Cuando la tarde se obscurece y los paraguas se abren, como redondas
alas de murciélago, lo mejor que el desocupado puede hacer es
subir al primer tranvía que encuentre al paso y recorrer las
calles, como el anciano Víctor Hugo las recorría, sentado
en la imperial de un ómnibus. El movimiento disipa un tanto cuanto
la tristeza, y para el observador, nada hay más peregrino ni
más curioso que la serie de cuadros vivos que pueden examinarse
en un tranvía. A cada paso el vagón se detiene, y abriéndose
camino entre los pasajeros que se amontonan y se apiñan, pasa
un paraguas chorreando a Dios dar, y detrás del paraguas la figura
ridícula de algún asendereado cobrador, calado hasta los
huesos. Los pasajeros se ondulan y se dividen en dos grupos compactos,
para dejar paso expedito al recién llegado.
Así se dividieron las aguas del Mar Rojo para
que los israelitas lo atravesaran a pie enjuto.2
El paraguas escurre sobre el entarimado del vagón, que, a poco,
se convierte en un lago navegable. El cobrador sacude su sombrero y
un benéfico rocío baña la cara de los circunstantes,
como si hubiera atravesado por enmedio del vagón un sacerdote
repartiendo bendiciones e hisopazos. Algunos caballeros estornudan.
Las señoras de alguna edad levantan su enagua hasta una altura
vertiginosa, para que el fango de aquel pantano portátil no las
manche. En la calle, la lluvia cae conforme a las eternas reglas del
sistema antiguo: de arriba para abajo. Mas en el vagón hay lluvia
ascendente y lluvia descendente. Se está, con toda verdad, entre
dos aguas.
Yo, sin embargo, paso las horas agradablemente encajonado en esa miniaturesca
arca de Noé, sacando la cabeza por el ventanillo, no en espera
de la paloma que ha de traer un ramo de oliva en el pico, sino para
observar el delicioso cuadro que la ciudad presenta en ese instante.
El vagón, además, me lleva a muchos mundos desconocidos
y a regiones vírgenes. No, la ciudad de México no empieza
en el Palacio Nacional, ni acaba en la calzada de la Reforma. Yo doy
a Uds. mi palabra de que la ciudad es mucho mayor. Es una gran tortuga
que extiende hacia los cuatro puntos cardinales sus patas dislocadas.
Esas patas son sucias y velludas. Los ayuntamientos, con paternal solicitud,
cuidan de pintarlas con lodo, mensualmente.
Más allá de la peluquería de Micoló, hay
un pueblo que habita barrios extravagantes, cuyos nombres son esencialmente
antiaperitivos. Hay hombres muy honrados que viven en la plazuela del
Tequesquite y señoras de invencible virtud cuya casa está
situada en el callejón de Salsipuedes. No es verdad que los indios
bárbaros estén acampados en esas calles exóticas,
ni es tampoco cierto que los pieles rojas hagan frecuentes excursiones
a la plazuela de Regina. La mano providente de la policía ha
colocado un gendarme en cada esquina. Las casas de esos barrios no están
hechas de lodo ni tapizadas por dentro de pieles sin curtir. En ellas
viven muy discretos caballeros y señoras muy respetables y señoritas
muy lindas. Estas señoritas suelen tener novios, como las que
tienen balcón y cara a la calle, en el centro de la ciudad.
Después de examinar ligeramente las torcidas líneas y
la cadena de montañas del nuevo mundo por que atravesaba, volví
los ojos al interior del vagón. Un viejo de levita color de almendra
meditaba apoyado en el puño de su paraguas. No se había
rasurado. La barba le crecía "cual ponzoñosa hierba
entre arenales". Probablemente no tenía en su casa navajas
de afeitar... ni una peseta. Su levita necesitaba aceite de bellotas.
Sin embargo, la calvicie de aquella prenda respetable no era prematura,
a menos que admitamos la teoría de aquel joven poeta, autor de
ciertos versos cuya dedicatoria es como sigue:
A la prematura muerte de mi abuelita,
a la edad de 90 años.
La levita de mi vecino era muy mayor. En cuanto al paraguas, vale
más que no entremos en dibujos. Ese paraguas, expuesto a la
intemperie, debía semejarse mucho a las banderas que los independientes
sacan a luz el 15 de septiembre. Era un paraguas calado, un paraguas
metafísico, propio para mojarse con decencia. Abierto el paraguas,
se veía el cielo por todas partes.
¿Quién sería mi vecino? De seguro era casado,
y con hijas. ¿Serían bonitas? La existencia de esas
desventuradas criaturas me parecía indisputable. Bastaba ver
aquella levita calva, por donde habían pasado las cerdas de
un cepillo, y aquel hermoso pantalón con su coqueto remiendo
en la rodilla, para convencerse de que aquel hombre tenía hijas.
Nada más las mujeres, y las mujeres de quince años,
saben cepillar de esa manera. Las señoras casadas ya no se
cuidan, cuando están en la desgracia, de esas delicadezas y
finuras. Incuestionablemente, ese caballero tenía hijas. ¡Pobrecitas!
