No se sigue, sin embargo, que él deba violentarlos. Los sentimientos interiores nada tienen de común con el fin que la República se propone. Debe impedirse que no se sirva de la capa de la religión para turbar el Estado y reglar todo lo que concierne el culto exterior relativamente a este objeto.
La atención que debe prestar el soberano a la religión, se reduce a tres cosas: 1°, a velar sobre la creencia de sus súbditos, de suerte que por ningún motivo sea perjudicial al Estado; 2°, a contener a los eclesiásticos en los límites y la dependencia que se requieren, y 3°, a regular el culto exterior según las reglas establecidas. Estas tres cosas deben absolutamente depender del soberano y por poco que se relaje sobre este punto no tarda en percibir sus inconvenientes. Por cuyo motivo es conveniente examinarlos un poco más en detalle.
La atención que he dicho que el soberano debe poner a la creencia de sus súbditos y al estado de la religión que está establecida en su Reino, consiste en impedir que se defienda ni se extienda doctrina alguna que pueda trastornar la quietud del Estado, y sobre todo, en prevenir las divisiones en materia de religión. Yo entiendo por división en materia de religión, esta diferencia de culto y opiniones que ocasionan partidos entre el pueblo. El odio y la mala inteligencia que resulta de ellos, han tenido consecuencias tan funestas para muchos estados, que nunca se estará con sobrada vigilancia para impedirlos y disiparlos.
Un medio seguro para impedir que se introduzca alguna mala doctrina en el Reino, es la censura de los libros y debe tener lugar no sólo en los que se imprimen en el país, sino también en los que vienen y se sacan de los países extranjeros. Yo estoy bien lejos de sentir que se perjudique la libertad de pensar, ni que se prohíba enteramente el comercio de la librería. Aunque se obligue a los libreros a presentar a la censura cada libro que ellos imprimen debe, sin embargo, impedirse que se vendan porque, si no, corren mucho riesgo cuando se pasa a prohibirlos. Los libros que principalmente deben prohibirse son los que contienen cosas contrarias a la religión, al Estado y a las buenas costumbres. Si una censura sobrado rígida es dañosa a los progresos de las ciencias y las artes, puede decirse, por otro lado, que la excesiva libertad de la prensa puede tener consecuencias funestísimas; es pues forzoso tomar un justo medio.
El Gobierno, sobre todo, debe impedir que bajo el manto de la religión se tengan juntas de que los fanáticos puedan abusar para introducir doctrinas contrarias a las buenas costumbres y excitar revoluciones entre los súbditos. Sólo basta leer la historia para convencerse que estas suertes de asambleas, más de una vez han perturbado la tranquilidad pública y causado la ruina entera de muchos Estados.
No son menos temibles las disputas de los eclesiásticos, sea
que se pasen entre personas de la misma religión, sea que se tenga
con personas de creencia contraria. De esto se han visto ejemplos en Alemania,
principalmente en la ciudades imperiales. La policía debe, pues,
apaciguarlas e impedir en especialidad que los teólogos no abusen
del ministerio de la cátedra y del púlpito, para despedazarse
despiadadamente unos contra otros.
Para contener a las gentes de la iglesia en la subordinación
que se requiere, la policía debe velar sobre sus costumbres y sobre
su conducta. El mal ejemplo que den basta para corromper enteramente las
costumbres de un pueblo, tanto más cuanto juzga de la bondad de
su religión por la buena o mala conducta de sus ministros. El respeto
que se tiene a la religión, es inseparable del que se le tiene a
los ministros que la predican. La policía debe, por consiguiente,
estar siempre atenta, no sólo en poner en el ministerio evangélico
a personas respetables, sino también obligar a los súbditos
que les respeten como se debe.
El soberano debe especialmente impedir que los eclesiásticos
se aparten jamás de la sujeción y obediencia que le deben.
Obrar de otra manera sería pecar contra las reglas de la verdadera
prudencia, la que no permite de modo alguno que un miembro de la sociedad
se sustraiga jamás de la obediencia que debe al que es cabeza de
Gobierno. Jamás religión alguna lo ha permitido y aún
menos la cristiana, cuyo fundador siempre se ha mostrado sujeto a las potestades
temporales. También debe impedir que las gentes de iglesia sean
demasiado ricas y demasiado poderosas; porque independientemente de la
autoridad que ellas usurpan sobre los demás Estados, los bienes
que están en su poder son enteramente perdidos para la sociedad.
Asimismo debe impedir que sus súbditos, por una piedad mal entendida,
dispongan de sus bienes a favor de los eclesiásticos, como sucede
demasiado a menudo.
Igualmente debe arreglar el casual o adventicio de las gentes
de la Iglesia e impedir que opriman a sus súbditos, sacando de ellos
regalos, contribuciones y otras cosas semejantes. Aún seria mejor
suprimirle del todo y hacerles pensiones proporcionadas a sus necesidades.
Una renta semejante aún es menos debido a los eclesiásticos,
que no hacen servicio alguno a la Iglesia.
La tercera atención de Gobierno debe ser cuidar de todo
lo que concierne al culto exterior y las ceremonias de la religión.
Como estas cosas dependen absolutamente del soberano, debe ser tanto más
vigilante en ellas cuando sus súbditos se hacen de el un negocio
de conciencia. Por ejemplo, a él le toca señalar los días
de fiesta y como influye mucho sobre los trabajos de pueblo y sobre el
orden económico, no debe establecerlos en sobrado número
por temor a distraerle de sus ocupaciones.
Él debe especialmente velar en que sus súbditos
cumplan las obligaciones que la religión les prescribe. La corrupción
de las costumbres se enlaza por el ordinario, con la del Estado. Él
debe hacer guardar los domingos, no permitir a cualquiera persona
trabaje en estos días, a menos de una necesidad absoluta. Este es
un deber que la religión prescribe y la necesidad exige, aunque
no fuese más que para los hombres decentes de su trabajo. Si se
permiten algunos divertimientos estos días, debe ser de suerte que
nada tengan de contrario a la decencia.
Al soberano toca proveer el mantenimiento de los eclesiásticos, los templos, las iglesias, en una palabra, todo lo que mira al culto exterior de la religión. Siendo de ella de quien depende la felicidad de un Estado, se deben tomar de sus rentas las sumas necesarias para subvenir a estas suertes de gastos y de ningún modo refiere sobre esto a la liberalidad de los fieles; asimismo, debe velar a que el servicio divino sea uniforme en todo su Reino y para este efecto hacer construir iglesias y establecer tantos ministros cuantos son necesarios para servirlas. No hay cosa que señale y evidencie más la miseria, y sí me atrevo a decirlo: la barbaridad de un Estado, como ver un país de muchas millas de extensión sin una sola Iglesia.
