Pensamientos sobre las causas
del actual descontento

Es empresa harto delicada examinar la causa de los desórdenes públicos. Si acaece que un hombre fracasa en tal investigación, se le tachará de débil y visionario; si toca el verdadero agravio, existe el peligro de que roce a personas de peso e importancia, que se sentirán más bien exasperadas por el descubrimiento de sus errores que agradecidas porque se les presenta ocasión de corregirlos. Si se ve obligado a censurar a los favoritos del pueblo, se le considerará instrumento del poder; si censura a quienes lo ejercen dirán de él que es un instrumento de facción. Pero hay que arriesgar algo siempre que se ejercita un deber. En los casos de tumulto y desorden nuestro derecho ha investido, en cierta medida, a todo hombre de la autoridad de un magistrado. Cuando los asuntos de la nación se encuentran en desorden, los particulares están justificados por el espíritu de ese derecho cuando se salen un poco de su esfera normal. Gozan de un privilegio que tiene alguna mayor dignidad y efectos que la lamentación ociosa de las calamidades del país. Pueden examinarlas de cerca; pueden razonar liberalmente acerca de ellas y si tienen la fortuna de descubrir la verdadera causa de los males y de sugerir algún método probable de eliminarla, sirven ciertamente a la causa del gobierno, aunque puedan desagradar a los gobernantes del momento. El gobierno está profundamente interesado en cualquier cosa que, aunque sea a costa de una incomodidad temporal, pueda finalmente tender a componer las mentes de los súbditos y a conciliar sus afectos. No tengo nada que decir aquí acerca del valor abstracto de la voz del pueblo. Pero mientras la reputación —que es la posesión más preciosa de cada individuo— y la opinión —el gran apoyo del Estado— dependan únicamente de esa voz, no podrá ser considerada nunca como cosa de poca monta, ni para los individuos ni para el gobierno. Las naciones no se rigen primordialmente por medio de las leyes, ni mucho menos por la violencia. Cualquiera que sea la energía original que se pueda suponer en la fuerza o en las normas, la eficacia de ambas es, en realidad, meramente instrumental. Las naciones se gobiernan por los mismos métodos y siguiendo los mismos principios por los cuales un individuo sin autoridad es capaz de gobernar, a menudo, a quienes son sus iguales o sus superiores; mediante el conocimiento de su temple y una utilización juiciosa del mismo; quiero decir, cuando los asuntos públicos son dirigidos firme y tranquilamente; y cuando no, el gobierno no es otra cosa sino una continuada lucha tumultuaria entre el magistrado y la multitud, en la cual unas veces es el uno y otras el otro quien predomina; en la que alternativamente cada uno de ellos se somete y prevalece, en una serie de victorias despreciables y de sumisiones escandalosas. Por ello el temple del pueblo al que preside debería ser siempre el primer tema de estudio del hombre de Estado. Y el conocimiento de ese temple no es, en modo alguno, imposible de alcanzar, de no tener interés en ignorar lo que es su deber conocer.

Quejarse de la edad en que vivimos, murmurar de los actuales poseedores del poder, añorar el pasado, concebir esperanzas extravagantes para lo porvenir, son disposiciones comunes de la mayor parte de la humanidad; son, en verdad, los efectos necesarios de la ignorancia y la ligereza del vulgo. Tales quejas y humores han existido en todos los tiempos; sin embargo, como todos los tiempos no han sido iguales, la verdadera sagacidad política se manifiesta distinguiendo aquellas quejas que caracterizan únicamente la incapacidad general de la naturaleza humana, de aquéllas que son síntomas de la destemplanza particular de nuestros aires y estación propios.

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Nada puede ser más antinatural que las actuales convulsiones de nuestro país, si la exposición hecha más arriba es exacta. Confieso que sólo la aceptaré con gran repugnancia y ante la coacción de pruebas claras e irrefutables; porque esa situación se resume en esta breve, pero descorazonadora proposición: "Que tenemos un ministerio muy bueno, pero que constituimos un pueblo muy malo"; que mordemos la mano que nos alimenta; que, con una locura maligna, nos oponemos a las medidas y difamamos, desagradecidos, a las personas cuyo único objetivo es nuestra paz y prosperidad. Si unos pocos libelistas insignificantes, que actúan bajo la maraña de unos políticos facciosos, sin virtud, dotes, ni carácter (así los representan constantemente esos señores) bastan para excitar a estos disturbios, tiene que estar muy pervertida la disposición de un pueblo para que puedan producirse, por tales medios, semejantes perturbaciones. Para agravar en no escasa medida tal desgracia pública, en esta hipótesis, la enfermedad no parece tener remedio posible. Si la causa de la turbulencia de una nación es su riqueza, no creo que se vaya a proponer la miseria como policía encargado de mantener la paz; si las raíces que alimentan toda esa abundancia de sediciones son nuestros dominios de ultramar, no creo que se intente cortarla para matar de hambre la fruta. Espero que si es nuestra libertad la que ha debilitado el ejecutivo no haya un plan de pedir ayuda al despotismo para llenar las deficiencias del derecho. Sea lo que sea lo que se intente, no se sostiene aun ninguna de estas cosas. Por consiguiente, parecemos abocados a la desesperación absoluta pues no tenemos otros materiales con que trabajar sino aquellos con que Dios se ha servido formar los habitantes de esta isla. Si son radical y esencialmente viciosos, todo lo que puede decirse es que son muy desdichados los hombres que tienen la suerte o la obligación de administrar los asuntos de este pueblo perverso. Es cierto que a veces oigo afirmar que una tenaz perseverancia en las actuales medidas y un castigo riguroso de quienes se oponen a ellas, pondrá fin, en el transcurso del tiempo, de modo inevitable, a estos desórdenes. Pero a mi modo de ver esto se dice sin una detenida observación de nuestra disposición actual y con un desconocimiento absoluto de la naturaleza general de la humanidad. Si la materia de que está compuesta la nación tiene tal facilidad para fermentar como dicen estos señores, no faltará nunca la levadura que la trabaje, en tanto sigan existiendo en el mundo el descontento, la venganza y la ambición. Los castigos particulares son el remedio de las enfermedades ocasionales del Estado; inflaman, más bien que alivian, los calores que surgen de una mala administración continuada por parte del gobierno, o de una mala disposición natural del pueblo. Es de la mayor importancia no equivocarse en la utilización de las medidas fuertes; la firmeza es únicamente virtud cuando acompaña a la prudencia más perfecta. La inconstancia es, en realidad, un correctivo natural de la locura y la ignorancia.

No soy de los que creen que el pueblo no se equivoca nunca. Lo ha hecho muchas veces, y con daño, tanto en otros países como en éste. Lo que sí digo es que en todas las disputas entre el pueblo y sus gobernantes las presunciones están por lo menos a la par en favor del pueblo. Acaso la experiencia justifique el ir más allá. Cuando el descontento popular ha prevalecido mucho, puede afirmarse y sostenerse de modo general que se ha echado de menos algo en la constitución o en la conducta de los gobernantes. El pueblo no tiene interés en el desorden. Cuando obra mal ello constituye su error, no su delito. Pero con los gobernantes no ocurre así. Pueden ciertamente obrar mal de intento y no por error. "Les révolutions qui arrivent dans les grands états, ne sont point un effect du hazard, ni du caprice des peuples. Rien ne révolte les grands d'un royaume comme un gouvernement faible et derangé. Pour la populace ce n'est jamais par envie d'attaquer qu'elle se soulève, mais par impatience de souffrir".1 Estas palabras son de un gran hombre; de un ministro de Estado; y un celoso defensor de la monarquía. Se aplican al sistema de favoritismo que fue adoptado por Enrique III de Francia y que produjo consecuencias tan funestas. Lo que dice de las revoluciones es igualmente cierto de toda clase de perturbaciones importantes. Si esta presunción en favor de los súbditos contra los depositarios del poder no es la más probable, estoy seguro de que es la más cómoda, porque es más fácil cambiar un gobierno que cambiar un pueblo.

En el supuesto, pues, de que al abrirse el proceso estén equilibradas las presunciones entre ambas partes, parece haber suficientes fundamentos para dar a toda persona que presenta un plan para acabar con el actual descontento, distinto del que favorecen las gentes que siguen la moda, la posibilidad de que lo explique. No vale decir que no estamos soportando ningún agravio, porque los agravios que hoy soportamos no sean de la misma naturaleza que los que hubimos soportado en otros tiempos; porque no sean precisamente los que hubimos de soportar en la época de los Tudor o los que combatimos en la época de los Estuardo. Se ha producido un gran cambio en los asuntos de este país porque en el lapso silencioso de los acontecimientos, las alteraciones materiales han traído insensiblemente cambios en la política y carácter de los gobiernos y las naciones, tan grandes como los que han sido marcados por el tumulto de las revoluciones públicas. Es verdaderamente raro que los hombres se equivoquen en sus sentimientos respecto a la mala dirección pública; tan raro como que acierten en sus especulaciones acerca de las causas de la misma. He observado constantemente que la generalidad del pueblo está atrasada en su política en cincuenta años por lo menos. No hay más que unos pocos hombres que sean capaces de comparar y sistematizar lo que pasa ante sus ojos en diferentes épocas y ocasiones, de manera que puedan reducir el todo a un sistema coherente. Pero hay libros que les explican todo sin necesidad de ejercitar una sagacidad o diligencia considerables. Por ese motivo los hombres son sensatos con una poca reflexión y buenos con un poco de abnegación por lo que hace a los asuntos de todas las épocas menos la suya. Somos jueces muy incorruptibles y moderadamente ilustrados de los acontecimientos de épocas pasadas, en que las pasiones no engañan y en que toda la serie de circunstancias desde la causa trivial hasta el acontecimiento trágico son colocados ante nuestros ojos en series ordenadas. Pocos son los partidarios de las tiranías pasadas y ser whig en los asuntos de hace un siglo es perfectamente compatible con las ventajas del servilismo presente. Esta sensatez retrospectiva, este patriotismo histórico son cosas de una conveniencia maravillosa y sirven admirablemente para resolver la vieja querella entre especulación y práctica. Muchos republicanos austeros, después de regocijarse con plena admiración ante las comunidades políticas griegas, o nuestra auténtica constitución sajona, y de descargar toda la espléndida bilis de su indignación virtuosa sobre el rey Juan y el rey Jacobo, se sienten perfectamente satisfechos a realizar el trabajo más rudo y la tarea más ruin del día presente. Creo que entre los instrumentos del último de los Jacobo no había nadie que admirase públicamente a Enrique VIII; y me atrevo a decir que en la corte de Enrique VIII no se encontraba un solo defensor de los favoritos de Ricardo II.

