Y comienzo, pues, el relato de mi jornada,
declarando como el romance viejo que "yo salí de la mi tierra
para ir a Dios servir", y di de una vez conmigo en Francia, época
que paso por alto porque no tuvo mayor interés que el de una
ligera iniciación.
Me trasladé a España a los dos años. Eran malos
tiempos, la más dura prueba de mi vida, aunque la recuerdo con
deleite. Yo no comía entonces mucho, situación nueva para
mí. Pero de aquí nació mi afición, pues,
como define Julio Camba en La casa de Lúculo, con frase
perfecta, "en la falta de recursos es donde comienza el apetito,
base de la gastronomía".
Prescindiendo de los restaurantes franceses, reinaba en la Corte el
venerable Botín, donde había menos modernidad, pero cocina
más auténtica que en muchas renombradas fondas de Europa.
Los escaparates de Botín ostentaban esos lechoncitos con la lechuga
en la trompa que han alcanzado justa fama. Aquellas cazuelas matronas
planetas de barro y fuego labradas en la rotación de las
edades, venían penetrándose de grasa desde varios
siglos atrás: acaso alguna vez las rebañara el mismo Quevedo.
Los pescados y mariscos eran especialidad de La Viña P. El santísimo
cocido (cuya receta aparece firmada por Alfonso XIII en el libro del
Club Congressional Cook durante la presidencia de Coolidge), las paellas,
las fabadas y los epónimos garbanzos que dan a la casa
el nombre en jerga popular fundaban el orgullo de Los Gabrieles.
Y los embutidos y morcillas de Díaz de la Cebosa (creo que así
escribía él su apellido) eran con razón muy apreciados,
porque el barrigudo señor resultaba tan experto en sus confecciones
como en conseguir, para las familias de buen trato, amas de cría
reclutadas en Pola de Lena y también en ciertos villorrios de
mayor cuantía.
Cuentan que el preceptista Narciso Campillo y Correa, discreto poeta,
encontraba tan de su gusto las delikatessen peninsulares, jamones
serranos, chorizos de Cantimpalos, longanizas de Bernuy y butifarras,
que cifrando en esto los deberes hospitalarios solía
confesar:
Quisiera tener una despensa de estas exquisiteces y poder decir
a mis visitantes: "Toma este cuchillo, amigo, y corta lo que quieras".
Y entiendo que Pérez de Ayala custodiaba una alacena muy bien
provista.
Dicen los autores que esa dolencia de jugar del vocablo y enredarse
en perífrasis para huir de la palabra directa amanece tanto como
la literatura española, y se advierte ya en la Edad de Plata
romana, ilustrada toda ella por varones ibéricos. Las revoluciones
estéticas del siglo XVII no serían entonces sino la exacerbación
de un mal endémico. Lo que yo sé y me consta es que los
chisperos y majos de Madrid gustan del hablar alambicado, y he oído
a un guapo, a las puertas de una comisaría, quejarse así
contra la tardanza en el despacho:
¡Hay que convencerse! ¡En España el único
pentágono en que se conoce la puntualidá es
la Plaza de Toros!
Pues es el caso que, en Recoletos o Villanueva, había una tienda
renombrada por sus lenguas y sesos. Pero ¿cómo había
yo de comprar en casa que "lucía" esta enseña:
Expendio de idiomas y talentos?
Aunque en Madrid se gustaba un chocolate excelente como el del Olmo,
Doña Mariquita y la Flor y Nata, nunca me di bien con la espesa
preparación española, lo que no es negar sus cualidades.
Al acercarse la Navidad (la gente suele decir allá "las
Navidades"), los turroneros aparecían por la Plaza Mayor.
Juan Ramón Jiménez y yo admirábamos la gravedad
de los alicantinos que, de riguroso luto y a la vacilante luz de los
mecheros, parecían velar unos minúsculos ataúdes.
Y sobre la repostería, en general, sólo se me ofrece un
reparo, y es la malhadada afición del pueblo a disponer del postre
metiéndose el cuchillo en la boca. Por lo cual cuentan que el
Neptuno del Paseo del Prado muestra, iracundo, su tridente, para advertir
a todos que se come con tenedor. ¡Menos mal que el estupendo churro
se puede comer con los dedos, aunque así queden los cuitados!
Fruta, sidra y vino de calidad los había en cualquier sitio.
Los tratadistas franceses, a diferencia de los ingleses, no siempre
han sabido apreciarlos. Los vinos generosos de España, singularmente,
¿tienen rivales?
Luis Ruiz Contreras, el hombre de la no olvidada Revista Nueva,
donde se agrupó la generación del 98, el traductor de
Anatole France, que había publicado también su tratado
de guisos bajo un seudónimo femenino, y fue el primero que me
dio trabajo en Madrid, también me dio a probar los platos que
aderezaba él mismo, en aquel comedor modesto calentado al alcohol.
Con su calcetín metido en la cabeza, sus ojos crueles y su manera
entre cruda y bonachona, Ruiz Contreras se peinaba las barbas grises
y me decía: "Ahora me divierto como puedo. De ser muchacho,
me andaría hinchando barrigas".