Sobre todo debe abocarse a no conferir los empleos eclesiásticos, sino a personas de un mérito y una virtud generalmente conocida. El favor ni el interés no deben tener parte alguna a su elección y debe obligar a sus vasallos que tienen derecho de patronazgo, que no propongan sino a sujetos capaces de ejercerlos dignamente y escuchar las quejas que se le pueden hacer por excluir los candidatos. Para que estas plazas estén bien ocupadas, no deben darse sino a hambres sabios, virtuosos y de una vida ejemplar. El medio de acertar sobre este punto, es animar al estudio de la teología en las universidades y fundar seminarios, en donde se pueda velar sobre la conducta y las costumbres de los que se dedican al estado eclesiástico.
Es una cosa segura e incontrolable, que cuanto más arregladas tiene las costumbres un pueblo, tiene mayor proporción para contribuir a su felicidad. Por consiguiente, es de desear que un soberano se aplique a hacer a sus súbditos tan virtuosos como sea posible; pero la fragilidad de la naturaleza humana y la constitución de los estados no permiten que se castiguen otros crímenes, que los que pecan contra los deberes perfectos, que hace a los hombres incapaces de cumplirles y que perturban la quietud y la tranquilidad pública. Sin embargo, esto no debe impedir que se castiguen otros muchos que no tienen relación alguna con ellas, por ejemplo, la calumnia, la ingratitud, la aspereza hacia su prójimo, principalmente cuando llegan a un exceso.
Como la violencia de los deberes perfectos no mira sino al foro interior de la conciencia, la policía, tomando esta palabra en la significación limitada, no tiene derecho sino para castigar los crímenes que ponen a los hombres fuera de estado de cumplir los deberes que la sociedad exige de ellos y que turban la quietud y la tranquilidad pública. Aún es menester tener mira, aquí, en la fragilidad humana y este discernimiento es tan difícil a hacer, cuando se quiere perjudicar demasiado a la libertad de los hombres, en lo que concierne a las acciones indiferentes que pueden hacer en su particular; que la policía está reducida a no castigar sino los crímenes y los excesos que causan escándalo o que pueden tener imitadores. La policía debe, pues, tener por máxima general, a lo menos relativamente a las costumbres, de castigar generalmente los crímenes y los excesos que turban la seguridad y la tranquilidad pública, y que ponen a los ciudadanos fuera de estado de cumplir sus deberes, principalmente cuando causan escándalo, y que otros pueden cometerlos iguales con la esperanza de la impunidad.
Se ve, pues, que la policía no debe prohibir a los ciudadanos los divertimientos inocentes, como son el juego, la danza, las comedias y otros semejantes, como lo han pretendido algunos eclesiásticos melancólicos y atrabiliarios. Estas diversiones son absolutamente necesarias en un Estado bien arreglado y cuando está enteramente privado de ellos, van los súbditos a buscarlos a otra parte y abandonan insensiblemente el país. La policía debe, pues, procurárselos especialmente en las ciudades grandes, pero de suerte que no excedan los límites permitidos y que en lugar de echar a perder el gusto y las costumbres, contribuyan, al contrario, en perfeccionarlas. Lo que es muy fácil de hacer cuanto a los conciertos, serenatas, bailes, espectáculos y, principalmente, en cuanto a la comedia.
Menos derecho tiene de prohibir los divertimientos inocentes en las casas particulares, pues a cada uno debe ser permitido danzar, jugar en su casa, tener orquestas y conciertos, etc., pero debe la policía impedirlos al instante que sepa que causan escándalo y que se dirigen a pervertir a la gente joven, y a corromper sus costumbres. Por ejemplo, no debe permitir juego alguno de suerte o azar en público, ni en secreto, ni los conciertos, ni bailes que se dan en las casas de las muchachas de placer, con el pernicioso objeto de atraer a la gente moza; pero no debe prohibir las músicas que se dan en las calles con objetos inocentes. Ella debe prohibir todo lo que se dirige y tiende a amontonar gente en las calles, a menos que no sepa las razones por las cuales se hace.
La atención principalmente que ella debe tener, relativamente a las costumbres, es impedir el libertinaje y la impunidad, tanto cuanto la cosa sea posible; ella, no obstante, debe atender a la fragilidad humana y no extender las cosas hasta su último rigor, por temor de abrir la puerta a crímenes mayores, a menos que ello no resulte escándalo, querellas, pendencias y golpes. También debe evitarse el escándalo cuando la casa es pública y reconocida por tal; sin embargo, como las leyes de la policía deben ser relativas al país en que está, aún no está decidido ni deben permitirse estas casas en los países cálidos para evitar mayores desordenes.
La crápula y la embriaguez son igualmente vicios que la policía debe impedir, porque ponen a los súbditos en la incapacidad de cumplir las obligaciones que deben a la sociedad. No obstante, como ella no puede saber lo que se pasa en las casas de los particulares, y que su sobrada atención sobre este particular puede perjudicar a la libertad de los ciudadanos, solamente debe impedir que los que están sujetos a estos vicios causen escándalo ni desorden en las calles, y prohibir principalmente, que no se fuese a persona alguna a beber más alta de su voluntad. Para arrancar de raíz poco a poco estos vicios vergonzosos, es conveniente hacer a los taberneros responsables de los desordenes que se cometen en sus casas y añadirles, bajo pena pecuniaria, el tener cerradas las puertas de sus casas a las diez de la noche.
Sería justísimo que la policía pudiese desterrar enteramente los juramentos y las blasfemias; pero esta mala habitud está de tal manera arraigada entre los hombres, que ella no tiene que esperar ver conseguido su fin. Tampoco esto debe impedir que castigue severamente los juramentos escandalosos y principalmente las blasfemias contra la Divinidad, sin que la embriaguez sirva de pretexto para excusarlas.
Ella debe impedir que se grite, se golpee y canse alboroto por las calles, sea de noche o de día; y en caso que esto suceda, debe hacer prender a los delincuentes y hacerlos llevar a la cárcel. Esta precaución es necesaria tanto para impedir los concursos y cuadrillas sediciosas, como para no turbar el sueño de los ciudadanos quienes, después de haber trabajado todo el día, tienen necesidad de descansar por la noche; y debe tener igual cuidado, y casi mayor, en cuanto a los muchachos y gente moza que alborotan en las calles.
Se observará, en general, que por ligero que sea un vicio, y que por poca atención que parezca pedir de parte de la policía, conviene castigarle severamente cuando es demasiado frecuente, porque puede tener consecuencias funestas para el Estado cuando se desprecia el remediarlo por medio de sabios reglamentos. La policía debe, igualmente, estar atenta a todas las revoluciones y mudanzas que acontecen en la sociedad.
Es inútil probar aquí por largos raciocinios, cuan ventajosas son las ciencias a la República. Ellas influyen tan fuertemente sobre las costumbres de los hombres, que un pueblo que quiere ser feliz no puede abstenerse de ellas. Un pueblo ignorante está sujeto a cometer todos los días mil errores en su Gobierno; y el orden económico, que saca tantos socorros de las ciencias, no puede estar en él sino en un malísimo Estado. Lo que yo siento aquí, está fundado sobre la experiencia de todos los pueblos y todos los siglos.