Ninguna complacencia hacia nuestra corte o hacia nuestra época me hará creer que ha cambiado tanto la naturaleza que la libertad pública no sea entre nosotros, como entre nuestros antecesores, molesta para algunas personas; ni que dejará de haber oportunidades de intentar, al menos, alguna modificación en perjuicio de nuestra Constitución. Estos intentos variarán naturalmente de forma, según los tiempos y las circunstancias. Porque aunque la ambición tiene siempre las mismas direcciones generales, no tiene en absoluto en todas las épocas los mismos medios ni los mismos objetos particulares. Una gran parte de la guardarropía de la vieja tiranía está reducida a andrajos; el resto está totalmente pasado de moda. Por otra parte, hay pocos hombres de Estado tan zafios y toscos en sus actuaciones que caigan en una trampa idéntica a la que resultó fatal para sus predecesores. Cuando se intente exigir de los súbditos unos impuestos arbitrarios, evidentemente éstos no llevarán en su frontispicio la rúbrica Shipmoney. No hay peligro de que el medio escogido en nuestros días para realizar una opresión sobre los súbditos sea la extensión de las leyes de bosques. Y cuando oímos hablar de algún ejemplo de rapacidad ministerial en perjuicio de los derechos privados, no se trata ciertamente de la exacción de doscientas gallinas de una mujer de buena sociedad, por el permiso de yacer con su propio marido.2

Cada edad tiene sus costumbres y su política depende de ellas, no se harán contra una Constitución plenamente formada y madura los mismos intentos que se hicieron para destruirla en su cuna o impedir su crecimiento durante su infancia.

Estoy convencido de que desde la Revolución [de 1688] no se han hecho tentativas contra la existencia del Parlamento. Todo el mundo se da cuenta de que conviene al interés de la corte tener alguna segunda causa interpuesta entre los ministros y el pueblo. Los caballeros de la Cámara de los Comunes tienen un interés igualmente poderoso en mantener el papel de esa segunda causa intermedia. Cualquiera que sea la forma en que puedan alquilar el usufructo de sus votos, no se separarán nunca de la nuda propiedad. De igual manera, quienes han sido públicamente más devotos de la buena voluntad y el placer de la corte han sido a la vez los más extremados en afirmar la alta autoridad de la Cámara de los Comunes. Sabiendo quién había de usar esa autoridad y cómo había de emplearla, creyeron que nunca se la llevaría demasiado lejos. El deseo de todo estadista anticonstitucional tiene que ser siempre que una Cámara de los Comunes enteramente dependiente de él, tenga a su disposición todos los derechos del pueblo, enteramente dependientes de su arbitrio. Se descubrió en seguida que las formas de un gobierno libre y los fines de uno arbitrario no son cosas enteramente incompatibles.

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Un gran príncipe puede verse obligado (aunque tal cosa no puede acontecer muy a menudo) a sacrificar su inclinación personal al interés público. Un príncipe prudente no cree que tal restricción implique una situación de servilismo; y verdaderamente, si tal fue la situación del pasado reinado y sus efectos fueron los que hemos descrito, deberíamos, no sólo en interés del soberano a quien amamos, sino en interés propio, oír argumentos suficientemente convincentes antes de abandonar las máximas de aquel gran reinado o de desafiar este gran cuerpo de experiencia fuerte y reciente.

Uno de los argumentos principales que se empleaban entonces y que ha sido posteriormente utilizado por aquella escuela política3 es un terror fecundo en consecuencia ante el crecimiento de un poder aristocrático, perjudicial para los derechos de la corona y para el equilibrio de la Constitución. Todo nuevo poder ejercido por la Cámara de los Lores, la de los Comunes o la Corona, debe excitar, ciertamente, el celo ansioso y vigilante de un pueblo libre. Incluso un modo de acción nuevo y sin precedentes en el Parlamento, sin razones grandes y evidentes, debe ser motivo de justa intranquilidad. No afirmo ni niego que haya podido aparecer recientemente en la Cámara de los Lores una tendencia que en algunos casos es derogatoria de los derechos legales de los súbditos. De haber surgido realmente, no es hija de  un espíritu propiamente aristocrático, sino de la misma influencia a la que se acusa de intentos de naturaleza similar en la Cámara de los Comunes; cuya cámara en caso de ser llevada a una desgraciada querella con sus mandantes  y de verse envuelta en una acusación de la misma naturaleza, no podría tener fuerza ni inclinación para repeler tales tentativas cuando las realizasen otros. Esos intentos de la Cámara de los Lores no pueden ser calificados de manejos aristocráticos con más razón que pueden serlo, de democráticos, los actos realizados por la Cámara de los Comunes en relación con las elecciones de Middlesex.4

Es cierto que los pares tienen una gran influencia en el reino y en todas y cada una de las partes de los asuntos públicos. Es imposible impedir que la tengan, mientras sean propietarios, excepto por los medios que tienden a impedir que toda propiedad tenga su influjo natural, acontecimiento éste no fácilmente realizable mientras la propiedad sea poder; ni tampoco deseable en modo alguno mientras exista la más mínima noción del método por el cual actúa el espíritu de libertad y de los medios con los que se conserva. Si determinados pares, por su conducta uniforme, honesta y constitucional, por sus virtudes públicas y privadas han adquirido influencia en el país, el pueblo, en cuyo favor actúa esa influencia, y de quien deriva, no se engañará nunca hasta el punto de creer que tal grandeza de un par es el despotismo de la aristocracia, cuando sabe y siente que es el efecto y garantía de su propia importancia.

No soy amigo de la aristocracia, al menos en el sentido en que se entiende generalmente esta palabra. Si no fuese una mala costumbre discutir sobre la hipótesis de la supuesta ruina de la Constitución, me sentiría libre para aclarar que si aquélla tiene que perecer, preferiría que se resolviera en cualquiera otra forma que en esa dominación dura e insolente. Pero cualesquiera que sean mis aversiones, mis temores no están de ese lado. El problema de la influencia de la corte o la influencia de la grandeza no se plantea en el sentido de saber cuál de los dos peligros es preferible, sino en el de saber cuál es más inminente. Muy pobre observador tiene que ser quien no haya notado que la generalidad de los pares, lejos de poder sostenerse a sí mismos en un estado de grandeza independiente, son demasiado propensos a caer en el olvido de su propia dignidad y precipitarse de cabeza hacia una servidumbre abyecta. ¡Quisiera Dios que fuera cierto que el defecto de nuestros pares fuera un exceso de espíritu! Es digno de observación el hecho de que esos caballeros tan celosos de la aristocracia, no se quejan del poder de aquellos pares —no pocos, ni desprovistos de importancia— que figuran siempre en el séquito de la corte y cuyo peso debe ser considerado como una parte de la influencia consolidada de la corona; eso es bueno y tranquilizador. Pero si algunos pares (y siento tener que decir que son muchos menos de los que debían ser) se dedican —en lo que debe ser la gran preocupación de lores y comunes— a contrarrestar una influencia de escaleras abajo y un gobierno clandestino, comienza entonces la alarma; sólo entonces está la Constitución en peligro de ser convertida por la fuerza en la aristocracia.

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Lo que ha provocado el presente estado de fermentación en el país es la infusión antinatural de un sistema de favoritismo en un gobierno que en gran parte de su constitución es popular. Sin necesidad de entrar muy profundamente en sus principios, el pueblo podía percibir claramente sus efectos en la violencia, en el gran espíritu de innovación y en un desorden general en todas las funciones del gobierno. Voy a limitarme a tratar del sistema; si hablo de aquellas medidas que han surgido como consecuencia de él, será únicamente en cuanto aclaran el plan general. Esta es la fuente de todas las aguas amargas que, a través de cien conductos diferentes, hemos bebido hasta casi reventar. El poder discrecional de la corona en la formación del ministerio, del que han abusado hombres débiles o malvados, ha dado lugar a un sistema que, sin violar directamente la letra de ninguna ley, obra contra el espíritu de la Constitución entera.

Un plan de favoritismo en nuestro gobierno ejecutivo está en discordancia esencial con el esquema de nuestro legislativo. Indudablemente uno de los grandes fines de un gobierno mixto como el nuestro, compuesto de monarquía y de controles por parte del pueblo, alto y bajo, es que el príncipe no pueda violar las leyes. Este principio es verdaderamente útil y fundamental. Pero, incluso a primera vista, no es más que una ventaja negativa; es una armadura meramente defensiva. Por consiguiente, le sigue en orden y le iguala en importancia el que los poderes discrecionales de que está necesariamente investido el monarca, tanto para la ejecución de las leyes como para la provisión de magistraturas y cargos públicos o para dirigir los negocios de la paz y la guerra u ordenar los ingresos, deben ser ejercidos todos ellos basándose en principios públicos y fundamentos naciona1es y no en las preferencias o los prejuicios, las intrigas o la política de una corte. Esto, digo, es igual en importancia a tener un gobierno conforme a derecho. Las leyes no llegan muy lejos. Constituid el gobierno como os plazca; la parte infinitamente mayor de él tiene que depender necesariamente del ejercicio de los poderes que se dejan confiados a la prudencia y rectitud de los ministros de Estado. Incluso toda la utilidad y eficacia de las leyes depende de ellos. Sin ellos vuestra comunidad política no pasa de ser un plan trazado sobre el papel; no una constitución activa, viva y eficaz. Es posible que por la negligencia, la ignorancia o designios arteramente llevados, los ministros toleran que languidezca una parte del gobierno, se perviertan sus propósitos y se arruine y decaiga todo interés valioso del país, sin posibilidad de citar un solo acto en el que pueda basarse justamente una persecución criminal. La debida disposición de los hombres en la parte activa del Estado, lejos de ser extraña a los propósitos de un gobierno prudente, debe figurar entre sus objetos primeros y más caros. Por consiguiente, cuando los defensores del nuevo sistema nos dicen que entre ellos y sus adversarios no hay más que una lucha por el poder y que por tanto no nos interesa a los demás, tenemos que contestarles que, de todas las cosas la que más debe preocuparnos es saber cuáles y qué clase de hombres son aquellos a quienes se les confia todo lo que nos es caro. Sólo algo que nos lleve a la desesperación total o que nos induzca a la seguridad de los idiotas puede hacer que esto sea indiferente para la nación. Tendríamos que caer en una credulidad superior a la de la infancia si hubiéramos de creer que todos los hombres son virtuosos. Habríamos de estar manchados de una malignidad verdaderamente diabólica si pensáramos que el mundo entero es igualmente malvado y corrupto. Tanto en la vida pública como en la privada, unos hombres son buenos y otros malos. La elevación de aquéllos y el hundimiento de éstos son los objetos primeros de toda política. Pero aquella forma de gobierno que ni directamente en sus instituciones, ni en la tendencia inmediata de éstas trata de poner sus asuntos en las manos más dignas de confianza, sino que ha dejado todo el sistema ejecutivo en forma que pueda disponer de él el arbitrio de un solo hombre, por excelente que sea, es un plan de constitución no sólo defectuoso en este punto, sino, como consecuencia, erróneo en todas sus partes.

