A modo de ep�logo


LA BELLEZA DE LOS PAISAJES de la regi�n, el color de la tierra y de su cielo, los multifac�ticos verdes de sus horizontes, la esplendidez de sus gigantescos �rboles, la enhiesta figura de los volcanes, el mar brav�o y abierto, desborda la sensibilidad del colimense que, con ternura, ama y gusta so�ar.

Aferrado a su espacio a lo largo de los siglos, aqu� supo crear una civilizaci�n del barro extraordinaria, lo mismo que construy� m�s tarde la marginalidad como cultura y forma de vida, a espaldas de la Nueva Espa�a —su finisterre— y en contraposici�n a los desaf�os de Michoac�n y la Nueva Galicia, primero, y luego de Jalisco, con quien ha tenido y sigue teniendo algunos conflictos por sus l�mites territoriales.

Aquella cultura de la marginalidad —cuanto m�s lejos de los centros de poder, mejor— le sirvi� de defensa y atalaya, y esculpi� para siempre su identidad. Colima combati� por vivir la autonom�a y, desde este mirador lejano, gust� siempre de curiosear en el ruedo nacional sin inmiscuirse en el trasiego pol�tico del centro del pa�s. Por el camino real, como lo canta el son popular, vinieron y se fueron visitadores y fiscales, alcaldes mayores y m�ltiples funcionarios y agentes; por ese mismo camino real, llegaron los ej�rcitos de Allende la barranca de Beltr�n —insurgentes, liberales, conservadores, imperiales, revolucionarios, federales— para retirarse luego a sus cuarteles. Por el camino real, anduvieron h�roes, pr�ceres y grandes personajes de la historia nacional, para embarcarse por el puerto de Manzanillo y buscar otras orillas m�s acogedoras. Por ese camino real, luces e ideas, consignas y fanatismos arribaron y, tras dejar su reguero de sangre, tuvieron que partir de nuevo.

Ese camino real, ese largo e imperceptible hilo que desgaja la distancia de la cercan�a, lo mediato de lo inmediato, lo ajeno de lo propio, teji� como entre los arrieros que lo recorr�an cotidianamente un peque�o mundo de complicidades y entendimientos, de tensiones y repulsiones, de amistades y amores. Una fina tela de ara�a que caz� a propios y extra�os.

En Colima, como alguien bien dijera, "la vida p�blica es privada, y la privada es p�blica". Hasta el m�s alto funcionario, el m�s copetudo, el m�s incensado, termina por ser conocido por su simple apodo. Es uno m�s, aunque tenga cola que le pisen. El quehacer pol�tico y las grandes fortunas, por ende, se lavan en casa. Ah� se destripa el honor, se ensalza el lodo, se camuflean los vicios y se guardan los dividendos. Y desde arriba del trono o del altar; en las altas razones del Estado, con frecuencia tienen mayor peso las peque�eces dom�sticas o los sentimientos del alma, que el bien com�n.

As� Colima se ha ido haciendo, hilando como Pen�lope miles de razones desde tiempos que se pierden en lontananza. Sus m�ltiples rostros —ind�genas, europeos, negros de �frica, asi�ticos, etc�tera— y su profundo mestizaje multisecular no son mas que un mostrar las ra�ces afuera.

A todos los que somos viajeros por el Camino Real, aqu� la circunstancia nos ha atra�do y arraigado. Divergencias aparte que se cocinan y han hecho estallar a veces el caldero de nuestra convivencia, esta magn�fica tierra entre la mar y los volcanes ha depurado una "particular integraci�n humana", al decir de Ernesto Terr�quez, que abre los corazones, confirma los valores de la familia, aviva con creces el sentido de la tradici�n, y hace respirar por los poros a la patria grande, a M�xico.

No importan en este momento actual cruces y desavenencias, locuras y devaneos, vidas privadas o p�blicas; lo que debe importar es abrir futuro a Colima, un estado que todav�a subsiste a la medida del hombre.


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