Al amor de la lumbre1

Lo van Uds. a dudar; pero en Dios y en mi ánima protesto que hablo muy de veras, formalmente. Y después de todo, ¿por qué no han de creer Uds. que yo vivo alegre, muy alegre en el invierno? Veo cómo caen una por una las hojas, ya amarillas, de los árboles; escucho su monótono chasquido al cruzar en mis paseos vespertinos alguna avenida silenciosa; azota mi rostro el soplo de diciembre, como la hoja delgada y penetrante de un puñal de Toledo, y lejos de abrigarme en el fondo de un carruaje, lejos de renunciar a aquellas vespertinas correrías, digo para mis adentros: ¡Ave, invierno! ¡Bendito tú que llegas con el azul profundo de tu cielo y la calma y silencio de tus noches! Bendito tú que traes las largas y sabrosas pláticas con que entretiene las veladas del hogar el buen anciano, mientras las castañas saltan en la lumbre y las heladas ráfagas azotan los árboles altísimos del parque!

¡Ave, invierno! Yo no tengo parque en que pueda susurrar el viento, ni paso las veladas junto al fuego amoroso del hogar; pero yo te saludo, y me deleito pensando en esas fiestas de familia, cuando recorro las calles y las plazas, diciendo, como el buen Campoamor, al ver por los resquicios de las puertas el hogar chispeante de un amigo:

Los que duermen allí no tienen frío.


¡El frío! Denme Uds. algo más imaginario que este tan decantado personaje. Yo sólo creo en el frío cuando veo cruzar por calles y plazuelas a esos infelices que, sin más abrigo que su humilde saco de verano, cubierta la cabeza por un hongo vergonzante, tiritando, y a un paso ya de helarse, parecen ir diciendo como el filósofo Bias:

Omnia mecum porto.2


¡Pobrecillos! ¡No tener un abrigo en el invierno equivale a no tener una creencia en la vejez!

Siempre he creído que el fuego es lo que menos calienta en la estación del hielo. Prueba al canto.

Conozco a un solterón, hombre ya de cincuenta navidades, rico como Rothschild,3 egoísta como Diógenes y sibarita como Lord Palbroke. Es rico; tiene una casa soberbia; diez carruajes perfectamente confortables; una servidumbre espléndida y una mesa que haría honor a Lúculo.4 Nadie al verle recostado en los muelles almohadones de su cómoda berlina, tirada por two miles5 americanos, cubierto por una hopalanda contra la que nada podría el hielo mismo de Siberia; nadie, digo, podría pensar que aquel hombre es desgraciado, perfectamente desgraciado; que aquel soberbio Creso padece de una enfermedad terrible: ¡el frío!

Nada más cierto, sin embargo; nuestro hombre, nuestro banquero, nuestro millonario, tiene frío. Y es lo peor que ni la chimenea noruega, ni las pieles asiáticas que tiene en su palacio, son bastantes a combatir aquella nieve eterna. Se encierra en su casa; busca el suave calor de las estufas; abriga sus entumecidos miembros con las pieles traídas por él de San Petersburgo: impide con la espesa portière y el luengo cortinaje que algunas ráfagas de viento penetren sans façon por las junturas; se cree ya salvo, se hunde en los almohadones de un canapé de invierno; pero está solo, enteramente solo; los placeres le hastían, los amigos lo explotan; no hay un solo corazón que lata con el suyo; no hay una sola mano que enjugue sus lágrimas, si llora; si muere, nadie vendrá a consolarle en su agonía, nadie irá a rezar en su sepulcro: ¿la juventud? ¡ya ha pasado! ¿el amor? ¡imposible! ¿las riquezas? ¡qué valen! ¿e! recuerdo? ¡es el remordimiento! ¿la muerte? ¡hela que llega...! Los leños de la chimenea crujen como si también llorasen; tiemblan los cristales; las salas están desiertas y sombrías... ¡qué soledad! ¡qué tristeza! ¡qué horrible frío!

