¿DÓNDE vas, ignorante
navecilla,
que, olvidando que fuiste un tiempo haya,
aborreces la arena desta orilla,
donde te vio con ramos esta playa,
y el mar también, que amenazarla osa,
si no más rica, menos peligrosa?
Si fiada en el aire, con él vuelas,
y a las iras del piélago te arrojas,
temo que desconozca por las velas
que fuiste tú la que movió con hojas:
que es diferente ser estorbo al viento
de servirle en la selva de instrumento.
¿Qué codicia te da reino inconstante,
siendo mejor ser árbol que madero,
y dar sombra en el monte al caminante,
que escarmiento en el agua al marinero?
Mira que a cuantas olas hoy te entregas
les das sobre ti imperio si navegas.
¿No ves lo que te dicen esos leños,
vistiendo de escarmientos las arenas,
y aun en ellas los huesos de sus dueños,
que muertos alcanzaron tierra apenas?
¿Por qué truecas las aves en pilotos
y el canto de ellas en sus roncos votos?
¡Oh qué de miedos te apareja airado
con su espada Orión, y en sus centellas
más veces te dará el cielo nublado
temores que no luz con las estrellas!
Aprenderás a arrepentirte en vano,
hecha juego del mar furioso y cano.
¡Qué pesos te previene tan extraños
la codicia del bárbaro avariento!
¡Cuánto sudor te queda en largos años!
¡Cuánto que obedecer al agua y viento!
Y al fin te verá tal la tierra luego,
que te desprecie por sustento el fuego.
Tú, cuando mucho, a robos de un milano
en tiernos pollos hecha, peregrina,
y esclava de un pirata o de un tirano,
te harás del rayo de Sicilia dina;
y más presto que piensas, si te alejas,
el puerto buscarás, que ahora dejas.
¡Oh qué de veces, rota, en las honduras
del alto mar, ajena de firmeza,
has de echar menos tus raíces duras
y del monte la rústica aspereza!
Y con la lluvia te verás de suerte
que en lo que te dio vida temas muerte.
No invidies a los peces sus moradas;
mira el seno del mar enriquecido
de tesoros y joyas, heredadas
del codicioso mercader perdido:
más vale ser sagaz de temerosa,
que verte arrepentida de animosa.
Agradécele a Dios, con retirarte,
que aprisionó los golfos y el tridente
para que no saliesen a buscarte;
no seas quien le obligue, inobediente,
a que nos encarcele en sus extremos,
porque, pues no nos buscan, los dejemos.
No aguardes que naufragios acrediten,
a costa de tus jarcias, mis razones;
deja que en paz sus campos los habiten
los nadadores mudos, los tritones:
mas si de navegar estás resuelta,
ya le prevengo llantos a tu vuelta.
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