Se sigue, pues, que las ciencias deben ser el primero y principal objeto del Gobierno y que él nada debe despreciar para llevarlas a su más alto grado de perfección. El medio de conseguirlo es, no estrechar el modo de pensar de los hombres y dejarles sobre este punto una entera libertad, bien entendido que no abusen de ella; y respetar a los sabios. Este medio produce aún un efecto más pronto cuando el mismo soberano manifiesta amor a las ciencias, y en fin, desterrar la pedantería que retarda sus progresos e impide que los sabios se hagan útiles al Estado.
Otro medio para apresurar los progresos de las ciencias, es establecer premios para los que hacen nuevos descubrimientos, y sobre todo, academias compuestas de un número de sabios conocidos por los que ya tienen hecho. Los descubrimientos a los que estas academias emplean deben dirigirse a perfeccionar la agricultura y es natural que ellas se interesen más al bien de su país, que al de los países extranjeros.
El Gobierno debe procurar que haya en el país, un número de lugares suficientes para instruir la juventud en las ciencias. Como las universidades tienen el primer rango entre estas suertes de establecimientos, merecen también una atención particular. Debe haber una en cada provincia un poco considerable; porque sino la había, a más que esto demostraría un desprecio por las ciencias, esto mismo obligaría a las naciones a ir a pasar sus estudios en otra parte, lo que haría salir mucho dinero del reino; yo no creo, sin embargo, que sea lo más conducente impedir a los súbditos ir a estudiar en los países extranjeros. Una violencia semejante es incompatible con las ciencias. Es conveniente, no obstante, que éstos que pedirán una plaza en su patria den o presenten un certificado de su capacidad, firmado del rector de la universidad en donde han pasado sus estudios.
Se debe elegir para establecer una Universidad, un sitio agradable, cómodo y sano, en donde los víveres sean abundantes y baratos. Las capitales nada valen para este efecto, porque los víveres son en ellas ordinariamente caros y los estudiantes tienen en ellas demasiadas ocasiones para disiparse. Se deben acomodar las casas para su uso y sobre todo establecer una policía entre ellos.
Se elegirán para profesores los sujetos más sabios y más esclarecidos, sin respeto alguno al favor y la recomendación; en una palabra, hombres perfectamente instruidos y consumados a las ciencias que deben enseñar y sobre todo exentos de pedantería, para que sean agradables a sus discípulos y que las instrucciones que les dan tengan todo el efecto que se esperan. Enseñándose muchas ciencias en las universidades, se tendrá cuidado en repartir las lecciones con discernimiento y prepararlas con anticipación, a fin de nada olvidar de lo que es esencial. Sería una ventaja grande para las universidades, que tuviesen bastantes fondos para dar sus lecciones graciosamente.
El orden es necesario en todas las cosas, pero principalmente en las universidades, porque sucede a menudo que los estudiantes, en lugar de emplear su tiempo en adquirir conocimientos, de los cuales depende toda la felicidad de su vida, se arrojan a toda especie de excesos y libertinajes. La mayor parte de las de Alemania tienen este defecto, que los estudiantes tienen sobrada libertad. No es lo mismo en las de Inglaterra, Viena y Brunswick. Sin embargo, no deben restringirse de modo que ignoren los usos y costumbres del mundo. Otro defecto hallo yo en estos colegios y es que no hay bastante número de profesores.
Las escuelas públicas piden también mucha atención por parte de la policía. Su objeto es poner a la gente joven en un estado de entrar en las universidades; y con este objeto han sido establecidas. Pero si es un defecto de estas suertes de escuelas, el hacer perder ocho o nueve años a un muchacho para enseñarle simplemente el latín, sin inspirarle el menor gusto por las ciencias es aún otro mucho mayor para los maestros que los dirigen, querer enseñar ciencias que ellos no entienden.
Las escuelas menores establecidas en las villas y los lugares, por poco
importantes que parezcan, merecen por muchos respetos la atención
de la policía. Para que la República pueda contar sobre sus
talentos y la capacidad de sus miembros, es preciso que los niños
que se envían a ellas aprendan no solamente a leer, escribir, contar
y todo lo que pertenece a su religión; sino también que se
les influya aún de sus obligaciones y que se les inspire gusto por
el comercio y las artes útiles a la vida. Independientemente de
la atención que la policía debe prestar a estas escuelas,
ella debe velar aún en que los padres y las madres no críen
a sus hijos con holgazanería, estupidez y disipación.
Las artes están de tal modo enlazadas con las ciencias,
que la decadencia de las unas arrastra por lo ordinario la de las otras.
El Gobierno debe estar tanto más vigilante sobre estos artículos,
cuanto influyen sobre el orden económico, y que los conocimientos
que se adquieren con ellas son extremadamente útiles al Estado.
Un medio para hacerlas florecer es manifestar agrados y respetos a los
que se distinguen en ellas y animarles por medio de recompensas; establecer
academias de pintura, escultura, arquitectura y otras, y proponer buenos
premios para los discípulos.
Este es el propio lugar para hablar del lujo, el cual, tomando esta palabra en su extendida significación, es una prodigalidad y, al mismo tiempo, una piedra de tropezón para la policía, atendido que en el mismo tiempo que hace florecer el Estado, ocasiona una infinidad de males y desordenes a la sociedad. Para tratar esta materia con la atención que ella se merece, es conveniente remontar hasta el origen del lujo y examinar todas sus circunstancias, como lo he hecho respecto de las demás materias que he tratado.
Los hombres no trabajan sino para procurarse las cosas necesarias a la vida, y los que trabajan más están en mejor proporción para proveer a sus necesidades. De esto resulta una diferencia en los bienes, independiente de la que proviene de la constitución de la República, la cual consiste en que, estando compuesta de jefes y de subalternos, estos últimos tienen necesidad de más bienes para proveer a los gastos inseparables de su estado. Un hombre que es más rico que otro, emplea su dinero para procurarse los recreos y las comodidades de la vida, y esto a proporción de sus facultades. Los que no tienen los mismos medios miran las comodidades y los placeres de que gozan como un lujo y una superfluidad, principalmente cuando no están acostumbrados a ellos.
El lujo, propiamente dicho, no es otra coas que un modo de comparar el estado que se habita, relativamente a aquél en que se hallan los otros. Lo que parece un lujo y una prodigalidad en un país pobre, no pasa en otro que es más rico, sino por una necesidad indispensable de la vida. Un pobre, por ejemplo, mira el gasto que hacen los grandes señores como una cosa inútil y superflua, porque su estado le pone en proporción de poderle abstener de ella y no le deja sentir su necesidad. Se observará, sin embargo, que cuanto más extrañas son las urgencias de la naturaleza y las comodidades que los hombres se procuran, más se arriman al lujo y la prodigalidad.