En los gobiernos arbitrarios la constitución del ministerio sigue la constitución del legislativo. Tanto la ley como el magistrado son criaturas de la voluntad. Tiene que ser así. Nada, en verdad, puede ser más seguro, en un estudio de la materia, que el hecho de que todo gobierno debe tener la administración que corresponde a su legislativo. En otro caso tiene que producirse un desorden espantoso. El pueblo de una comunidad política libre que ha tenido cuidado de que sus leyes sean resultado del consenso general, no puede ser tan insensato que tolere que su sistema ejecutivo se componga de personas en las que no confía y a las que ninguna prueba de amor y confianza pública han recomendado para esos poderes de cuyo uso depende el ser mismo del Estado.

La elección popular de los magistrados y la concesión por el pueblo de recompensas y honores figura entre las primeras ventajas de un Estado libre. Sin ellas, o sin algo equivalente a ellas, acaso no pueda el pueblo gozar largo tiempo de la sustancia de la libertad y ciertamente no podrá disfrutar de la vivificante energía de un buen gobierno. El armazón de nuestra comunidad política no admitió tal elección; pero estableció, algo que para todos los efectos es tan bueno —y, mientras se mantenga al espíritu de nuestra constitución, mejor— como el método del sufragio en cualquier Estado democrático. Se había sostenido siempre —hasta hace poco— que el primer deber del Parlamento es el de negarse a apoyar al gobierno hasta que el poder esté en manos de personas aceptables para el pueblo y mientras predominen en la corte facciones en las cuales la nación no tenía confianza. Así se suponía que habíamos de lograr todos los beneficios que derivan de la elección popular, sin los males que le acompañan, la perpetua intriga y una campaña electoral distinta para cada uno de los cargos en todo el cuerpo del pueblo. Ésta era la parte más noble y refinada de nuestra Constitución. Al pueblo le estaba confiado, mediante sus representantes y grandes, un poder deliberante en la creación de las leyes; al rey un control de su negativa. Al rey se le confiaba la posibilidad de oponer su veto al resultado de las deliberaciones y la elección para los cargos; el pueblo tenía el control en forma de negativa a apoyar al gobierno. Este poder es el que mantenía antiguamente a los ministros en un temor respetuoso hacia el Parlamento y a los Parlamentos en una reverencia hacia el pueblo. Si desaparece el uso de ese poder de control sobre el sistema y las personas que componen la administración, se ha perdido todo, el Parlamento y lo demás. Podemos estar seguros de que si el Parlamento ve mansamente que hombres malvados toman posesión de todas las fortalezas del país y les concede medios y tiempo de fortificarse en ellas, bajo el pretexto de darles posibilidades de justificarse y con la esperanza de poder descubrir si el poder les reforma y de que sus medidas sean mejores que su moral, ese Parlamento aprobará sus medidas, sea lo que quiera lo que el Parlamento pretenda y sean cualesquiera las medidas que adopte.

Toda buena institución política tiene que tener una actuación preventiva además de curativa; debería ser la tendencia natural excluir a los malvados del gobierno y no confiar la seguridad del Estado únicamente al castigo subsiguiente, castigo que ha sido siempre tardío e incierto y que, si se tolera que el poder caiga en malas manos, puede recaer más bien sobre la víctima que sobre el criminal.

Antes de que se confíen a los hombres los puestos de confianza del Estado, deberían haber obtenido por su conducta un grado tal de estimación en su país que pudiera servir de garantía al pueblo y de seguridad de que no han de abusar de su confianza. No es pequeña seguridad de un uso adecuado del poder el hecho de que un hombre haya mostrado, por el tenor general de sus acciones, que el afecto, la buena opinión y la confianza de sus conciudadanos ha figurado entre los objetos principales de su vida; y que no ha debido las degradaciones de su poder o fortuna al desprecio constante o a una retirada ocasional de su estimación.

El hombre que antes de llegar al poder no tiene amigos, o que al llegar a él se ve obligado a abandonar a los que tiene, o que al perderlo no tiene amigos que simpaticen con él, que no tiene influencia en ningún grupo de intereses comerciales o territoriales, sino cuya importancia ha comenzado con su cargo y ha de terminar con toda seguridad con él, es una persona a la que un Parlamento no debería tolerar nunca que continuase en uno de los puestos que confieren la guía y la dirección de nuestros asuntos públicos, porque tal hombre no tiene conexión con los intereses del pueblo.

No se debería soportar nunca que dominasen el Estado esos grupos de intrigantes que se han unido sin ningún principio público, con objeto de vender su iniquidad combinada a un precio más elevado del que alcanzaría si la hubiesen vendido individualmente, y que son, por consiguiente, universalmente odiados, porque no tienen conexión con los sentimientos y opiniones del pueblo.

Estas consideraciones refuerzan, en mi opinión, la necesidad de que en un país libre —y con un Parlamento libre— haya alguna mejor razón para apoyar a los ministros de la corona aparte de la brevísima de que el rey ha estimado conveniente nombrarlos. Hay algo muy pulido en esta frase. Pero en una Constitución como la nuestra, desviar las miradas de los hombres activos del país hacia la corte es un principio preñado de toda clase de males. Cualquiera que sea el camino del poder, ésa es la ruta que será seguida. Si la opinión del país no tiene utilidad como medio de lograr poder o consideración, las cualidades que normalmente la procuran dejarán de ser cultivadas en lo sucesivo. Decidir si en un país con una Constitución tan popular como la nuestra es conveniente dejar a la ambición sin motivos populares y confiarlo todo a la pura virtud de las mentes de los reyes, ministros y hombres públicos, es algo que debe ser sometido al juicio y al buen sentido del pueblo de Inglaterra.

Es posible que hombres astutos interrumpan en este punto y, sin controvertir directamente el principio, susciten objeciones basadas en la dificultad con que tropieza el soberano para distinguir la voz y los sentimientos genuinos del pueblo de lo que no es sino el clamor de una facción, que los imita con facilidad. La nación —dicen— está generalmente dividida en partidos, con opiniones y pasiones totalmente irreconciliables. Si el rey pone sus asuntos en manos de uno de ellos, ha de disgustar forzosamente al resto; si escoge de entre todos, individuos particulares, hay el peligro de que disguste a todos a la vez. Quienes quedan fuera, por divididos que estén, formarán pronto un bloque de oposición que siendo una colección de muchos descontentos en un solo foco, será sin duda acalorado y violento. Las facciones harán resonar sus gritos por toda la nación como si toda ella estuviera en un clamor, en tanto que la gran mayoria y con mucho, la parte mejor, parecerá por un momento aniquilada por la quiebra en que su virtud y moderación le inclinan a gozar las ventajas del gobiemo. Además de que la opinión del vulgo, debido a su violencia e inestabilidad es, en sí, una dirección despreciable. De manera que si hubierais de seguirle el humor hoy, esa misma satisfacción habría de ser motivo de su disgusto de mañana. Ahora bien, como todas estas direcciones de la opinión pública han de ser recogidas con gran dificultad y aplicadas con igual incertidumbre al efecto, ¿qué mejor cosa puede hacer el rey de Inglaterra que utilizar los hombres que encuentra a mano y que tienen opiniones e inclinaciones análogas a las suyas, que están menos infectados de orgullo y egoísmo y menos influidos por los humores populares que se atraviesan constantemente en sus planes y perturban su servicio, confiando en que, como no desea el mal del pueblo, será apoyado en los nombramientos que haga, tanto si decide mantenerlos como si decide cambiarlos, según su juicio o su arbitrio estime conveniente? Al no tolerar que la corona se convierta en instrumento de una facción, encontrará un recurso efectivo en el peso e influencia de aquélla.

No pretendo decir que no hay ningun fundamento en este modo de razonar, porque ello equivaldría a afirmar que no hay dificultades en el arte del gobierno. Indudablemente que la mejor administración encontrará una gran oposición, en tanto que la peor tendrá más apoyo del que merece. Nunca faltarán, suficientes apariencias para quienes estén decididos a engañarse a sí mismos. Quienes quieren nivelarlo todo y confundir bien con mal, utilizan constantemente una falacia que consiste en hacer hincapié en los inconvenientes que presenta toda decisión, sin tomar en cuenta la diferencia de peso e importancia de esos inconvenientes. El problema no se refiere al descontento absoluto o a la satisfacción perfecta en el gobierno; ninguno de ellos puede ser puro y sin mezcla, en ningún momento ni sistema. La controversia gira en torno al grado de complacencia del pueblo que es posible lograr y se debe, ciertamente, buscar. Y si algunos políticos esperan a saber si el sentir de cada uno de los individuos está contra ellos, distinguiendo exactamente entre el vulgo y la parte mejor, trazando líneas divisorias entre las empresas de una facción y los esfuerzos de un pueblo, es posible que como resultado de su sabia deliberación, alcancen únicamente a ver derrumbarse por los suelos al gobierno que están pesando, dividiendo y distinguiendo con tanto cuidado. Cuando lo que está sobre el tapete es un objeto tan importante como la seguridad del gobierno e incluso su paz, los hombres prudentes no correrán el riesgo de una decisión que puede serle fatal. Quienes pueden leer en el firmamento político, verán un huracán en una nubecilla no mayor que la mano que se encuentra al borde mismo del horizonte y correrán a buscar abrigo en el primer puerto. No pueden establecerse líneas tajantes de sabiduría política. Es ésta una materia que no es susceptible de definición exacta. Pero aunque tampoco hay hombre capaz de trazar una línea divisoria entre el día y la noche, la luz y la oscuridad son, en conjunto, de posible apreciación. Tampoco será imposible para un príncipe encontrar un modo de gobierno y personas que lo dirijan en forma capaz de satisfacer al pueblo en un grado aceptable, sin buscar curiosa y desesperadamente esa armonía abstracta, universal y perfecta que la obligue, al buscarla, a descuidar aquellos medios de lograr la tranquilidad ordinaria que están a su alcance sin necesidad de hacer ninguna investigación.