Mi buen amigo:

Sé que me quieres y por eso te escribo robando para ello algún instante a la santa felicidad de mi existencia. ¡Soy tan dichoso! ¿Te acuerdas de mi Lupe? ¡Es tan buena, tan sencilla! ¡Yo la quiero tan a la buena de Dios, como tú dices! ¡Es tan bello el angelito que Dios nos ha dado! ¡Si lo vieras! Tiene la cabecita rubia y los ojos brillantes, húmedos, como su mamá. ¡Alma de mi alma! Cuando le veo dormido en su cuna, con las manos plegadas sobre el pecho; cuando caliento sus entumecidos piececitos con mis besos, me parece que no hay felicidad... ¡qué ha de haber! como la mía, y lloro, sí, no me avergüenzo de decirlo, lloro como un simple, abrazo a Lupe, mi otro ángel, y salto como un niño... ¡vamos! Si creo que voy a volverme loco de contento!

Ven con nosotros; te esperamos. Deja tus monótonos paseos, los cafés, los bailes, los teatros; ven a olvidar tu eterno spleen. Ya verás cómo me envidias... Sí, porque la envidia es a veces muy justa y hasta santa. Mira: te dispondremos la alcoba en una pieza tapizada de azul, como a ti te gusta; encontrarás algunos tiestos con flores en la ventana; un sillón cómodo y mullido junto al caliente lecho, y en la mesilla de noche algunos libros, como Monsieur, Madame et Bebé.
Ya verás si soy dichoso, cuando en estas largas noches de invierno vuelvo desde temprano a mi casita, y mientras Lupe, con su bata blanca y su rosa, blanca también, en el cabello, toca algún vals de esos que te hacen cosquillas en los pies, yo leo perezosamente algún buen libro, mirando con el rabo del ojo a mi mujer, que es un libro más digno ciertamente de ser leído, que todos los que tú aglomeras en tu biblioteca.
No somos ricos: bien lo sabes; pero cuando después de trabajar durante el día vuelvo a mi hogar, y Lupe, con nuestro ángel en los brazos, sale a recibirme, soy tan feliz, me juzgo tan dichoso que... vas a dudarlo —no me cambiaría por el más opulento millonario— ¿Qué riquezas hay que puedan compararse con la santa paz de mi alma? Si estás triste, si estás decepcionado, ven a pasar algunos días con nosotros: ¡somos tan felices, que quisiéramos salir por esas calles diciéndolo a voz en cuello, para que todos participasen de nuestra dicha!
CARLOS


Ya lo ve Ud., señora o señorita; mi amigo Carlos, sin estufas, ni abrigos, ni carrozas, disfruta de un calor de que no goza el más encopetado millonario. ¡El alma! He ahí la chimenea que debe conservarse bien provista para las largas noches del invierno.

Car l'hiver ce n'est pas la bise et la froidure,
Et les chemins déserts qu'hier nous avons vus;
C'est le coeur sans rayons, c'est l'âme sans verdure,
C'est ce que je serais quand vous n'y serez plus!


Tengo para mí que el recuerdo es un calefactor en el que debe pensarse muy de veras, cuando el furor industrial, siempre creciente, agote las minas de carbón de piedra. Yo de mí sé decir que encuentro en el arsenal de mi memoria, así las nieves y el hielo de los polos, como el fuego del África y del Asia. Por eso cuando hundo mí cabeza en la caliente almohada, me arropo con las colchas y espero las blandas caricias del sueño, mientras miro cómo se descompone y se transforma el humo que asciende en espiral de mi cigarro, evoco, si experimento una convulsión de frío, alguna memoria y me caliento a su fantástica sombra. ¿Lo dudáis?