Consiste, pues, el lujo en las comodidades y en los recreos de la vida que la mayor parte de los miembros de la República son incapaces de procurarse. Para probar y sentir la verdad de lo que acabo de decir, sólo basta examinar las diferentes circunstancias en las cuales puede hallarse un Estado relativamente a los bienes y a las facultades de que goza. Por ejemplo, un pueblo que habita un país pobre y en donde apenas puede vivirse, mirará las tapicerias como una cosa de lujo y que no deben tener cabida sino entre personas ricas y opulentas. Yo supongo que este país llega a enriquecerse por la excavación de minas o por el comercio, los más bajos ciudadanos querrán tenerlas y se mirarán como una cosa absolutamente necesaria. Las personas ricas y constituidas en dignidad querrán entonces excederles, y adornarán sus aposentos con porcelanas y pinturas raras y preciosas. Aunque éstas sean propiamente cosas de lujo, si las riquezas de la nación aumentan, todo el mundo querrá tenerlas y no pasarán por tales. Lo mismo será de las demás comodidades de la vida.
Lo que acabo de decir del origen del lujo, nos provee tres máximas fundamentales que la policía jamás debe perder de vista en los reglamentos que hace para reprimirle. La primera es que no puede absolutamente desterrársele de un Estado sin confundir enteramente las condiciones, y sin enervar la actividad y la industria de los habitantes. La segunda, que ella no puede decidir en que consiste que no conozca las facultades del Estado y las de cada particular; y que aún cuando las supiera, sería difícil hacer sobre la materia reglamentos convenientes. La tercera, de no reprimir sino lo que no está fundado sobre las urgencias absolutas de los súbditos y que puede dañar al orden económico. Examinemos estas máximas en detalle.
Cualquiera que intentase desterrar el lujo enteramente o restringirle con sobrado rigor, enervaría enteramente la industria y la actividad de los hombres. Esta actividad no está fundada, sino sobre la envidia que tienen de amontonar bienes para colocarse sobre sus semejantes. Un hombre a quien se le impida usar de sus bienes y procurarse los regalos y comodidades de la vida, abandona su patria o no trabaja sino cuanto le es forzoso para procurarse las cosas de que no puede abstenerse. Limitándose los súbditos al ejercicio de la agricultura y algunas otras profesiones necesarias, se despuebla el Estado y su poder se debilita.
Yo se que el lujo es el origen de la infinidad de locuras y extravagancias, y que los que se dan y abandonan a ellas se hacen incapaces de servir al Estado; y que a más de esto causa la ruina de una multitud de familias y particulares. Pero es bueno observar que los que son bastante insensatos para hacer esto, son útiles al público sin saberlo, y sin ganar mérito alguno en ello dan a una infinidad de obreros y artistas un medio para subsistir, que sin él no le habrían tenido, lo que no sucedería si el Estado se compusiera solamente de personas sensatas y razonables. En el mismo caso en que algunos se arruinen, esto no trae perjuicio alguno al Estado; porque poco a él le importa en qué manos estén los bienes, con tal que él subsista siempre. En fin, viene a ser lo mismo que se destierre enteramente el lujo de un Estado o que esté habitado por avaros y tacaños; sería tan infeliz en uno como en otro caso, y todo en él se extenuaría. Siendo la circulación del dinero respecto del Estado, lo que la sangre por relación al cuerpo humano, es fácil sentir que el lujo es propiamente este grado de calor que mantiene su fluidez y quien da la vida a todos los miembros que le componen.
Siendo el lujo propiamente una cosa relativa, resulta de la segunda regla que yo he dado, que es extremadamente difícil de decidir en qué consiste; y, por consiguiente, hacer sobre este particular leyes y reglamentos. Las gentes de igual estado y de un mismo rango, raras veces tienen los mismos bienes y no puede prescribirles los mismos gastos, los mismos vestidos, ni la misma mesa. Como la que fuera moderada, habido respecto a las facultades del uno, podría causar la ruina total del otro, se sigue que si se regulaba el gasto de las personas de un cierto estado, todas las que le pertenecen estarían obligadas a hacerlo hasta los términos que les están prescritos, sin arruinarse como sus iguales. Para que la policía pueda hacer reglamentos sobre este punto, fuera menester que conociese las facultades de cada particular; pero a más de que la cosa es imposible, una averiguación semejante tendría consecuencias tan funestas que se vería frustrado el fin que se ha propuesto.
Por otra parte, fuera imposible, aún cuando pudiesen establecerse leyes sobre este asunto, prescribirlas para todas las diferentes especies de lujo. Los hombres aman hacer ostentación de sus riquezas y aún cuando se arreglase su gasto, en cuanto a la mesa, los muebles y los vestidos, ellos gastarían su dinero con criados, libros, pinturas, curiosidades naturales y mil otras cosas semejantes, sin que se les pudiese impedir hacerlo, a menos de quererles privar enteramente de su libertad. Esto que digo aquí está sobradamente confirmado por la experiencia. La República de Venecia, que ha hecho reglamentos severos sobre el lujo, por lo concerniente a vestidos, mesa, etc., no ha podido impedir que la nobleza y los ciudadanos opulentos hagan en sus tierras gastos prodigiosos, de modo que sus reglamentos están sin fuerza, ni vigor.
De lo que precede se sigue que la tercera máxima que tengo establecida, no puede tener lugar respecto a estas cosas. Todo lo que el Gobierno puede hacer es reprimir esta especie de lujo, que no está fundado sobre las necesidades indispensables de la vida. En el caso que un hombre sea pródigo de sus bienes, sin objeto, ni fundamento, debe dársele un curador, principalmente cuando esto puede dañar a sus hijos; pero es menester conducirse en este punto con mucha prudencia y circunspección, y sobre todo sin parcialidad. El Gobierno debe especialmente reprimir esta especie de lujo que causa escándalo y que tira a corromper las costumbres.
Hay otras especies de lujo que también es conveniente ponerles límites, y piden un despropósito ciertas gentes que quieren que no se restrinjan bajo el pretexto de que este lujo pone y establece la diferencia entre los bienes y los estados; que él anima la industria y la actividad de los súbditos, y que es útil al orden económico. Estas razones fueran buenas si el lujo producía efectivamente estos buenos efectos, pero todas estas especies no tienen semejanza; y las hay tales que producen efectos todo contrarios, y no hay duda que deben reprimirse las que miran a la ruina del Estado.
Hay ciertas especies de lujo que no son una consecuencia de la diferencias de los estados. Deben ponerse de este número todos los usos que empeñan a las gentes de cierto rango a gastos extraordinarios, por no parecer menos ricos que sus iguales. Estos usos son tanto más perjudiciales a los súbditos, cuando ellos se imaginan que se compromete su honor, si no se conforman con ellos, aunque muchas veces no sean de su gusto. Como el lujo a que cada uno se inclina por gusto no tiene límites, causa tanto más presto la ruina de los que a él se entregan sin reflexión. El Gobierno debe pues impedir que el lujo pase en uso y habitud. Aunque parece permitido a un hombre rico el procurarse los regalos y las comodidades de la vida, a las que su gusto natural le inclina, hay sin embargo casos en que debe prohibírsele el hacerlo, aunque no fuese más que para impedir que los demás imitasen su ejemplo por un falso punto de honor. Pueden colocarse en este número los gastos que se hacen por un luto, las libreas de los criados, la comida que se da con motivo de una boda, de un bautizo, de un empleo de que se toma posesión; y son tan numerosas y continuas estas ocasiones, que es imposible contarlas todas.
