consisten a impedir a los súbditos la salida del país. No hay duda que un soberano tiene derecho para impedir que sus súbditos salgan del Reino. El Estado es una especie de compañía e igualmente que se tendría a mal que un hombre abandonase a sus socios sin su consentimiento, y en el tiempo que tiene necesidad de él; con más fuerte razón, no debe hacerlo respecto a la República. La cuestión está, sin embargo, en saber si un soberano tiene derecho para emplear la fuerza y violencia para detener a sus súbditos; yo respondo que no; y es la razón que semejante conducta da lugar de pensar mal de su Gobierno e impide que los extranjeros se establezcan en sus estados, por el temor que tienen de ya no poder salir más de ellos. El medio más seguro para impedir que los súbditos se expatrien es la dulzura, la bondad y la sagacidad del Gobierno, la libertad que disfrutan y los medios para subsistir que se les procura. En efecto ¿cuál es el súbdito que quisiera abandonar un país en donde halla su bienestar?.
No obstante, pertenece a la prudencia de un soberano, no permitir que un príncipe extranjero soborne a sus súbditos por regalos o emisarios, y les obligue a dejar su país. Las promesas que se hacen en tales ocasiones son causa que mucha gente se expatrie, en lugar que ellos no lo habrían hecho si el Ministerio hubiera estado más vigilante. Los príncipes alemanes no conocen sus intereses; y la Alemania estaría infinitamente mejor cultivada si se favorece el comercio y el tráfico, que es el origen de la población de los países extranjeros.
Por el mismo principio, no debe permitirse que una potencia extranjera haga levas de tropas en el país, aunque sean voluntarias; pues esto da ocasión a muchas personas simples a expatriarse, lo que despuebla al Estado. En cuanto a las levas que se hacen con fraude y con violencia, ellas son uno de los más ásperos atentados que se pueden inferir a los derechos del soberano; y en estas ocasiones debe emplear el medio de las armas para defender a sus súbditos de violencia semejante. Hay casos particulares en que pueden permitirse estas suertes de levas, pero son tan raros que los suizos tal vez no se han hallado jamás en la necesidad de consentir a ellas.
El destierro es un género de castigo extremadamente perjudicial al Estado; y en efecto, cuando se destierra a un hombre por causa de adulterio, por un homicidio involuntario o por otro crimen semejante, que puede corregirse, es un miembro de que se priva la sociedad. En cuanto a los malhechores, no puede hacerse cosa más desrazonable que desterrarles, atendido que mudando de nombre están en postura y ocasión de ejercer en otra parte su perversidad.
El primer cuidado de este Consejo, debe ser prevenir el contagio y demás enfermedades epidémicas, prohibir toda comunicación con los países en donde reinan, mandar hacer cuarentena y velar atentamente tanto sobre las personas que vienen, como sobre las mercaderías que salen de allá. Y si la enfermedad llega a extenderse por la ciudad, se deben amurallar las casas infectadas, y proveer el alivio y curación de las personas atacadas del contagio.
En caso que reine alguna enfermedad epidémica en el país, se debe dar luego aviso al Consejo de Sanidad para que examine sus causas y síntomas, y que prescriba los remedios que juzgara necesarios. En los casos extraordinarios, se enviará un médico al lugar infectado para que pueda instruirse mejor de todas las circunstancias de la enfermedad.
Nada debe despreciar la policía de todo lo que puede contribuir a los progresos de la medicina y ponerla en estado de honor. A esto sirven las academias y los colegios de medicina establecidos en las principales ciudades del Reino, los cuales están compuestos de médicos de cada ciudad, cuyo gasto no es muy considerable. Los miembros deben juntarse todas las semanas, examinar las enfermedades que reinan, y en caso de duda, dirigirse al primer colegio que está unido al Consejo de Sanidad, del que es como segundo departamento. Se han hecho sobre este asunto en los Ducados de Brunswick y Luneburgo, reglamentos que merecen ser imitados por todos los demás estados.