Tengo un amigo entrado ya en años, pero joven de espíritu; poeta, si los hay, aunque en su vida —!y cuidado si es larga!— ha tenido la ocurrencia de ensartar un verso; padre de dos mocetones, bigotudos y robustos como dos sargentos; y para fin y postre, comerciante. Ello es, empero, que ni la nieve de los números, ni los afanes de la vida práctica, han sido bastantes a aniquilar el poético entusiasmo de mi amigo, que todavía, bajo la escarcha del cabello cano, siente hervir la generosa hoguera de la juventud. Pocas noches hace, departíamos los dos amigablemente, sentados ambos en torno de una mesita de papier maché, cargada por más señas con dos tazas chinas de transparente porcelana, una soberbia cafetera llena de sabroso moka, y una caja abierta de codiciables tabacos, frescos todavía por las húmedas brisas de la mar. Hablábamos del frío, y mi amigo, con su voz cascada, narróme, si no me es infiel la memoria, lo siguiente:

—Tenía, allá en mis mocedades, una novia, bella como una figura del Ticiano, rubia como las espigas del trigo y tan sencilla que, a no habérselo dicho yo, no habría sabido, sino hasta Dios sabe cuándo, que era hermosa. ¡Pobre Clara! Ella me quería como quiere una mujer a los quince años. ¡Yo la amaba con todo el fuego de mis veinte mayos, y aún al recordarlo me parece que la amo todavía! Una tarde salimos, como de costumbre, por el campo; ella apoyada en mi brazo; yo confuso y trémulo como el niño que espera la sentencia de algún inocente pecadillo. Sin sentirlo, ella y yo nos alejamos de los que atrás venían, poco a poco internándonos en lo más intrincado del follaje. Yo sentía que su brazo temblaba junto al mío, veía cómo el pudor teñía con un tinte rosado su semblante... De pronto, Clara se desprende de mi brazo, y lanzando una sonora carcajada, corre como una cervatilla por el campo; yo la sigo, ya la alcanzo: tiende los brazos, estrecho su cintura; vuelve ella la cara, miro un pequeño racimo de uva entre sus labios, quiero quitárselo, ella se defiende, y sin quererlo, casi sin pensar en ello, se unen nuestros labios, y un beso el más santo, el más puro, el más sublime, suena de pronto entre aquella soledad y aquel silencio.

¿Dígame Ud. si no producen un calor cariñoso estos recuerdos?

¡Invierno, invierno! ¡Dicen que eres retrato de la vejez! Hoy eres entonces el retrato de la humanidad: ¡todos somos viejos!

1 Se imprimió cinco veces, por lo menos, en los periódicos de la capital, con varios títulos y varias firmas: en El Federalista, 18 de noviembre de 1877, con el título de Cosas del mundo y firmado "Nemo"; en La Libertad, 27 de octubre de 1878, Artículo de invierno (Al amor de la lumbre) y "M. Gutiérrez Nájera"; en El Cronista de México del 22 de Octubre de 1881, Memorias de un vago (Al amor de la lumbre) y en El Partido Liberal, 6 de Noviembre de 1887, Humoradas dominicales (Al amor de la lumbre) y el "Duque Job"; y en El Correo de las Señoras el 23 de noviembre de 1890, Al amor de la lumbre y "El Duque Job". Las versiones periodísticas de 1877 y 1878 tienen en común el incluir un párrafo preliminar de unos veinte renglones que falta en los demás.
Al incluir éste entre sus cuentos frágiles, 1883, nuestro escritor siguió de cerca la versión periodística de 1881, haciendo sólo dos o tres alteraciones de poca importancia. Publicamos la versión que aparece, en forma idéntica, en Cuentos frágiles, 1883, y en El Partido Liberal, 1887. En las Obras, 1898 (Artículo de invierno, pág. 135), se reproduce la versión periodística de La Libertad, 1878. No ha sido recogida en ninguna otra parte.

2 "Todo lo llevo conmigo." Bias, uno de los siete sabios de Grecia, se negó a huir de su ciudad nativa de Priene cuando la sitió el ejército de Ciro. Preguntado por qué no huía como sus conciudadanos, llevando consigo sus objetos de valor, contestó con la frase que aquí cita Nájera, indicando con ella que nadie podría privarle de su posesión más estimada: su pensamiento.

3 Banquero alemán (1743-1812).

4 Patricio romano célebre por su lujo.

5 Así usadas, estas palabras inglesas carecen de sentido. Tal vez el autor quisiera indicar que los caballos eran capaces de competir en una "twomile race" (una carrera de dos millas).

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