Hay cierta especie de lujo que, en lugar de ejercitar la industria y la actividad de los hombres e inclinarle a adquirir bienes para procurarse las comodidades de la vida, no sirve sino al contrario para enervarlas. Tal es el caso, por ejemplo, cuando se hace consistir el lujo en vivir en ociosidad y despreciar todas las ocupaciones útiles y honestas, o que los ricos, para hacer ostentación de su opulencia, gastan todos sus bienes en regalos o en limosnas. Por haberse dado los romanos a estos excesos, fueron causa que la República cayese en la esclavitud.
En fin, es falso que el lujo sea útil al orden económico. Cuando el lujo y la prodigalidad no se contentan sino con el socorro de las mercaderías extranjeras, lejos de despertar la industria y la actividad de los hombres, y que haga florecer el Estado, al contrario, hace salir el dinero del país y causa insensiblemente su total ruina. Es verdad que al fin cesa por sí mismo, pero es después que el pueblo está ya enteramente arruinado. El Gobierno debe siempre procurar que el lujo se satisfaga con las mismas mercaderías del país. Se engañan los que quieren que es permita absolutamente el lujo en un Estado.
Se observará, en general, que el lujo a que pone límites
el soberano tiene raras veces consecuencias funestas para el Estado, cuando
el comercio extranjero florece, porque las riquezas que le mantienen aumentan
cada día. Entonces es durable y general, y se extiende insensiblemente
por todos los diferentes órdenes del Estado. Pero todo otro lujo,
sea que provenga de la opulencia de los que están a la cabeza de
los negocios, o de concesiones o de cualquiera otra causa, tiene siempre
consecuencias extremadamente funestas. Aumenta rápidamente, pero
es de poca duración y es seguido de infinidad de desordenes que
causan pronto o tarde la ruina de los estados. Los romanos nos presentan
de esto un grande ejemplo. El lujo que ocasionó las riquezas de
los pueblos que habían conquistado, contribuyó más
que otra cosa a la ruina de este poderoso Imperio.
Después de haber indicado las reglas y las máximas
que la policía debe observar por relación al lujo, sólo
falta hablar de las demás especies de lujo y prodigalidad. Se trata
luego de saber el orden que es conveniente establecer respecto de los vestidos,
cuyo artículo nuestros antepasados le han mirado como un punto de
policía extremadamente esencial. Yo tengo por verdad que los vestidos
son un artículo sobre el cual no puede hacerse reglamento alguno
sólido, tanto más cuanto el Estado nada tiene que temer de
esto, sirviéndose de manufacturas del país. Su precio, por
otra parte, nada hace aquí porque las personas de un mismo Estado
no tienen todas iguales facultades. Lo más que puede hacerse sobre
este punto es prescribir a cada Estado una vestidura particular y siguiendo
el consejo del barón de Schröder, un adorno o cualquiera otra
señal poco costosa que no sirva más que para distinguir las
profesiones.
Si, por un lado, nada hay que esperar de los reglamentos que se hacen sobre los vestidos, es conveniente, por el otro, según discurro, fijar el gasto que debe hacerse en los lutos, en un bautizo, en un empleo de que se toma posesión. Lo que mejor puede hacer el Gobierno para reprimir el lujo, es impedir que un falso punto de honor le haga pasar en habitud. El gasto que se hace para la mesa tiene de dañoso para el orden económico, que pone muchas veces a los recién casados en estado de no poder sostener su familia y su comercio con honor.
Aunque haya muchas ocasiones en que es imposible al Gobierno impedir el lujo, debe, no obstante, hacer todo lo posible para restringirle. Como los reglamentos que se hacen sobre este particular no deben llegar a perjudicar la libertad de los hombres, lo mejor que puede hacerse es poner impuestos sobre los diferentes especies de lujo, aunque no fuese más que para aumentar las rentas del Estado. Por ejemplo, deben imponerse sobre los coches, las sillas de mano, las libreas, etc., porque los que pueden hacer estos gastos sin incomodarse, no se enfadarán de contribuir a las urgencias del Estado; y los que no tienen bastantes bienes para pagarlos se dispensarán de hacerlos. En esto no puede hacerse cosa mejor que seguir el ejemplo de los ingleses.
Lo mismo debe hacerse en cuanto a los galones de oro y de plata, y en cuanto a la bajilla de este metal. No conviene de modo alguno suprimir enteramente esta especie de lujo, porque con esta supresión se impedirá la circulación de infinidad de oro y plata, pero es menester limitarla, cargándoles de un impuesto a los primeros y sujetando las bajillas al contraste. Ninguna persona debe tener exención de estos derechos. Semejantes exenciones se opondrían al fin que se ha propuesto y, por otra parte, las sumas que provienen de estos derechos se pueden emplear en las urgencias del Estado, a las cuales cada particular está por otra parte obligado a contribuir. Algunos autores que han escrito sobre la policía, han querido que se prohibiese el lujo de los edificios, los jardines, los muebles, las pinturas y otras obras de arte, lo que prueba el poco conocimiento que tienen de estas materias. Estas cosas contribuyen tan fuertemente a la hermosura del país, a atraer a los extranjeros, perfeccionar las artes e inspirar su gusto, que el Gobierno debe ponerlo todo en uso para animarlas, en vez de prohibirlas. Si se destruyen algunas personas para satisfacer su lujo por este motivo, no deben quejarse sino de sí mismas, y por otra parte, poco importa al Estado en que manos se hallen las riquezas del Reino.
La policía nunca será sobradamente vigilante en desterrar este vicio y en inspirar al pueblo el amor del trabajo. Las reglas que he dado arriba sobre el comercio y el tráfico, son extremadamente útiles para este efecto, principalmente cuando se tiene cuidado en educar bien a la juventud y acostumbrarla en procurarse su propia subsistencia. Lo que contribuye más a la ociosidad, es la facilidad que tienen los artífices en vender sus obras y artefactos al precio que quieren; porque la mayor parte de los hombres no trabaja sino cuando la necesidad lo obliga. Es conveniente para hacer florecer el comercio y el tráfico, que ellos se contenten de una ganancia módica y, también, que en ciertos casos la policía tase sus obras y su trabajo.