"En la anchurosa Castilla dice Dionisio Pérez
hay una zona gastronómica en que se extiende la influencia de
Madrid; la influencia de Madrid como consumidor y como creador de costumbres
nuevas y modificador de las antiguas. Su demanda de víveres da
carácter a toda la agricultura comarcana; llega a los puertos
atlánticos y mediterráneos para proveerse de pescados;
alcanza a las huertas valenciana y murciana en busca de legumbres; escala
hasta el Pirineo aragonés pidiendo azucaradas frutas; compra
en la Rioja pimientos y tomates; disputa a los extranjeros la uva de
Almería y Málaga; encuentra en Andalucía los vinos
y aceitunas que apetece, y así es el mejor comprador que hay
en la nación, el más rico y el más desprendido...
Madrid ha tenido siempre dos cocinas diferentes: la de la Casa Real
y de la nobleza, y la de la burguesía, la clase media y el pueblo.
Aquélla fue siempre extranjeriza... El pueblo, en cambio, traía
a Madrid el gusto y los modos de las regiones de donde procedía.
Así, el fogón madrileño, en que estos contrapuestos
elementos estuvieron en contacto durante siglos, ha sido el gran crisol
donde se ha forjado, fundido y unificado cuanto llamaron cocina nacional...
En la provincia de Madrid hay pueblos que no pueden quedar excluidos
de este inventario: Aranjuez, singularmente, con sus espárragos
y sus fresas; Miraflores de la Sierra con su requesón y sus fresones
y su miel; Chinchón con sus aguardientes; Alcalá de Henares
con sus almendras; Villaconejos con sus melones, que compiten con los
mejores de Valencia y Rota, y finalmente, Fuenlabrada con sus rosquillas
famosas, que figuran en todos los recetarios de pastelería y
confitería." Pero acaso el abastecimiento principal, de
fondo, llega de Galicia.
A hora y media de auto, en la blonda vega toledana, la Venta de Aires
(no "de los Aires": el patrón es Dionisio Aires), que
ya he cantado en otra ocasión, nos brindaba el travieso vino
de Buenavista y el regalo de sus perdices estofadas, muy señoras
mías de mi mayor obligación y respeto. Sólo he
encontrado sus iguales, durante mis años bonaerenses, en aquella
mesa pulcra, inolvidable, de Nieves Gonnet. En el Zocodover de Toledo
eran los gloriosos mazapanes y demás primores almendrados. En
el patio de Ángel Vegue y Goldoni y otras casas privadas, las
uvas negras emborrachadas al aguardiente, que yo quise agradecerle con
mi poema El mal confitero. Los "melindres de Yepes"
tienen fama de no llegar nunca a su destino, porque se los comen los
arrieros que los transportan. Las "migas" de la Academia de
Infanteria son famosas en media España, y han merecido el encomio
del escritor militar Ibáñez Marín, noble y melancólica
memoria. Se asegura que son el plato más antiguo y genuino, anterior
a las invasiones romanas, griegas, cartaginesas y fenicias; en suma,
el plato ibérico, o celtíbero, o acaso ligur.
De la Granja (Segovia) son las judías famosas, y segovianos son
también el "tostón" o cochinillo asado, el "lechazo"
o cordero mamón, la caldereta de cordero, el bacalao al ajo arriero,
las torrijas de Semana Santa, los embutidos de más renombre.
De Guadalajara, los bizcochos borrachos. Sobre La Mancha, a falta de
experiencia propia (fuera de los gustosos quesos), tiene la palabra
don Quijote:
"Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón
las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas
los viernes, algún palomino de añadidura los domingos...
Por aquellos días, una familia de mediana fortuna observa
el inolvidable Rodríguez Marín comía poco
más o menos lo que hemos visto comer a don Alonso Quijano. Algo
más rica es la minuta que nos da Quiñones de Benavente
en su Entremés del mayordomo: jueves y domingos, manjar
blanco, torreznos, jigote, polla, yerbas, olla y postres y bendición;
los viernes, lenteja y truchuela; los sábados, la cazuela con
mojatoria, pepitoria de vaca, panza y sesos.
Pero volvamos a la humilde mesa del hidalgo manchego. He aquí
los esclarecimientos que nos da Rodríguez Marín: La olla
es siempre, para los clásicos, la "reverenda olla";
y Suárez de Figueroa la nombra con éste circunloquio:
"la sin quien no hay contento en una casa". Es el cocido,
el puchero, la puchera, el pote, y para los madrileños, por referencia
a los garbanzos, "los gabrieles". Se ha de comer en tres vuelcos
o tres tumbos a saber: primero, el caldo sobre pan migado, con su poco
de yerbabuena; segundo, los garbanzos y las hortalizas; tercero, la
carne, el tocino y chorizo, la morcilla. Si la olla del ingenioso hidalgo
tenía más vaca que carnero, es porque nuestro hidalgo
era pobre, y al revés de lo que hoy sucede, el carnero valía
entonces más que la vaca. El salpicón de la noche, siguiendo
la misma economía, se haría con los restos de la olla,
con las piltrafas de vaca que quedaban del mediodía. Los "duelos
y quebrantos", tras una enconadísima pelea entre los eruditos
que quiso convertirse en otra "querella de los Antiguos y
los Modernos", averiguamos que, son una tortilla de huevo
con torreznos. ¡Pensar que Don Quijote, los sábados, casi
casi almorzaba su ham and eggs! Las "lantejas" o lentejas
del viernes no ofrecen problema: son "las once mil vírgenes",
como dice el vulgo en España; pésima comida según
el médico don Juan de Aviñón, quien en los remotos
tiempos del rey don Pedro I de Castilla declaraba ya que "generalmente
las lentejas son malas y melancólicas". Y el palomino dominical
no necesita comentarios.
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