VI

La sucesión rítmica y gradual de la vida, sin remansos ni rápidos, de modo que la voluntad, rigiendo el paso del tiempo, sea como timonel que no tuviera más que secundar la espontaneidad amiga de la onda, es, pues, idea en que debemos tratar de modelarnos; pero no ha de entenderse que sea realizable por completo, mucho menos desde que falta del mundo aquella correlación o conformidad, casi perfecta, entre lo del ambiente y lo del alma, entre el escenario y la acción, que fue excelencia de la edad antigua. Las mudanzas sin orden; los bruscos cambios de dirección, por más que alteren la proporcionada belleza de la vida y perjudiquen a la economía de sus fuerzas, son, a menudo, fatalidad de que no hay modo de eximirse, ya que los acontecimientos e influencias del exterior, a que hemos de adaptarnos, suelen venir a nosotros, no en igual y apacible corriente, sino en oleadas tumultuosas, que apuran y desequilibran nuestra capacidad de reacción.

No es sólo en la vida de las colectividades donde hay lugar para los sacudimientos revolucionarios: Como en la historia colectiva, prodúcense en la individual momentos en que inopinados motivos y condiciones, nuevos estímulos y necesidades aparecen, de modo súbito, anulando quizá la obra de luengos años y suscitando lo que otros tantos requeriría, si hubiera de esperárselo de la simple continuidad de los fenómenos; momentos iniciales o palingenésicos, en que diríase que el alma entera se refunde y las cosas de nuestro inmediato pasado vuélvense como remotas o ajenas para nosotros. El propio desenvolvimiento natural, tal como es por esencia, ofrece un caso típico de estas transiciones repentinas, de estas revoluciones vitales: lo ofrece, así en lo moral como en lo fisiológico cuando la impetuosa transformación de la pubertad: cuando la vida salta, de un arranque, la valla que separa el candor de la primera edad de los ardores de la que la sigue, y sensaciones nuevas invaden en irrupción y tumulto la conciencia, mientras el cuerpo, transfigurándose, acelera el ritmo de su crecimiento.

Suele el curso de la vida moral, según lo determinan los declives y los vientos del mundo, traer en sí mismo, sin intervención, y aun sin aviso de la conciencia, esos rápidos de su corriente; pero es también de la iniciativa voluntaria provocar, a veces, la sazón o coyuntura de ellos; y siempre, concluir de ordenarlos sabiamente al fin que convenga. Así como hay el arte de la persistente evolución, que consiste en guiar con hábil mano el movimiento espontáneo y natural del tiempo, arte que es de todos los días, hay también el arte de las heroicas ocasiones, aquellas en que es menester forzar la acompasada sucesión de los hechos; el arte de los grandes impulsos, y de los enérgicos desasimientos, y de las vocaciones improvisas. La voluntad, que es juiciosa en respetar la jurisdicción del tiempo, fuera inactiva y flaca en abandonársele del todo. Por otra parte, no hay desventaja o condición de inferioridad que no goce de compensación relativa; y el cambiar por tránsitos bruscos y contrastes violentos, si bien interrumpe el orden en que se manifiesta la vida armoniosa, suele templar el alma y comunicarle la fortaleza en que acaso no fuera capaz de iniciarla más suave movimiento: bien así como el hierro se templa y hace fuerte pasando del fuego abrasador al frío del agua.