Convendría, aún, para desterrar la ociosidad, que la policía se informase de los medios que emplean los súbditos para subsistir, como lo han hecho diferentes pueblos, entre otros los egipcios y los romanos. Como en todo Estado bien gobernado, debe hacerse dar todos los años una lista del número de las personas del pueblo, puede velarse de ocasión para saber el modo con que subsiste cada particular. Yo confesaré, no obstante, que esto no deja de tener su dificultad y que una averiguación semejante exigiría mucha circunspección y prudencia para no perjudicar sobrado la libertad de los ciudadanos.
Lo mejor según mi dictamen, sería el imponer una crecida capitación a los que no hacen comercio alguno notorio y que pretenden vivir de sus rentas. Es justo, aún, que los que tienen bienes raíces y que no hacen comercio alguno contribuyan más que los otros a las urgencias del Estado, en reconocimiento de la protección que les concede. Una capitación semejante les obligaría infaliblemente a aplicarse y hacer algún tráfico útil y honesto.
Otro medio aún para desterrar la ociosidad, seria remediar a
los desórdenes que reinan entre los criados. No se oyen cada día
sino lamentos y quejas por este motivo, y en efecto, son raros los que
son laboriosos y fieles; y, sin embargo quieren ser bien alimentados, bien
vestidos y bien pagados. Como la mayor parte de ellos están acostumbrados
a hacer poca cosa, sucede que, cuando están fuera de servicio, no
pueden resolverse a trabajar o lo hacen flojamente, o bien emplean mil
modos ilícitos para subsistir. Basta haber vivido en las ciudades
grandes para conocer la verdad de lo que siento.
Es conveniente, pues, que la policía haga los reglamentos
necesarios sobre este particular. Es verdad que ella tiene dudas algunas
providencias, pero a más de que la mayor parte de ellas no se observan
o son insuficientes, no sirven por lo regular sino a hacer a los criados
más insolentes, porque ellos estrechan el poder de sus señores.
Mientras que no se haga una ordenanza que prohíba, a cualquiera
que sea, recibir un criado a menos que traiga un certificado de vida y
costumbres, dado por el amo que él ha servido, o en caso de reusárselo
del Intendente de Policía, será en vano el emplear castigos
para impedir la picardía y los hurtos domésticos. Aún
no está aquí todo, es conveniente también fijar el
salario de los criados, imponer una contribución a los que están
fuera del servicio, en caso que reusen el pagarla, y obligarles a trabajar
para el público.
La ociosidad tan dañosa como ella es al Estado por sí misma, aún tiene de malo el producir una infinidad de mendigos que viven a carga del público y que, sin serle de algún socorro, quieren sin embargo ser alimentados a despensa de otro. Estas suertes de gente son de tal manera enemigos del trabajo y hallan su género de vida tan cómoda, que ellos crían a sus hijos en la misma profesión, lo que es causa que se multiplican hasta a lo infinito y que el Estado al fin se halle sobre cargado de una abundancia de miembros inútiles.
Aunque la humanidad nos obliga a socorrer a los necesitados y que sea obligación del soberano el tener cuidado de los que la vejez, la desgracia y las enfermedades ponen fuera de Estado de subsistir, no se sigue de esto que deban tolerarse los mendigos. Pero la infelicidad está en que los hombres se regulan menos en las limosnas que hacen sobre la necesidad real de los que recurren a ellos, que sobre los medios de que se sirven para mover su compasión; y sucede a menudo que los que aciertan más a hacerlo son quienes lo merecen menos. Sobre todo debe tenerse gran cuidado, en no dar limosna a los que son bastante jóvenes y bastante fuertes para poder trabajar; este es el medio de conservarles y mantenerles en ociosidad y de abrir la puerta a muchos crímenes. Muy mal se ha de pensar de un Estado en donde los mendigos son autorizados.
No hay país alguno que no haya hecho reglamento sobre este particular y en donde no se hayan empleado los medios que han parecido los más eficaces para desterrar la mendicidad. Se han establecido fondos para los pobres, se les ha hecho volver a sus provincias con orden a sus parroquias de mantenerlos, se ha prohibido darles limosnas en las calles y se ha castigado a los que se han hallado mendigando. Pero todos estos reglamentos no han producido efecto alguno y los mendigos se han multiplicado más que nunca.
Para que estas suertes de reglamentos produzcan el efecto que se espera de ellos, se deben establecer hospicios para los viejos y los imposibilitados, señalarles los fondos necesarios, emplear una parte de las penas pecuniarias para su subsistencia, velar sobre su administración y, principalmente, impedir que los doctores no lleguen a enriquecerse a costa de los pobres infelices que están en ellos.
Se debe sobre todo animar la agricultura y el tráfico para quitar a los pobres que están en estado de trabajar, todo pretexto de mendigar su pan. En caso que las excusas que ellos alegan para hacerlo no estén fundadas, es preciso encerrarles en casas fuertes o de reclusión, sin necesitar un más amplio informe, y no dejarles salir de allí sin que den caución de no mendigar más. Este medio me parece el más eficaz de todos, siendo natural creer que ellos amarán más trabajar con libertad, que el estar en reclusión
Tampoco debe permitirse que pidan limosna los que pasan en cuadrillas
a sus labores. Todo lo que pueda hacerse para comodidad de los que viajan,
es obligar a los amos que dejan encargarlos y recomendarlos a los de sus
camaradas y compañeros que ejercen la misma profesión. Aún
deben permitirse menos estas suertes de vagabundos, que pertrechados de
letras de permiso o licencias para pedir limosna, entran impunemente en
las casas. Tampoco deben permitirse las cuestas para los encarcelados,
la reparación de las iglesias y otros motivos semejantes por causa
de los abusos que resultan de ellas.
La seguridad interior de un Estado está fundada sobre la administración exacta de la justicia y de ella he de tratar en este capítulo veinte. Los hombres están sujetos a tener disputas entre sí por causa de sus bienes, de su trafico, etc., y fuera una cosa dañosa a la seguridad pública, igualmente que a la constitución de la República, que ellos se hiciesen justicia a si mismos. Es conveniente, al contrario, que pongan la decisión de sus diferencias en la prudencia del soberano o la inteligencia de las personas que él ha establecido para sentenciarlas. A él sólo pertenece, aún, contener a los malvados y perversos en sus deberes por medio de castigos, e impedir que dañen a sus súbditos. Es consiguiente, pues, que un soberano nunca podrá velar sobrado atentamente sobre la administración de la justicia.
El modo con que está administrada la justicia influye mucho sobre
la felicidad del Estado. Cuando las leyes no son buenas ni sabias, claras
ni seguras, cuando las escrituras y los procesos se dilatan, cuando la
justicia no es imparcial y cuando los jueces se dejan corromper por regalos,
o guiar por el mayor o menor favor que se tiene, es fácil comprender
que una administración semejante no puede servir sino de perjuicio
al Estado y de ruina al público.
Se debe tener por máxima general que todas la leyes que
hace el Gobierno relativamente al orden económico, de nada sirven
cuando la justicia esta mal administrada. Las leyes ambiguas y equivocas
empeñan a los particulares a entrar en procesos que les hacen perder
la mayor parte del tiempo, que deberían dedicar a sus negocios.