Aspirar a lograr la tranquilidad no es sólo el deber, sino también el interés del príncipe. Pero quienes le aconsejan pueden tener interés en el desorden y la confusión. Si la opinión del pueblo está contra ellos, desearán, naturalmente, que no prevalezca. Es en este punto donde el pueblo tiene necesariamente que mostrarse, por su parte, consciente de su propio valor. Están sobre el tapete en primer lugar toda su importancia y después toda su libertad. Su libertad no puede sobrevivir a su importancia. Es aquí donde la fuerza natural del reino, los grandes pares, la nobleza territorial más destacada, los mercaderes y manufactureros opulentos, los hacendados notables, tienen que interponerse para rescatar a su príncipe, a sí mismos y a su posteridad.

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El Parlamento era, en verdad, el gran objeto de esta política, el fin a que aspiraba, a la vez que el instrumento con el que había de actuar [se refiere Burke al partido de la corte]. Pero antes de que se pudiera esclavizar el Parlamento a un sistema que había de degradarle de la dignidad de un consejo nacional a la de una mera cámara de la corte, había que cambiar, en gran medida, su carácter original.

Al hablar de este cuerpo tengo ante mis ojos, principalmente, a la Cámara de los Comunes. Espero que se me permitan unas pocas observaciones sobre la naturaleza y carácter de esa asamblea, no por lo que respecta a su forma legal y su poder, sino relativas a su espíritu y a las finalidades a que debe responder dentro de la Constitución.

Originalmente se suponía que la Cámara de los Comunes no era parte permanente del gobierno de este país. Se le consideraba como un control; surgido inmediatamente del pueblo y que había de resolverse rápidamente en la masa de donde procedía. A este respecto era en la parte superior del gobierno lo que los jurados son en la inferior. Siendo transitoria la capacidad de los magistrados y permanente la de los ciudadanos, se esperaba que esta última preponderase naturalmente en todas las discusiones, no sólo entre el pueblo y la autoridad permanente de la corona, sino entre el pueblo y la autoridad de la Cámara de los Comunes misma. Se esperaba que siendo por naturaleza intermediaria entre gobierno y súbdito, sentiría todo lo concerniente al pueblo con un interés más cuidadoso y directo que las otras partes más remotas y permanentes del legislativo.

Cualesquiera alteraciones que el tiempo y la necesaria acomodación de los asuntos hayan podido introducir, este carácter no puede perdurar a menos que se haga que la Cámara de los Comunes lleve de algún modo el sello de la posición real del conjunto del pueblo. El hecho de que la Cámara de los Comunes se contagiase de todos los frenesíes epidémicos del pueblo sería, dentro de los infortunios públicos, una desgracia más natural y tolerable —ya que ello implicaría alguna consanguinidad, una cierta simpatía natural con los electores— que el hecho de que no se viera en ningún caso conmovida por las opiniones y sentimientos del pueblo de puertas afuera. Por esta falta de simpatía dejaría de ser una Cámara de los Comunes, porque lo que hace de ese cuerpo representante del pueblo no es el hecho de que el poder de la Cámara derive del pueblo; el rey es representante del pueblo; también lo son los lores; también los jueces. Todos ellos son fideicomisarios del pueblo, lo mismo que los miembros de la Cámara de los Comunes, porque ningún poder se confiere para beneficio exclusivo de su poseedor; y aunque el gobierno es una institución de autoridad divina, sus formas y las personas que lo administran, se originan todas ellas en el pueblo.

El origen popular no puede, pues, ser la distinción característica de un representante popular. Corresponde igualmente a todas las partes del gobierno y a todas sus formas. La virtud, esencia y espíritu de una Cámara de los Comunes, consiste en ser la imagen expresa de los sentimientos de la nación. No fue instituida para constituir un control sobre el pueblo, como ha pretendido recientemente una doctrina perniciosísima. Fue imaginada como un control en beneficio del pueblo (for the people). Para poner freno a los excesos populares se han imaginado otras instituciones que, a mi entender, son totalmente adecuadas a su objeto. En caso contrario se debería hacer que lo fuesen. Pero como la Cámara de los Comunes no fue nunca imaginada para reforzar la paz y la subordinación, está muy mal dotada para tal función; no tiene arma más fuerte que su maza 5ni mejor oficial que su sargento de armas, al que puede ordenar por su propia autoridad. Un ojo vigilante y celoso sobre los magistrados ejecutivos y judiciales, un cuidado solícito del erario público, una atención que se aproxime a la facilidad para las quejas públicas; tales parecen ser las características verdaderas de la Cámara de los Comunes. Pero una Cámara de los Comunes que corteja y una nación que hace peticiones; una Cámara de los Comunes llena de confianza cuando la nación está sumida en la desesperación; en la máxima armonía con los ministros, cuando el pueblo les mira con el máximo aborrecimiento; que da votos de gracias cuando la opinión pública está pidiendo acusaciones (impeachments); ansiosa de conceder subsidios cuando la voz general pide cuentas; que en todas las disputas entre el pueblo y la administración acepta presunciones contrarias al pueblo; que castiga sus desórdenes, pero se niega incluso a investigar las provocaciones de los mismos, es algo antinatural; es, dentro de esta Constitución, un estado de cosas monstruoso. Tal asamblea puede ser un senado grande, prudente y reverenciado. Pero no es, para ninguna finalidad popular, una Cámara de los Comunes. Este cambio de un estado de delegación y procuración inmediata a una actuación como poder original es el camino mediante el cual se han pervertido de sus propósitos todas las magistraturas populares del mundo. Es, en verdad, su máxima y más incurable corrupción. Porque hay una distinción importante entre aquella corrupción en virtud de la cual se deciden contra la razón algunos puntos especiales (cosa que no puede impedir la humana prudencia y que tiene una importancia mucho menor) y la corrupción del principio mismo. En este caso el mal no es accidental, sino consolidado. La enfermedad se convierte en hábito natural.

Por mi parte me veré obligado a concluir que el principio fundamental del Parlamento está totalmente corrompido, y por consiguiente sus fines en total derrota, siempre que vea dos síntomas: primero: un apoyo indiscriminado a todos los ministros, porque ello destruye el fin mismo del Parlamento como control y es una sanción general y previa a todo mal gobierno; y segundo: la aceptación de cualesquiera pretensiones contra la libertad de elección porque tiende a subvertir la autoridad legal en virtud de la cual se reúne la Cámara de los Comunes.

Sé muy bien que desde la Revolución [de 1688] se han debilitado juntamente con muchos poderes peligrosos que tenía el gobierno, otros muchos útiles. Es absolutamente necesario recurrir con frecuencia al legislativo. Por consiguiente, el Parlamento tiene que reurnirse todos los años y celebrar sesión la mayor parte del año. Los temibles desórdenes de las elecciones frecuentes han exigido que la duración del Parlamento sea septenal en vez de trienal. Estas circunstancias —me refiero al hábito constante de autoridad y a la menor  frecuencia de las elecciones— han tendido cada vez más a dar a la Cámara de los Comunes el carácter de un senado permanente. Es un desorden que ha surgido como remedio a otros desórdenes; ha surgido por la dificultad de conciliar bajo un gobierno monárquico la libertad con la fuerza exterior y la seguridad interna.

Es clarísimo que no podemos liberarnos enteramente de este gran inconveniente; pero el hecho de que no podamos eliminar el mal, no justifica que lo aumentemos; y porque no esté en mi poder mantener la Cámara de los Comunes religiosamente fiel a sus primeros principios, no voy a defender que los olvidemos totalmente. Éste ha sido el gran plan de poder de nuestros días. Quienes no quieren conformar su conducta al bien público y no pueden apoyarla en la prerrogativa de la corona, han adoptado un nuevo plan. Han abandonado totalmente la fortaleza, destrozada y pasada de moda de la prerrogativa y se han alojado en el baluarte del Parlamento mismo. Si tienen algún designio malo, para el cual no hay poder legal apropiado, lo llevan al Parlamento. En él se ejecuta todo, desde el comienzo hasta el fin. En el Parlamento su poder de obtener su objeto es absoluto y la seguridad del procedimiento perfecta; no hay reglas limitativas ni cuentas pendientes que aterroricen. El Parlamento no puede, con gran propiedad, castigar a los demás por cosas en las que él mismo es cómplice. Así se ha perdido el control del Parlamento sobre el ejecutivo, porque se ha hecho que el Parlamento participe en todos los actos importantes de gobierno. Está en peligro de perderse hasta la idea misma de la acusación (impeachment) por la Cámara de los Comunes, que es el gran guardián de la pureza constitucional.

Mediante este plan la camarilla consigue varios fines importantes, Si se mantiene la autoridad del Parlamento, está salvado el crédito de todo acto de gobierno al que aquél contribuye, Pero si el acto en sí es tan odioso que ni la autoridad del Parlamento basta para recomendarlo, entonces se desacredita el Parlamento mismo; y este propósito aumenta más y más esa indiferencia por la Constitución —que representa la aspiración constante de sus enemigos— al hacerse general entre el pueblo a causa del abuso de los poderes parlamentarios. Dondequiera que se persuada al Parlamento de que debe asumir los cargos del gobierno ejecutivo perderá toda la confianza, amor y veneración de que ha gozado siempre, mientras se le creía correctivo y control de los poderes activos del Estado. Tal sería el resultado en el supuesto de que su conducta, en medio de tal perversión de sus funciones, fuera tolerablemente justa y moderada; pero si fuese inicua, violenta, llena de apasionamiento y espíritu de facción, sería considerado como el más intolerable de todos los modos de tiranía.

Durante mucho tiempo esta separación de los representantes y sus mandantes ha hecho sus progresos en silencio; y si quienes han dirigido el plan de su separación total hubiesen sido personas de temperamento y capacidad, adecuadas a la magnitud de su designio, el éxito hubiera sido infalible; pero por su precipitación lo han puesto al descubierto en toda su desnudez: la nación se ha alarmado y el resultado puede no ser agradable para los que imaginaron el plan. En la legislatura pasada el grupo denominado "los amigos del rey" hizo un intento de cambiar de repente el derecho electoral autorizando a la Cámara a impedir que tomase asiento en ella a cualquier persona que le fuera desagradable, sin más regla que su arbitrio; a crear incapacidades, tanto generales para grupos enteros de hombres como particulares para individuos concretos y para incorporar a su seno personas que no habían sido nunca elegidas por la mayoría de los electores legales ni de acuerdo con ninguna regla legal conocida.