Para que este establecimiento corresponda al fin que se ha propuesto, debe informarse de los talentos y capacidad de los que ejercen la medicina; y como sucede a menudo, que las facultades conceden por objetos de interés el grado de Doctor a personas que por ningún termino le merecen; este título tampoco debe bastar a un hombre para ejercer este arte que primeramente no haya sido examinado por el primer Colegio de Medicina. No deben permitirse los charlatanes, los médicos ambulantes, ni los saludadores, que engañan a los enfermos en detrimento de su salud y su bolsa, a menos que tengan algún remedio especial para ciertas enfermedades, aprobado por el primer Colegio.
Igualmente debe velarse sobre los boticarios, a fin no solamente de que los remedios sean buenos y bien condicionados, sino también para que sean vendidos a su justo precio. Es menester tasarlos y castigar severamente los fraudes que sobre este punto se cometan. Como los boticarios compran sus drogas a los drogueros o confiteros, es conveniente que estos respondan de su bondad, porque ¿cómo obrará el efecto que se espera si son malas?.
Los hospitales y los lazaretos establecidos para los enfermos que no tienen medios para hacerse curar, independiente de su utilidad particular, son una escuela donde los médicos jóvenes se pueden instruir, principalmente cuando trabajan a la vista de un hombre inteligente y esclarecido. Sin embargo, para el caso que los enfermos tengan alguna repugnancia en ir a dichos hospitales, no deben reusárseles los remedios y los socorros necesarios, y en cada cuartel debe residir un médico destinado para tener cuidado de estas gentes.
Importando extremadamente al público tener médicos hábiles
y experimentados, es conveniente arreglar no sólo lo que concierne
a sus estudios y agregación, sino también no permitir a persona
alguna ejercer parte alguna del arte que no haya dado pruebas de su capacidad.
Estos reglamentos son igualmente necesarios para las comadronas, atendido
que, por su ignorancia, ellas son causa muchas veces de que una infinidad
de criaturas mueran al nacer. La vida de los hombres es una cosa tan preciosa,
que se debe a la menor prueba que una comadrona de su incapacidad, prohibirle
el ejercicio de su profesión.
En cuanto a las causas que hacen una ciudad o una comarca malsana,
que hacen que las enfermedades reinen más en un paraje, que en otro,
y que la mortandad sea mayor, toca al Colegio de Medicina descubrirlas
y remediarlas. A él pertenece, por ejemplo, hacer enjugar las lagunas
cuyas exhalaciones corrompen el aire, procurar a los habitantes aguas
más sanas, como se ha hecho en Trieste, hacer limpiar la ciudad,
impedir el mal aire dando una nueva forma a las casas; a fin de que el
aire circule en ellas más libremente.
Se debe impedir la corrupción y los excesos que causan las enfermedades y la muerte, por reglamentos y medios indirectos para que no piensen los súbditos que se ataca a su libertad. Yo me extenderé más sobre este punto en el libro tercero, hablando de la atención que debe tenerse sobre las costumbres y la conducta de los ciudadanos.
Un ministro que se interesa a la salud de los hombres, no puede velar
con sobrada atención sobre la naturaleza y cualidad de las mercaderías
que se usan diariamente. El vino alterado, la mala cerveza, las frutas
cogidas antes de su perfecta madurez y las mercaderías gastadas,
son tan dañosas a la salud, que no se sabe castigar con bastante
severidad a los que defraudan y engañan al público con el
objeto de un sórdido interés.
En fin, como el suicidio, cuando llega a ser sobradamente frecuente,
es un crimen que priva al Estado de infinidad de sujetos, se debe horrorizar
por medio de una nota de infamia e impedirle todo lo posible por medio
de buenos reglamentos. De ningún modo debe permitirse que se mire
un crimen tan contrario a la naturaleza, como efecto de coraje y de grandeza
de ánimo, por temor de que los hombres orgullosos y que tienen el
espíritu débil no se arrastren a esta bajeza por frívolos
motivos.
En general, pertenece a la prudencia del Gobierno
no sólo prevenir todo lo que tira a despoblar el Estado, sino también
obviar las desgracias y calamidades que afligen a los hombres, o al
menos dulcificarlas por la sagacidad de los reglamentos y las medidas que
el emplea. Sobre este principio se deben evitar las guerras, de que son
víctimas tantas gentes, porque despueblan al Estado, y nunca emprenderlas
sino en último extremo; y en cuanto al hambre, las inundaciones
y otras desgracias semejantes, se deben evitar por medio de almacenes y
graneros públicos, para impedir las consecuencias que pueden producir.