ES UN monstruo que me turba. Ojo glauco y
enemigo
como el vidrio de una rada con hondura que, por poca,
amenaza los bajeles con las uñas de la roca.
La nariz resulta grácil y aseméjase a un gran higo.
La guedeja blonda y cruda y sujeta, como el trigo
en el haz. Fresca y brillante y rojísima la boca,
en su trazo enorme y burdo y en su risa eterna y loca.
Una barba con hoyuelo como un vientre con ombligo.
Tetas vastas como frutos del más pródigo papayo,
pero enérgicas y altivas en su mole y en su peso,
aunque inquietas como gozques escondidos en el sayo.
En la mano, linda en forma, vello rubio y ralo y tieso
cuyos ápices fulguran como chispas, en el rayo
matinal que les aplica fuego móvil con un beso.
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II
¡Cuáles piernas! Dos columnas de capricho, bien labradas,
que de púas amarillas resplandecen espinosas
en un pórfido que finge la vergüenza de las rosas
por estar desnudo a trechos ante lúbricas miradas.
Albos pies que con eximias apariencias azuladas
tienen corte fino y puro. Merecieran dignas cosas.
En la Hélade soberbia las envidias de las diosas
o a los templos de Afrodita engreír mesas y gradas.
¡Qué primores! Me seducen y al encéfalo prendidos,
me los llevo en una imagen, con la luz que los proyecta
y el designio de guardarlos de accidentes y de olvidos.
Y con métrica hipertrofia, no al azar del gusto electa,
marco y fijo en un apunte la impresión de mis sentidos,
a presencia de la torre mujeril que los afecta.
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