[Burke explica aquí el caso Wilkes y prosigue diciendo:]

... El punto que trataba de ganar la camarilla era el siguiente: que se estableciera un precedente encaminado a demostrar que el favor del pueblo no era un camino tan seguro como el favor de la corte, ni siquiera para obtener cargos de confianza y honores populares. Una resistencia enérgica contra toda apariencia de poder ilegal; un espíritu de independencia llevado a un cierto grado de entusiasmo; un carácter que sea investigador para descubrir y suficientemente osado para poner de manifiesto toda corrupción y todo error del gobierno; tales son las cualidades que recomiendan a un hombre para conseguir un asiento en la Cámara de los Comunes en las elecciones abiertas y meramente populares. Una disposición indolente y sumisa; una tendencia a pensar caritativamente de todas las acciones de los hombres que están en el poder y a vivir en un intercambio mutuo de favores con ellos; una inclinación a defender un uso fuerte de la autoridad más bien que a tolerar ninguna especie de licencia por parte del pueblo, son cualidades desfavorables en una elección de diputados abierta.

El instinto que lleva al pueblo a elegir a los primeros está justificado por la razón; porque un hombre de tal carácter, aun en sus exageraciones, no contradice las finalidades de la confianza en él depositada, cuyo objeto es el control del poder. El segundo de los caracteres descritos, aunque no llegue a su extremo, ejecutará su misión muy imperfectamente; y de desviarse al más mínimo exceso frustrará ciertamente, en vez de favorecerla, la finalidad del control sobre el gobierno. Pero según el nuevo modelo que había de adoptar la Cámara de los Comunes no sólo se cambiaría este principio sino que se le iba a invertir. Mientras que todos los errores cometidos en apoyo del poder quedaban bajo el imperio de la ley, con todas las ventajas de la interpretación favorable, la mitigación y finalmente el indulto, todos los excesos del lado de la libertad o cometidos persiguiendo el favor popular, o en defensa de los derechos y privilegios populares, habían de ser castigados no sólo con todo el rigor de las leyes conocidas, sino mediante un procedimiento discrecional, que llevaba aparejada la pérdida del objeto popular mismo. La popularidad se había convertido si no en algo directamente criminal, por lo menos en algo extremadamente peligroso. El favor popular podía llevar incluso a una descalificación para representar al pueblo. El odio del pueblo, tensado por dos o tres interpretaciones, podía convertirse en medio de ocupar un puesto de fideicomisario de todo lo que es caro para aquél. Esto es castigar el delito en la parte ofendida. Hasta ahora la opinión del pueblo, por medio del poder de una asamblea, todavía en parte popular, llevaba a los mayores honores y emolumentos por donación de la corona. Ahora se ha invertido el principio y el favor de la corte es el único camino seguro de obtener y detentar aquellos honores que deberían estar a disposición del pueblo.

Significa muy poco la manera como pueda escamotearse esta materia. El ejemplo, único argumento efectivo en la vida civil, demuestra la verdad de mi proposición. Nada puede alterar mi opinión respecto a los perniciosos efectos de ésta tendencia, hasta que vea que algún hombre se ve incapacitado para servir en el Parlamento por su indiscreción en el apoyo del poder, y su servilismo violento e intempestivo. Porque tal como hoy están las cosas la falta de sobrevalorar las cualidades populares y de afirmar irregularmente si queréis, los privilegios populares, ha conducido a esta descalificación; la falta contraria no ha producido nunca el más ligero castigo. La resistencia al poder ha cerrado la puerta de la Cámara de los Comunes a un hombre; la obsequiosidad y el servilismo a ninguno.

No es que yo quiera estimular el desorden popular o de cualquier otra especie. Pero sí querría dejar tales delitos a la ley, para ser castigados con mesura y proporción. Las leyes de este país están, en su mayor parte, encaminadas —y con razón— a los fines generales del gobierno más bien que a la conservación de las libertades particulares. Por consiguiente cualquier cosa que se haga en apoyo de la libertad, por personas que no tienen un mandato público o que no actúan meramente como mandatarios, es susceptible de encontrarse más o menos fuera del curso ordinario de la ley; y basta con la ley para castigarla con gran severidad. Nada sino la suavización que puede derivar de un juicio por jurados puede impedir que la letra severa de la ley nos aplaste. Pero si prevalece el hábito de ir más allá de la ley y sustituir a la judicatura, llevando los delitos, reales o supuestos, a los cuerpos legislativos, que han de constituirse en tribunales de lo criminal juzgando en equidad6 —así llamó lord Bacon a la Cámara Estrellada— habrán de resucitar todos los males de la misma. La idea de juzgar en equidad en lo criminal implica una interpretación amplia y extensiva en la apreciación de los delitos y un poder discrecional en su castigo, cosa que en realidad constituye un monstruo jurisprudencial. No significa nada que el tribunal que actúe a este propósito sea una Comisión de la Cámara de los Comunes o una Cámara de los lores; la libertad de los súbditos será igualmente subvertida. El verdadero fin y propósito de la Cámara del Parlamento que tenga tal jurisdicción será destruido por ella.

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Corresponde al pueblo de Inglaterra considerar a la luz de estos ejemplos cómo debe estar constituida la Cámara de los Comunes. Del lado de la corte estarán todos los honores, cargos y emolumentos; toda clase de satisfacciones de la avaricia y la vanidad personales; y, lo que es de mayor importancia para muchos caballeros, los medios de conseguir, mediante innumerables servicios menudos prestados a individuos, una extensa influencia en el país. Por otro lado, supongamos a una persona sin conexión con la corte y opuesta a su sistema. Para su propia persona ninguna clase de cargos, emolumentos o títulos; ningún ascenso eclesiástico, civil, militar o naval para sus hijos, hermanos o parientes. Será en vano que quien ha dedicado un interés extremado a un burgo pida cargos o pequeños medios de vida para los hijos de los alcaldes, concejales o burgueses importantes. Su rival cortesano los tiene todos. Puede hacer un número infinito de actos de generosidad y amabilidad, incluso de espíritu público. Puede conseguir exenciones de la obligación de alojar tropas. Puede procurar ventajas en el comercio. Puede conseguir indultos de los delitos cometidos. Puede conseguir un millar de favores y evitar un millar de males. Puede, a la vez que traiciona todos los intereses importantes del reino, ser un benefactor, un patrono, un padre guardián de su burgo. El desgraciado diputado independiente no tiene nada que ofrecer, más que la negativa áspera, la excusa miserable o la representación desanimada de un interés público sin esperanza. Salvo con su fortuna privada, en la que puede ser igualado y acaso superado por su rival cortesano, no tiene medios de demostrar una sola cualidad ni hacer un solo amigo. En la cámara vota siempre en una minoría desalentada. Si habla, se cierran las puertas. Una serie de paniaguados locuaces cuentan a todo el mundo que lo que quiere es llegar al poder. Si no tiene el talento de la elocución, que es el caso de muchos miembros de la cámara tan prudentes y tan sabios como cualquier otro, está sometido a todos los inconvenientes, sin el brillo que sigue a toda explosión de elocuencia medianamente afortunada. ¿Es posible concebir el ejercicio de un deber más descorazonador que éste? Despojadle de la pobre recompensa de la popularidad, tolerad que sus excesos cometidos en defensa del interés popular se conviertan en fundamento para que la mayoría de la cámara lo convierta —fuera de toda línea de derecho y a su arbitrio— en una descalificación, seguida no sólo de la pérdida de la franquicia electoral, sino de toda especie de desgracias personales. De acontecer todo esto, el pueblo de este reino puede estar seguro de que no puede ser servido fiel y firmemente por ningún hombre. Está fuera de la naturaleza de los hombres y de las cosas el que lo sea; y su presunción será igual a su locura si alguna vez tiene esa esperanza. El poder del pueblo dentro de las leyes tiene que ser suficiente para proteger a todo representante en el ejercicio de su deber o ese deber no puede cumplirse. La Cámara de los Comunes no podrá nunca ser un control sobre las demás partes del gobierno, a menos que esté a su vez controlada por sus electores y a menos que esos electores tengan algún derecho en la elección de esa cámara, del que la cámara no pueda privarles. Si toleran que subsista el poder arbitrario de incapacitación han pervertido totalmente todo otro poder de la cámara. No quiero decir que el último acuerdo es contrario a derecho; tiene que serlo, porque el poder que se pretende no puede nunca, bajo ninguna posibilidad, ser un poder legal de ningún miembro limitado del gobierno.

El pretendido poder de declarar incapacidades no estaría por encima de las justas pretensiones de una judicatura final, de no haber establecido como principio director del ejercicio de su pretendido derecho, el de que no hay en él otras reglas aparte de su propia discreción. Ninguno de sus defensores ha emprendido la tarea de fijar el principio de la incapacidad, ni las clases o grado de delincuencia en el que la cámara deba expulsar, ni el modo de proceder, ni las pruebas que hayan de servir para demostrar los hechos. La consecuencia directa es que la franquicia primera de los ingleses, de la que dependen vitalmente todas las demás ha de ser perdida por un delito que nadie conoce y que no ha sido demostrado de acuerdo con ninguna regla conocida de prueba legal. Esto es tan anómalo para nuestra Constitución, que me atrevo a decir que nunca se perdió ni puede perderse de manera parecida el más trivial de los derechos que puede pretender un súbdito.

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Las primeras medidas que se ocurren generalmente para curar los males parlamentarios tienden a reducir la duración de los Parlamentos y a descalificar a todos o al menos a un gran número de paniaguados (placemen) para sentarse en la Cámara de los Comunes. Cualquiera que pueda ser la eficacia de tales remedios, estoy seguro de que en el actual estado de cosas es imposible aplicarlos. La restauración del derecho de libre elección es preliminar a toda reforma. Qué alteraciones haya de hacerse después en la Constitución, es tema de difícil y profunda investigación.

