ESTA noche de trenes,
de poblaciones emigrando,
de corporales sueños, de violadas
respiraciones en la arena
movediza del viaje, lo recuerdo.
(Fue, tal vez, necesario el incipiente
amor; callar a solas con extraños,
y las cosas más tiernas,
mientras la boca se endurece
y una crecida barba, de cadáver
reciente, me prolonga.)
Y sin embargo, cuántas veces
te habrán reconocido; por los ojos,
o por la ausencia que dejaste;
por el cabello sobre el hombro, al irte,
y el andar que descubre lo que eras.
Pues sé que nos pusieron,
al nacer, otro nombre, y un camino
que recorrer, y un tren para el camino.
Un tren sonámbulo que huye,
en dirección opuesta, irreversible,
de los que cruzan ya perdidos;
por un saludo heridos ya de muerte,
marcados para siempre, señalados;
buscadores de un signo en la mazorca
muchedumbre de rostros.
Y todo esto sin falta, aconteciendo;
todo pasando,
todo viniendo y alcanzando y yéndose.
Amiga, no me olvides; no me olvides,
amigo; no te pierdas, espérame.
Como a la máscara del baile,
vengo de lejos a ocupar mi cara;
por detrás y en silencio, a mis balcones
lacrimales, al sabor de mi boca,
al olor de las cosas que esperabas.
Estoy sin tierra firme; estoy saliendo,
a donde quiero, de estas últimas
lentas horas de viaje que termina;
sombra larguísima, pantano
de silbatos, de ruedas que repiten
su palabra distinta a cada uno;
estaciones mendigas, como fechas
alumbradas apenas, donde duele
lo que se aprende dormitando.
No me olvides, espérame.
Yo, el de las cartas sin destino;
el de palabras no creídas,
el que siembra en lo oscuro, te lo pido. |