La prolongación de las causas puede reducir familias opulentas en
el estado más miserable. La dificultad que hay en hacer pagar lo
que es debido y la mala fe que reina en el comercio engendran la desconfianza
y ésta, a su turno, hace extenuar el tráfico e impide la
circulación de dinero. La mala fe de los jueces empobrece a los
súbditos, les quita los medios de subsistir, y enerva su industria
y su actividad.
Ah! que es demasiada clara esta verdad que acabo de decir. De esta manera se administra la justicia en la mayor parte de la Europa. Nosotros nos contentamos de mil leyes extranjeras, inciertas, contradictorias, que no tienen relación alguna con nuestros tiempos, con nuestras costumbres, ni con el estado del país en que habitamos. Nosotros empeñamos a los abogados y los procuradores, por las especies que les damos, a prolongar los procesos, y lo que es más, ellos se sirven de las mismas leyes para hallar mil escapatorias. Y para discurrir mil trampas de las cuales somos las víctimas nosotros. Nosotros vendemos los empleos de judicatura, o si los damos graciosamente, es sólo con objetos personales e interesados. Todo el mundo deplora estas desgracias, pero nadie emplea los medios necesarios para remediarlas. En los países en donde las cosas van un poco mejor, se escriben nuevos tratados sobre las leyes y la jurisprudencia que se dedican a los soberanos, los cuales aceptándolos dan bastante a conocer que sienten ellos mismos los males que padecen sus vasallos, pero mientras no se rectifiquen las leyes quedaran las cosas siempre sobre el mismo pie en que las tenemos.
Siendo pues la administración de la justicia de tan grande importancia para la conservación del orden económico, es consiguiente que el soberano jamás se dedicara demasiado a este ramo.
Todas la leyes que hacen a este objeto deben tener por fin el afirmar y fortalecer el Estado, y no atender sino a la felicidad de los miembros que le componen; pero, para que ellas produzcan el efecto deseado, deben de ser simples, cortas, inteligibles y a vista de todo el mundo, para que cada uno sepa lo que debe de hacer y lo que debe de evitar.
Como las mejores leyes para nada sirven cuando la justicia esta mal administrada, no deben elegirse para los jueces sino personas íntegras y desinteresadas, y mirar menos a su saber que a su probidad. Cuando las leyes son simples, claras e inteligibles, basta la rectitud para interpretarlas, y un hombre recto y humano acierta mejor a hacerlo que un sabio que a menudo se deja conducir por sus pasiones y sus preocupaciones. Con especialidad debe prohibirse a los jueces recibir regalos y castigar severamente a los convencidos de haber admitido algunos de sus partes.
Es fácil de ver que no es conveniente dejar la decisión de estas diferencias a las jurisdicciones arregladas. Es tal su naturaleza que, para juzgarlas, no basta tener un particular y grande conocimiento de las leyes de la policía, sino también del comercio, del tráfico y del orden económico, que es difícil hallar en la mayor parte de los jueces ordinarios. Los castigos son sólo los medios que tiene la policía para hacer observar sus reglamentos y cuando este medio está en manos de gentes que ignoran su objeto, o que se conducen según sus pasiones, o por otros objetos particulares, es difícil que se obtenga el fin que se ha propuesto.
Las gentes de profesión diferente tienen, entre sí, frecuentes controversias. Hay diferentes jornaleros que trabajan las mismas mercaderías y a menudo es cuestión de fijar los límites de sus profesiones, de juzgar de la bondad de sus artefactos, de arreglar su precio, y éstas son las diferentes cosas que ocasionan sus disputas. Hay también, a menudo, tal mercadería que muchos obreros pueden trabajarla igualmente y puede suceder que esta en posesión de venderla se oponga a que otro se mezcle en su comercio. Pueden suscitarse disputas entre los artífices y los negociantes, con motivo de la compra de las materias, y la venta de las mercaderías que la policía sola puede decidir.
Las gentes de tráfico tienen, también, muy a menudo disputas entre sí. La envidia es un origen fecundo de disputas particulares entre las gentes que ejercen el mismo oficio, porque cada uno busca hacer su ganancia a costa de su vecino. La misma cosa sucede entre los maestros y sus compañeros, y a menudo resulta de ellas abundancia de desórdenes que la policía debe prevenir consultando sus privilegios y reglamentos. Su único fin debe ser hacer florecer el orden económico, y mantener la tranquilidad y el buen orden entre los ciudadanos; y cuando estas suertes de privilegios se oponen a él, debe examinarles y hacer en ellos las variaciones que juzgue necesarias.
Propiamente pertenece a la policía: mantener a los miembros que componen un Estado en el orden y en el rango que les conviene, respectivamente los unos a los otros, de fondear sus objetos y sus sentimientos respecto del Gobierno; describir las conspiraciones que le forman y sofocarlas; en una palabra, manejar las pasiones y los intereses particulares de los súbditos de modo que todo concurra al bien del Estado. Esto no impide, sin embargo, que la policía haga todo lo posible para mantener la tranquilidad y el orden entre los miembros que la componen. Ella es el instrumento de que se sirve la política para poner sus leyes y sus reglamentos en ejecución; y, por consiguiente, ella debe impedir las violencias, los atentados, los alborotos y la sediciones; en una palabra, todo lo que puede turbar la tranquilidad pública.
Su primera atención debe ser mantener la paz en cada ciudad, y para este efecto, desde el momento que se levanta algún tumulto en el pueblo ella debe informarse de lo que le ocasiona, hacer prender a los culpados y hacerle cesar. Ella debe, principalmente, impedir que se haga cosa por la noche que pueda turbar el descanso de los habitantes y que se haga fiesta sin obsequio alguno para acarrear un concurso numeroso de pueblo, sin que esté instruida de ello primeramente para poder obviar a los desórdenes que puede ocasionar.
Igualmente, debe velar a la tranquilidad de las calles y los caminos, a que no se cometan desorden alguno en las casas y hacer prender a los que las causen; tampoco debe permitir a cualquiera que sea, que insulte un hombre en su casa, atendido que el principal efecto de la seguridad pública es hacer procurar que cada uno este a cubierto en su casa, y libre de los insultos y violencias que pueden hacérsele.
Ella debe particularmente impedir los atentados y hacer luego prender al agresor. No hay cosa que demuestre más el desprecio al soberano, como tomarse la justicia por sí mismo, ni mayor flaqueza por parte del Gobierno que dejar esos abusos sin castigo.
El desafío, sobre todo, merece una atención particular por parte de la policía. Esta costumbre bárbara denota igualmente un desprecio a la autoridad soberana y que se desconfié de la justicia que todo súbdito debe esperar de ella. En esta ocasión, sobre todas, es necesaria la exacta administración de justicia. Mientras que los hombres no podrán obtener satisfacción de los insultos que les han hecho, sino por medio de dilaciones y gastos infinitos, bien podrá ser que las gentes razonables los desprecien por grandeza de alma, pero las demás buscarán siempre sacar de ellos su razón y su partido.