Si escribiera meramente con objeto de complacer el paladar popular, sería verdaderamente sencillo para mí, como para cualquier otro, exaltar esos remedios, tan alabados en la especulación, pero cuyos mayores admiradores no han osado nunca ponerlos en práctica. Confieso que no tengo ninguna confianza en un Parlamento trienal o en una ley de incompatibilidades parlamentarias. Con respecto a aquél, creo que acaso sirviera más bien para contrarrestar que para fomentar los fines que se proponen lograr sus defensores. Me asusta la idea de lanzar cada tres años a los caballeros independientes del país a luchar con la Tesorería, por no decir nada de los horribles desórdenes populares que seguirían a las elecciones frecuentes. Es fácil prever cuál de las dos partes contendientes se arruinaría primero. Quienquiera que haya estudiado cuidadosamente los procedimientos públicos, con objeto de basar sus especulaciones en la experiencia, tiene que haber observado lo prodigiosamente mayor que es el poder del ministerio en las legislaturas primera y última de cada Parlamento, en relación con las intermedias, en las cuales los miembros de la cámara se sientan con alguna mayor seguridad en sus escaños. Las personas de más experiencia parlamentaria con las que he hablado daban siempre, al calcular las probabilidades de los diferentes asuntos, una cierta ventaja al lado de la corte cuando las elecciones estaban próximas o eran inminentes. Los males de que se quejan, caso de existir en el actual estado de cosas, difícilmente se eliminarían con un Parlamento trienal, porque, a menos que se eliminase enteramente la influencia del gobierno en las elecciones, cuanto más frecuentemente se celebran, cuanto más generalmente se vean obligados los hombres a acudir a los intereses sistemáticamente creados del gobierno y a los recursos de una lista civil ilimitada, tanto más atacarán la independencia privada. Ciertamente, puede y debe hacerse algo para disminuir esa influencia en las elecciones; pero eso es necesario, tanto con un plan que aspire a acortar la duración de los Parlamentos, como con uno que aspire a alargarla. Pero nada puede eliminar tan perfectamente el mal como el no hacer que las luchas sean repetidas con tanta frecuencia, tan totalmente ruinosas primero para la independencia de la fortuna y después para la independencia de los espíritus. Como lo que estoy haciendo es dar mi opinión sobre este punto y no discutirlo con base en una opinión opuesta, espero que se me excuse otra observación. Puedo decir, con toda verdad, que no recuerdo haber hablado nunca de este tema con ningún hombre enterado de los negocios públicos que considerase los parlamentos cortos como una mejora de la Constitución. Ciertos caballeros, ardientes defensores de la causa popular, están siempre dispuestos a atribuir todas las declaraciones de tales personas a móviles corruptos. Pero si el hábito de los negocios tiende por una parte a corromper la mente, por otra da los medios de tener la mejor información. La autoridad de tales personas tendrá siempre algún peso. Puede colocarse a la par con las especulaciones de personas que son menos prácticas en los negocios, quienes, movidas acaso por intenciones más puras, no tienen medios igualmente eficaces de juzgar. Por otra parte, es efecto de una malignidad vulgar y pueril imaginar que todo hombre de Estado es, por necesidad, corrompido y que su opinión acerca de cualquier punto constitucional se forma únicamente teniendo a la vista algún interés siniestro.

El otro remedio favorito es una ley de incompatibilidades parlamentarias. Los mismos principios guían ambos proyectos. Me refiero a la opinión sostenida por muchos, de la infalibilidad de las leyes y regulaciones para la cura de las enfermedades públicas. Sin llegar a ser tan irrazonablemente escéptico, como muchos son imprudentemente confiados, no quiero decir sino que esta materia es también digna de madura reflexión. Acaso fuera preferible que hubiera un interés corrompido en las formas de la Constitución a que no lo hubiera de ninguna especie. Éste es un problema totalmente distinto de la descalificación de un grupo cualquiera de funcionarios para sentarse en el Parlamento, e incluso, en los de rango más bajo, para tomar parte en las elecciones. En el primer caso sólo unos pocos son afectados; en el segundo sólo gente sin importancia. Pero se ha ido formando gradualmente en el reino un grupo de gentes que tiene un interés oficial, profesional, militar o naval, que comprende necesariamente a mucha gente de primera calidad, magnitud, riqueza y espíritu. Esos nuevos intereses tienen que participar en la representación, pues de otro modo posiblemente se sentirán inclinados a destruir aquellas instituciones en las que no se les permite participar. Esto no es cosa baladí, ni que pueda dejarse al primer hombre de buena intención que quiera poner sus manos en ella. Se presentan muchas otras consideraciones serias. No las expongo aquí porque no se refieren directamente a mi propósito, que es tan sólo el de dar al lector una visión de conjunto de las dificultades que acompañan a todo cambio capital en la Constitución, y sugerir la incertidumbre, por no decir algo peor, de la posibilidad de impedir que la corte aplique su influencia al Parlamento, mientras tenga en su poder abundantes medios de influencia. Y acaso si se le cierran los medios públicos recurra a otros peores. Se estudiarían medios tortuosos de hacerlo bajo mano, y la ciencia de la evasión, ya bastante bien conocida, alcanzaría su máxima perfección. Es una parte no despreciable de la prudencia el saber qué cantidad de mal debe tolerarse para no correr el riesgo, al intentar conseguir un grado de pureza impracticable en épocas de costumbres degeneradas, de que en vez de cortar las malas prácticas existentes, se puedan producir nuevas corrupciones para ocultar y asegurar las antiguas. Sería mejor, indudablemente, que ninguna influencia pudiera afectar la mente de un miembro del Parlamento. Pero de todos los modos de influencia un empleo del gobierno es, en mi opinión, el menos deshonroso de todos para el hombre que lo disfruta y, con mucho, el más seguro para el país. No estando en mi mano impedir la influencia de los contratos, de las suscripciones, del soborno directo y de todos los innumerables medios de corrupción clandestina de que dispone en abundancia la corte y que se utilizarán mientras tengan existencia entre nosotros tales medios y la disposición adecuada para dejarse corromper, no cerraría la puerta a esa clase de influencia que es abierta y visible y que está en relación con el servicio y la dignidad del Estado. Nuestra Constitución se mantiene en equilibrio delicado rodeada por todas partes de precipicios y de aguas profundas. Al eliminar una inclinación peligrosa hacia un lado, pudiera correrse el riesgo de sobrecargar el opuesto. Todo proyecto de cambio material en un gobierno tan complicado como el nuestro, combinado a la vez con circunstancias externas aún más complicadas, es asunto lleno de dificultades que un hombre considerado no se encontrará muy dispuesto a decidir, ni un hombre prudente demasiado dispuesto a prometer. Quienes se comprometen a más de lo que están seguros de poder intentar, de lo que son capaces de realizar, no respetan al pueblo ni se respetan a sí mismos. Éstos son mis sentimientos —débiles acaso, pero honrados y no tendenciosos—, que someto enteramente a la opinión de hombres graves, amantes de la Constitución de su país y con experiencia de los mejores modos de fomentarla o de herirla.

En la situación en que nos encontramos, con una renta inmensa, una enorme deuda, instituciones poderosas y el gobierno mismo convertido en gran banquero y gran comerciante no veo otro medio de mantener en los representantes la conveniente atención a los intereses públicos que la interposición del cuerpo mismo del pueblo dondequiera se ponga de manifiesto, por algún acto flagrante y notorio, o por alguna innovación capital que esos representahtes van a sacar por encima de las vallas de la ley y a introducir un poder arbitrario. Esta interposición es un remedio muy desagradable. Pero si es un remedio legal, existe para ser utilizado en alguna ocasión; para ser utilizado únicamente cuando sea evidente que no hay ningún otro medio capaz de mantener la Constitución de acuerdo con sus verdaderos principios.

Las enfermedades de la monarquía eran en el siglo pasado los grandes temas de aprensión y remedio; en éste lo son las del Parlamento. Pero si el remedio para los desórdenes parlamentarios pretende ser completo, no puede encontrarse exclusivamente en el Parlamento, apenas puede comenzar en él. Hasta que se restablezca la confianza en el gobierno se debe excitar al pueblo a tener una atención más estricta y detallada en la conducta de sus representantes. En las reuniones de los condados y de las corporaciones se deberían fijar tipos para juzgar más sistemáticamente su conducta. Deberían procurarse con frecuencia listas de las votaciones en todos los problemas importantes.

Por tales medios puede hacerse algo. Con tales medios puede ponerse de manifiesto quiénes son los que, por un apoyo indiscriminado a todos los ministerios, han desterrado totalmente de los procedimientos públicos toda integridad y toda confianza; quiénes los que han confundido los hombres mejores con los peores; y quiénes los que han debilitado y disuelto, en vez de reforzarla y hacerla compacta, la armadura general del gobierno. Si alguna persona se preocupa más del gobierno y el orden que de las libertades del país, también a ella le incumbe poner fin a este estado de apoyo indiscriminado, porque este apoyo ciego y que no hace distinciones es lo que alimenta la fuente misma de los desórdenes, por haber debilitado toda la autoridad visible y regular del Estado. La enfermedad se agrava por sus poco juiciosos y absurdos intentos o pretensiones de curarla.

Una administración exterior escogida por su impotencia o convertida de intento en impotente una vez escogida, con objeto de hacerla servil, no será obedecida. Las leyes mismas no serán respetadas si se desprecia a quienes han de ejecutarlas; y se las despreciará si su poder no deriva inmediatamente de la corona o no es natural en el reino. Nunca hubo ministros mejor apoyados por el Parlamento. El apoyo parlamentario va y viene con el poder, sin tener en cuenta en absoluto consideraciones personales o de mérito. ¿Se ha fortalecido el gobierno? Cada día se hace más débil. El torrente popular gana terreno sobre él de hora en hora. Aprendamos de nuestra experiencia. No es apoyo lo que le falta al gobierno, sino reforma. Cuando el gobierno descansa en la opinión pública, no está en verdad edificado sobre una roca adamantina; pero tiene, por lo menos, alguna estabilidad. Pero cuando se apoya sobre el humor privado, su estructura es de paja y sus cimientos descansan en arena movediza. Lo repito otra vez: quien apoya a todos los ministerios, subvierte todo gobierno. La razón es ésta: todos los asuntos en que una corte tiene generalmente interés progresan en la actualidad igualmente bien en cualesquiera manos, altas o bajas, prudentes o alocadas, escandalosas o de buena reputación. No hay, por consiguiente, nada que los mantenga adheridos a un grupo de hombres o a un plan político congruente. No se interpone nada que impida la actuación de todos los caprichos y todas las pasiones de una corte sobre todos los servidores del pueblo. El sistema de administración está sometido a continuos choques y cambios, basados en los principios de la camarilla más innoble y la intriga más despreciable. No puede haber nada sólido y permanente. Todo hombre de bien acabará por huir con horror de tal servicio. Hombres de rango y capacidad, con el espíritu que debería animar a tales hombres en un Estado libre, a la vez que declinan la jurisdicción de una negra camarilla sobre sus acciones y sobre sus fortunas antepondrán ambas a su país. Confiarán en un Parlamento que investigue y distinga, precisamente porque hace las dos cosas. Saben que si obran bien, en tal Parlamento encontrarán apoyo contra cualquier clase de intriga; y que si obran mal ninguna especie de intriga puede protegerles. Esta situación, por terrible que sea, es honorable. Pero ser precipitado en una hora y en la mismísima asamblea, sin expresión ni posible suposición de causa, desde la posición de autoridad más elevada al desprecio más acusado, posiblemente con peligro de la vida y de la reputación, es una situación llena de peligro y desprovista de honor. Es una situación que rehuirán por igual todo hombre prudente y todo hombre de espíritu

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Esta camarilla ha propagado con éxito una doctrina que sirve para enmascarar todos esos actos de traición; mientras esa doctrina reciba el más mínimo grado de consideración, será absolutamente insensato buscar una oposición vigorosa al partido de la corte. La doctrina es ésta: que todas las conexiones políticas7 son, por naturaleza, facciosas y, como tales, deben ser destruidas y disipadas y que la regla para formar ministerios es la mera capacidad personal, medida por el juicio que sobre ella forme esa camarilla y escogida al azar de entre todos los grupos y denominaciones de hombres públicos. Este decreto fue solemne y personalmente promulgado por el conde de Bute, jefe del partido de la corte, en un discurso que pronunció el año 1766, contra el ministerio entonces en el poder, único ministerio del que se sepa que haya sido jamás combatido directa y públicamente por él.

No es en modo alguno asombroso que tales personas hagan semejantes declaraciones. Que conexión y facción son términos equivalentes es una opinión que han inculcado en todos los tiempos todos los estadistas inconstitucionales. La razón es evidente. Mientras los hombres están ligados entre sí, se comunican fácil y rápidamente la alarma ante cualquier rnal designio. Son capaces de descubrirla mediante el consejo común y de oponérsele con sus fuerzas unidas, en tanto que si están dispersos, sin orden, concierto ni disciplina, la comunicación es insegura, el consejo difícil y la resistencia impracticable. Si los hombres no conocen los principios de los demás, ni han experimentado los talentos de los otros ni han puesto en práctica sus talentos y disposiciones mutuas mediante esfuerzos comunes en los negocios, no hay entre ellos confianza personal ni amistad ni interés común y es evidente que no pueden desempeñar ningún papel público con uniformidad, perseverancia ni eficacia. En conexión con otros, el hombre más insignificante, añadido al peso de todos, tiene su valor y utilidad; fuera de ella los talentos más grandes son totalmente inútiles para el servicio del pueblo. Ningún hombre que no esté inflamado por la vanagloria hasta llegar al entusiasmo puede hacerse la ilusión de que sus esfuerzos solitarios, no apoyados, los inconstantes y asistemáticos, tienen poder para derrotar los designios sutiles y las intrigas urdidas por los ciudadanos ambiciosos. Cuando se combinan los malos, los buenos tienen que asociarse; en otro caso irán cayendo uno a uno, sacrificados implacablemente en una lucha mezquina.

No basta que el hombre colocado en una posición de confianza desee el bien de su país; no basta que personalmente no haya realizado nunca un solo acto malo, ni que haya votado siempre de acuerdo con su conciencia ni aun que haya hablado contra todo plan que le haya parecido perjudicial para los intereses del país. Este carácter inofensivo e ineficaz, que parece formado en un plan de excusa y disculpa, queda lamentablemente corto en el camino del deber público. Lo que el deber exige y demanda no es sólo que se ponga de manifiesto lo que está bien, sino que se haga prevalecer; no sólo que se sepa qué es lo que está mal, sino que se frustre. Cuando el hombre público no llega a colocarse en situación de cumplir su deber con eficacia, esa omisión frustra los propósitos de su mandato casi en la misma forma que si lo hubiese traicionado abiertamente. No es en verdad un resumen muy elogioso de la vida de un hombre decir que obró siempre bien, pero que se las arregló de tal manera que sus actos no tuvieran posibilidad de producir consecuencia alguna.

No me maravillo de que la conducta de muchos partidos haya hecho que personas de virtud, delicada y escrupulosa se inclinen en cierto modo a apartarse de toda especie de conexión política. Admito que las gentes adquieren con frecuencia en tales confederaciones un espíritu estrecho intolerante y proscriptivo; que es fácil que se inclinen a hundir la idea de bien general en este interés circunscrito y parcial. Pero cuando el deber hace necesario afrontar una situación crítica, lo que procede es guardarse de los peligros que de ella se derivan, pero no desertar de la situación misma. Si una fortaleza está situada en un aire malsano, un oficial de la guarnición está obligado a atender a su salud, pero no puede desertar de su puesto. Toda profesión, sin exceptuar la gloriosa de soldado, ni la sagrada del sacerdote, es susceptible de caer en vicios particulares; pero éstos no constituyen argumentos contra esos modos de vida ni los vicios son, en sí mismos, inevitables en cada individuo de los dedicados a ellas. De la misma naturaleza son las conexiones políticas; esencialmente, necesarias para la plena realización de nuestro deber público y susceptibles, accidentalmente, de degenerar en facciones. Las comunidades políticas se componen de familias; las comunidades políticas libres se componen también de partidos y con la misma razón podemos afirmar que nuestros afectos naturales y lazos de sangre tienden inevitablemente a hacer de nosotros malos ciudadanos, que decir que los lazos de partido debilitan los que nos unen a nuestro país.

Algunos legisladores van tan lejos que llegan a hacer de la neutralidad en las luchas de partido un delito contra el Estado. No sé si esto es extremar el principio. Lo que sí es cierto es que los mejores patriotas en las comunidades políticas más grandes han defendido y fomentado siempre tales conexiones. Idem sentire de republica ha sido para ellos el lazo principal de amistad y afección y no conozco otro susceptible de formar hábitos más firmes, caros, agradables, honrados y virtuosos. Los romanos llevaron muy allá el principio. Incluso el hecho de tener a la vez cargos cuyo desempeño derivaba de la suerte, no de la selección, daba lugar a una relación que continuaba de por vida. Se denominaba necessitudo sortis y era considerada con reverencia sagrada. El quebrantar alguna de estas clases de relación civil era estimado como acto de la más conspicua bajeza. Todo el pueblo estaba distribuido en sociedades políticas y actuaba en ellas en apoyo de los intereses estatales que a cada uno afectaban, porque entonces no se creía que constituyera un delito el tratar de llevar a la superioridad y al poder, por medios honrados, a quienes compartían los propios sentimientos y opiniones. Este pueblo prudente estaba lejos de imaginar que aquellas conexiones no tenían lazo alguno y no obligaban a ningún deber y que los hombres podían abandonarlas, sin avergonzarse por ello, a cada llamada de la confianza pública; que la amistad era un paso no pequeño hacia el patriotismo, que quien en el intercurso ordinario de la vida demostraba que miraba a alguien además de a sí mismo, cuando llegaba a actuar en una situación pública, consultaría probablemente algún otro interés distante del propio. No tratemos nunca de llegar a ser plus sages que les sages, como dice con frase feliz el comediógrafo francés —más sabios que los hombres sabios y buenos que han vivido antes que nosotros—. Deseaba que las virtudes públicas y privadas no disonasen ni discordasen, ni se destruyesen mutuamente, sino que se combinasen armoniosamente surgiendo unas de otras en una gradación ordenada y apoyándose recíprocamente. Nuestro país estuvo gobernado por una conexión en uno de los periodos más felices de nuestra historia: me refiero a la gran conexión de los whigs en el reinado de la reina Ana. Un gran poeta, tenido en gran estima por ellos les felicitó por el principio que informaba su conexión: Addison, que conocía sus sentimientos, no podía elogiarles por lo que ellos consideraban que no era materia digna de elogio. Como poeta que conocía su oficio, no podía aplaudirles por algo que no tuviera la estima general. Dirigiéndose a la Gran Bretaña, dice:

    Thy favourites grow up not by fortune's sport
    Or from crimes or follies of a court.
    On the firm basis of desert they rise,
    From long-tried faith, and friendship's holy ties.

    [Tus favoritos no son producto de un capricho de la fortuna / ni de los crímenes o locuras de una corte. / Ascienden sobre las firmes bases del desierto, / por una fe por largo tiempo probada y por los lazos sagrados de la amistad.]

Los whigs de aquellos días creían que el único medio adecuado de ascender al poder eran duros ensayos de amistad y de fidelidad comprobada. En aquella época no se imaginaba que el patriotismo fuese un ídolo sangriento que exigiese el sacrificio de los hijos y de los padres o de las conexiones más caras de la vida privada y de todas las virtudes que surgen de esas relaciones. No eran de esa moralidad ingeniosamente paradójica, que imagina que se demuestra espíritu de moderación soportando con paciencia los sufrimientos de los amigos o que el desinterés se pone claramente de manifiesto a expensas de la fortuna de los demás. Creían que ningún hombre puede obrar con efectividad si no actúa de concierto con otros; que no es posible obrar de concierto con otros si no se obra con confianza; que no es posible obrar con confianza de no estar ligado por opiniones, afectos e intereses comunes.

Aquellos hombres sensatos, porque de tales tengo que calificar a lord Sunderland, lord Godolphin, lord Somers y lord Marlborough, tenían demasiado arraigados esos principios para que el soplo de un parloteo infantil les hiciera volar de sus cimientos. No tenían miedo a que se les llamase "junta ambiciosa ni a que su resolución de mantenerse unidos o de caer a la vez se interpretase por los paniaguados como riña tumultuaria por los cargos públicos.

Un partido es un grupo de hombres unidos para fomentar, mediante acciones conjuntas, el interés nacional, sobre la base de algún principio determinado en el que todos están de acuerdo. Por mi parte me parece imposible concebir que crea en su propia política o que crea que aquélla puede tener algún peso, nadie que se niega a adoptar los medios de ponerla en práctica. La tarea del filósofo especulativo consiste en descubrir los fines que corresponden al gobierno. La del político, que es el filósofo en acción, encontrar medios adecuado para lograr esos fines y emplearlos con eficacia. Por consiguiente, toda conexión honrada confesará que su primer propósito consiste en tratar de conseguir, por todos los medios honestos, que los hombres que comparten sus opiniones se coloquen en una situación tal que puedan poner en ejecución los planes comunes, con todo el poder y autoridad del Estado. Como ese poder está unido a ciertos puestos, es su deber aspirar a ellos. Sin necesidad de proscribir a los demás, están obligados a dar preferencia a su partido en todas las cosas y a no aceptar, por ninguna consideración privada, oferta alguna de poder en la que no esté incluido todo el grupo; ni a tolerar que les guíen o controlen o superen en la administración o en el consejo, quienes contradicen los principios fundamentales mismos en que se basa el partido, o aun aquellos sobre los que debe descansar una conexión honrada. Esa lucha generosa por el poder, llevada con base en tales máximas honorabIes y viriles, se distingue fácilmente de la lucha mezquina e interesada por los puestos y emolumentos. El estilo mismo de tales personas servirá para diferenciarlas de esos innumerables impostores que han engañado a los ignorantes con profesiones de fe incompatibles con la práctica humana y han caído luego en prácticas que están por debajo del nivel de la rectitud vulgar.