Siendo la policía el brazo del que se sirve el soberano para hacer ejecutar las leyes y sus ordenanzas, para la conservación de la seguridad pública, ella debe estar extremadamente cuidadosa en evitar todo lo que puede turbarla y herirla. Las rebeliones y las sediciones son en el día más raras que no lo eran en otro tiempo, porque nuestro siglo es más esclarecido, y los soberanos y los súbditos están mejor instruidos en los deberes recíprocos; porque los primeros están persuadidos que les es interesante hacer dichosos a los pueblos y conocen los segundos las consecuencias funestas que ellas arrastran. Sin embargo, las rebeliones son tan terribles en un Estado que no se puede jamás poner sobrado cuidado en impedir todo lo que puede ocasionarlas.
La policía debe, por consiguiente, tener siempre el ojo abierto sobre las acciones y las conspiraciones que se forman en el Reino y dar luego el aviso de ellas al soberano. Ella siempre debe obrar con discernimiento y sin faltar a lo que la prudencia exige, jamás interpretar desproporcionadamente los objetos, ni los procederes de los súbditos. Ella cuidará en tiempo de guerra que el enemigo no envíe algún emisario dentro del país, que pueda conmover a los súbditos a la rebelión e impedir que estos mantengan con él alguna correspondencia ilícita.
Ella impedirá que se tengan juntas bajo el pretexto de religión, ni cualquier otro, a menos que no se sepa su fin, objetos y reglamentos. Como no hay Gobierno que no se haya inclinado a favorecer los establecimientos que tienen un fin laudable, en todo tiempo debe desconfiarse de una sociedad, asamblea o junta que oculta los motivos que la hacen obrar. No es, pues, sin fundamento el hacerse opuesto la mayor parte de los estados de la Europa el establecimiento de la sociedad de los francmasones.
También debe de impedir los discursos y escritos licenciosos,
y que miran a perturbar el Estado, y principalmente que los últimos
no se extiendan. Un ministro prudente debe aprovecharse de ellos para conocer
los sentimientos de los súbditos y disipar las sospechas que puedan
tener en el caso que estén fundados.
No debe esperarse que un Estado esté compuesto enteramente de ciudadanos sabios y virtuosos, y que no se hallen entre ellos algunos que deshonren a la humanidad por sus crímenes y mala conducta. Pero, cuando aumenta su número hasta un cierto punto, se puede fácilmente concluir que la corrupción ha llegado a su último grado y que no se cita lejos de su caída. Esto proviene, o de que los pueblos giman bajo el peso de los impuestos y están reducidos a la desesperación, o que la agricultura está despreciada y olvidada, o que las costumbres están enteramente corrompidas, o que los empleados no cumplen débilmente sus deberes; y, en efecto, todas estas causas contribuyen a estas maldades, que denotan el último grado de la perversidad humana.
A la sagacidad del Gobierno toca remontar el origen de estos desórdenes y detener su curso por medio de buenos reglamentos. Es conveniente aún oponerles un dique; y como estas suertes de malvados vienen de países extranjeros, se debe mandar a menudo a los gobernadores de las plazas de las fronteras que hagan volver a sus tierras a todos los vagabundos, mendigos y holgazanes, que se presentan para entrar en el Reino.
Lo mismo debe mandarse a los que están propuestos para guardar las puertas de las ciudades. Ellos deben rehusar la entrada a los que no traen pasaporte o a aquellos cuyo vestido y fisonomía no anuncian cosa buena, a los judíos que mendigan un pan, los soldados reformados que no han servido en el Reino, los charlatanes, fulleros y jugadores de manos, y encerrarles en un fuerte o casa de reclusión para hacerle trabajar. Los magistrados subalternos deben, igualmente, velar sobre estos vagabundos y hacerles desde luego encerrar. Cuando esta casta de gentes abunda en un país, es por falta de la policía y culpa de los magistrados subalternos.
Como estas suertes de gentes pueden entrar furtivamente en el país bajo diferentes pretextos, es conveniente que la policía vele atentamente sobre los mesoneros y los taberneros. Para este efecto, debe no sólo obligarles a entregar todas las noches a la policía el nombre de personas que tiene alojadas, sino también hacerles frecuentes visitas a sus casas en la noche y en el tiempo que ellos menos las esperan ni temen. Debe, igualmente, prohibir a los ciudadanos el recibir extranjero alguno sin conocerle y sin haber alcanzado permiso para alojarlo, y castigar con severidad a los que faltan a hacerlo.
Independientemente de las visitas particulares de que acabo de hablar, es conveniente hacer una de general en el país, y por la noche, en los mesones, tabernas, fondas, caminos reales, bosques y otros parajes semejantes, y prender a todos los que se sospeche de su conducta, y que no tiene fuego, lugar, ni domicilio. Por este medio se contiene no sólo a los vagabundos, sino también se detiene muchas veces a los ladrones y asesinos. Para que esta visita general tenga todo el efecto que se espera, debe ser improvisada y de ningún modo en días señalados, como impropiamente se practica en algunos países.
En todo tiempo debe velar la policía, por medio de buenos reglamentos, de la pública seguridad en las ciudades grandes principalmente, que son de ordinario el refugio de una infinidad de malvados. Para este efecto, ella obligará a los mesoneros y taberneros a cerrar sus puertas a las once de la noche, lo más tarde; y mandará hacer la ronda por las calles para prender a las gentes sin albergue e impedir los desórdenes que pueden cometerse.
En caso que se cometa algún hurto o muerte en la campiña, o en los caminos reales, se mandará una patrulla para registrar los bosques y los parajes que puedan servir de asilo a los salteadores y ladrones homicidas. Los chinos, cuya policía está infinitamente mejor arreglada que la nuestra, han establecido cuerpos de guardia de distancia en distancia en todos los caminos reales, que son muy cómodos para los viajeros. Ellos no exigen otra cosa de su milicia, sino que vele a la seguridad del Estado; ésta es su única ocupación en tiempo de paz
Cuando se comete algún hurto en las casas, por la noche, se deben
hacer visitas en aquellas que son sospechosas y emplear mayor diligencia
para descubrir sus autores, de la que se acostumbra tener en Alemania.
Los súbditos que viven en las ciudades para hallar en ellas su seguridad,
tienen derecho para exigir esta atención del soberano. Los chinos
tienen el uso de castigar a los magistrados en cuyo distrito se comete
un hurto, o una muerte, cuando no descubren el reo dentro del término
de seis meses. Estos accidentes suceden algunas veces por su negligencia
y aún cuando no pudiese reprocharseles alguna cosa sobre este asunto,
conviene usarlo así para hacerles más vigilantes.
Se debe castigar severamente la fullería, el robo y principalmente
el hurto doméstico, y esto a proporción de la pena que se
ha tenido en descubrir su autor.