La ventaja de toda visión estrecha y de toda moral limitada es que sus máximas tienen un aire plausible y en un examen apresurado aparecen iguales a los primeros principios. Son ligeros y llevaderos. Son tan corrientes corno las monedas de cobre y tienen aproximadamente el mismo valor. Sirven igualmente las primeras capacidades que las más bajas, y son por lo menos tan útiles a los peores hombres como a los mejores. De este cuño es la cantinela "No hombres, sino medidas", que tiene una especie de encanto tal, que mucha gente se desembaraza con ella de cualquier compromiso honorable. Cuando veo que un hombre desempeña este papel inconstante e inconexo con tanto detrimento de su propia fortuna como perjuicio para la causa de cualquier partido, no estoy convencido de que tiene razón, pero sí dispuesto a creer que actúa de buena fe. Respeto la virtud en todas las situaciones, aun cuando se encuentra en la compañía poco adecuada de la debilidad. Lamento ver malgastadas, sin utilidad pública, cualidades raras y valiosas; pero cuando un caballero con grandes emolumentos visibles, abandona el partido en el que ha actuado y os dice que lo hace porque se guía por su propio juicio y obra de acuerdo con los méritos de las diferentes medidas, según van surgiendo éstas; y que está obligado a seguir su propia conciencia y no la de los demás, da razones que es imposible controvertir y descubre un carácter imposible de confundir. ¿Qué pensaremos de quien no difirió nunca de modo de pensar de un grupo de hombres hasta que éstos perdieron el poder y que nunca volvió a estar de acuerdo con ellos en un solo caso después de ese momento? ¿No sería una coincidencia demasiado afortunada de interés y opinión? ¿No sería un golpe de suerte extraordinario que las conexiones de un hombre degenerasen en facción precisamente en el momento en que pierden su poder y él acepta un puesto? Cuando la gente deserta de sus conexiones, la deserción es un hecho manifiesto, que no tiene más que una solución y que los hombres más vulgares pueden juzgar. Si una medida de gobierno es acertada o no, no es una cuestión de hecho, sino de opinión, sobre la que se puede —y de hecho se hace— discutir y disputar sin fin. Pero si el individuo cree la medida buena o mala, es un punto que está aún a mayor distancia del alcance de las decisiones humanas. Es, por tanto, muy conveniente para los políticos no poner a juicio su conducta expresada en hechos notorios que caen dentro de la jurisdicción de cualquier tribunal ordinario, sino en materias que puedan ser juzgadas en ese tribunal secreto donde están seguros de poder ser oídos con favor o donde en el peor de los casos la sentencia será solamente de azotes en privado.

Creo que el lector no encontrará fundamento en una doctrina que tiende a destruir todas las pruebas de carácter derivadas de la conducta. Me excusará por ello que añada algo más para aclarar este punto, que se ha logrado cubrir con un cierto grado de oscuridad y duda por lo muy convenientes que son las tinieblas para la falta de honestidad.

Con objeto de hacer odiosa la conexión política, esos políticos suponen que, como consecuencia necesaria de ella, habéis de seguir ciegamente las opiniones de vuestro propio partido cuando están en oposición directa a vuestras propias ideas —grado de servidumbre que ningún hombre digno puede soportar, ni siquiera como hipótesis—; y que ninguna conexión —con excepción de algunas facciones cortesanas— ha sido nunca suficientemente tiránica para imponer. Los hombres que piensan libremente, pensarán en distintas ocasiones, de modo diferente. A pesar de ello, como la mayor parte de las medidas que surgen en el curso de los asuntos públicos están en relación o dependen en alto grado de algunos grandes principios generales directores de gobierno, tiene que haber sido particularmente desgraciado un hombre al escoger compañía política si no está de acuerdo con ella nueve veces sobre diez. Si no concurre en los principios generales en que se basa el partido y que necesariamente motivan su aplicación, debería haber escogido desde el principio algún otro más conforme a sus opiniones. Cuando la cuestión es, por naturaleza, dudosa o de poca importancia, la modestia que conviene a todo individuo y (pese a nuestros moralistas cortesanos) esa parcialidad que conviene a una amistad bien escogida, llevará frecuentemente a la aquiescencia con el sentimiento general. Así el desacuerdo será naturalmente raro; será únicamente el suficiente para gratificar la libertad, sin violentar la concordia ni perturbar el acuerdo. Esto es todo lo que se ha necesitado siempre para dar a las conexiones la mayor uniformidad y firmeza. Cómo pueden los hombres proceder sin conexiones de ninguna clase, es para mí un hecho incomprensible. ¿De qué clase de material tiene que estar hecho, cómo se puede templar y armar al hombre que puede sentarse durante años enteros en el Parlamento, con quinientos cincuenta conciudadanos, en medio de la tormenta de sus pasiones tempestuosas, en el conflicto agudo de tantos ingenios y tantos temperamentos y caracteres, sin ver una clase de hombres cuyo carácter, conducta y disposición le puedan inducir a asociarse con ellos, a ayudarles y recibir su ayuda en cualquier sistema de utilidad pública?

Recuerdo el viejo aforismo escolástico que dice que "el hombre que vive totalmente aparte de los demás tiene que ser ángel o demonio". Cuando vea en alguno de estos caballeros aislados de nuestros tiempos la pureza, el poder y la beneficencia angélicos, creeré que son ángeles. Entre tanto, hemos nacido solamente hombres. Haremos bastante si nos formamos para conseguir ser hombres buenos. Por consiguiente, lo que nos toca hacer es cultivar cuidadosamente nuestras inteligencias para llevar a la madurez perfecta y al vigor pleno cualquier especie de sentimientos generosos y honestos que corresponden a nuestra naturaleza. Poner las disposiciones que son amables en la vida privada al servicio de la comunidad política, no olvidar para ser patriotas que somos caballeros; cultivar la amistad e incurrir en enemistades. Que ambas sean fuertes y selectas para ser apacible en la una e inconmovibles en la otra. Modelar nuestros principios conforme a nuestros deberes y nuestra posición. Estar totalmente persuadido de que toda virtud que es impracticable es espuria y preferir correr el riesgo de caer en falta en un camino que lleva a actuar con eficacia y energía a arrastrar nuestros días sin censura ni utilidad. La vida pública es una situación de poder y energía; el que se duerme en la centinela infringe sus deberes de la misma manera que el que se pasa al enemigo.

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El pueblo verá la necesidad de restaurar a los hombres públicos en la atención de la opinión pública y de restaurar los principios originales de la Constitución. Tratará, por encima de todo, de evitar que la Cámara de los Comunes asuma un carácter que no le corresponde. Tratará de mantener esa Cámara —en cuanto a su existencia, sus poderes y sus privilegios— tan independiente de cualquier otra institución y tan dependiente de él como sea posible. Esta servidumbre es para la Cámara de los Comunes —como la obediencia a la ley divina— "perfecta libertad". Pues si alguna vez abandona esta obediencia natural, racional y generosa, al desertar del único fundamento adecuado de su poder tendrá que buscar apoyo en una dependencia abyecta y antinatural de alguna otra parte. Cuando se restaure la dignidad genuina de la Cámara de los Comunes, por medio de una justa conexión con sus electores, comenzará a pensar en arrojar de su seno, con desprecio, como emblema de servilismo, todos los ornamentos falsos del poder ilegal que le han estado deshonrando durante algún tiempo. Comenzará a pensar en su antigua función de CONTROL. No tolerará que predomine en el país el último de los males: que hombres sin confianza pública, opinión pública, conexión natural ni confianza mutua estén investidos de los poderes de gobierno.

Cuando haya aprendido esta lección, se inclinará y será capaz de enseñar a la corte que el verdadero interés del príncipe consiste en no tener más que una administración y que esa adminitstración debe estar compuesta por quienes son recomendados al soberano por la opinión del país y no por la obsequiosidad de un favorito. Tales hombres servirán a su soberano con afecto y lealtad, porque el hecho de elegirles es un reconocimiento de su virtud. Le servirán con eficacia porque añadirán el peso del país a la fuerza del poder ejecutivo. Podrán servir a su rey con dignidad, porque no abusarán nunca de su nombre para satisfacer su malhumor o su avaricia personales. Aun dando, naturalmente, el margen necesario a la fragilidad humana, ese será el carácter general de un ministerio que se sienta responsable ante la Cámara de los Comunes, cuando la Cámara de los Comunes se sienta responsable ante sus electores. Caso de prevalecer otras ideas, las cosas tienen que mantenerse en el actual estado de confusión hasta que se vean llevadas rápidamente a la rabia de la violencia civil o se hundan en el repaso letal del despotismo.

1Mêmoires de Sully, tomo 1,p. 133.
 
2"Uxor Hugonis de Nevil dat domino Regi ducentas gallinas, eo quod possit iacere una nocte cum Domino suo Hugone de Nevil" Maddox, Hist. Exch., cap. XIII, p. 326.
 
3Véanse los escritos proféticos del difunto doctor Brown y de muchos otros.

4Alude Burke a las repetidas elecciones celebradas en ese condado al volver de Francia Jobn Wilkes. [T.]

 5Símbolo de su poder que se coloca sobre una mesa mientras se celebra la sesión. [T.] 
 
6 Además de la distinción entre derecho legislado (Statute Law) y derecho consuetudinario y jurisprudencial (Common Law), existe en el derecho inglés una importante distinción entre derecho y equidad (Equity). Forman dos sistemas de reglas distintos y hasta 1875 eran aplicadas por tribunales distintos. Las normas de equidad son una especie de suplemento a las reglas del Common Law. Deriva la equidad de los poderes que tenía el canciller para, sin interferir con los poderes de los tribunales que administraban el Common Law, ni con las reglas de éste, decidir que el titular de unos derechos con arreglo al Common Law no podía en conciencia, con equidad, ejercitarlos en una determinada situación particular. [T.]
 
7 Burke emplea frecuentemente la palabra conexión, dándole el sentido de grupo político más o menos organizado. [T.]