Probablemente le esperaban en la ventana, más enamoradas que
nunca, porque no habían almorzado todavía. Yo saqué
mi reloj, y dije para mis adentros:
Son las cuatro de la tarde. ¡Pobrecillas! ¡Va a
darles un vahído! Tengo la certidumbre de que son bonitas.
El papá es blanco, y si estuviera rasurado no sería
tan feote. Además, han de ser buenas muchachas. Este señor
tiene toda la facha de un buen hombre. Me da pena que esas chiquillas
tengan hambre. No había en la casa nada que empeñar.
¡Como los alquileres han subido tanto! ¡Tal vez no tuvieron
con qué pagar la casa y el propietario les embargó los
muebles! ¡Mala alma! ¡Si estos propietarios son peores
que Caín!
Nada; no hay para qué darle más vueltas al asunto: la
gente pobre decente es la peor traída y la peor llevada. Estas
niñas son de buena familia. No están acostumbradas a
pedir. Cosen ajeno, pero las máquinas han arruinado a las infelices
costureras y lo único que consiguen, a costa de faenas y trabajos,
es ropa de munición. Pasan el día echando los pulmones
por la boca. Y luego, como se alimentan mal y tienen muchas penas,
andan algo enfermitas, y el doctor asegura que, si Dios no lo remedia,
se van a la caída de la hoja. Necesitan carne, vino, píldoras
de fierro y aceite de bacalao. Pero, ¿con qué se compra
todo esto? El buen señor se quedó cesante desde que
cayó el Imperio, y el único hijo que habría podido
ser su apoyo, tiene rotas las dos piernas. No hay trabajo, todo está
muy caro y los amigos llegan a cansarse de ayudar al desvalido. ¡Si
las niñas se casaran!... Probablemente no carecerán
de admiradores. Pero como las pobrecitas son muy decentes y nacieron
en buenos pañales, no pueden prendarse de los ganapanes ni
de los pollos de plazuela. Están enamoradas sin saber de quién,
y aguardan la venida del Mesías. ¡Si yo me casara con
alguna de ellas!... ¿Por qué no? Después de todo,
en esa clase suelen encontrarse las mujeres que dan la felicidad.
Respecto a las otras, ya se bien a qué atenerme.
¡Me han costado tantos disgustos! Nada; lo mejor es buscar una
de esas chiquillas pobres y decentes, que no están acostumbradas
a tener palco en el teatro, ni carruajes, ni cuenta abierta en La
Sorpresa. Si es joven, yo la educaré a mi gusto. Le pondré
un maestro de piano. ¿Qué cosa es la felicidad? Un poquito
de salud y un poquito de dinero. Con lo que yo gano, podemos mantenernos
ella y yo, y hasta el angelito que Dios nos mande. Nos amaremos mucho,
y como la voy a sujetar a un régimen higiénico se pondrá
en poco tiempo más fresca que una rosa. Por la mañana
un paseo a pie en el Bosque. Iremos en un coche de a cuatro reales
hora, o en los trenes. Después, en la comida, mucha carne,
mucho vino y mucho fierro. Con eso y con tener una casita por San
Cosme; con que ella se vista de blanco, de azul o de color de rosa;
con el piano, los libros, las macetas y los pájaros, ya no
tendré nada que desear.
Una heredad en el bosque:
Una casa en la heredad;
En la casa, pan y amor...
¡Jesús, qué felicidad! |
Además, ya es preciso que me case. Esta situación no puede
prolongarse, como dice el gran duque en la Guerra Santa.
Aquí tengo una trenza de pelo que me ha costado cuatrocientos
setenta y cuatro pesos, con un pico de centavos. Yo no sé de
dónde los he sacado: el hecho es que los tuve y no los tengo.
Nada; me caso decididamente con una de las hijas de este buen señor.
Así las saco de penas y me pongo en orden. ¿Con cuál
me caso?, ¿con la rubia?, ¿con la morena? Será
mejor con la rubia... digo, no, con la morena. En fin, ya veremos. ¡Pobrecillas'.
¿Tendrán hambre?
En esto, el buen señor se apea del coche y se va. Si no lloviera
tanto continué diciendo en mis adentros le seguía.
La verdad es que mi suegro, visto a cierta distancia, tiene una facha
muy ridícula. ¿Qué diría, si me viera de
bracero con él, la señora de Z? Su sombrero alto parece
espejo. ¡Pobre hombre! ¿Por qué no le inspiraría
confianza? Si me hubiera pedido algo, yo le habría dado con mucho
gusto estos tres duros. Es persona decente. ¿Habrán comido
esas chiquillas?
En el asiento que antes ocupaba el cesante, descansa ahora una matrona
de treinta años. No tiene malos ojos; sus labios son gruesos
y encarnados: parece que los acaban de morder. Hay en todo su cuerpo
bastantes redondeces y ningún ángulo agudo. Tiene la frente
chica, lo cual me agrada porque es indicio de tontera; el pelo negro,
la tez morena y todo lo demás bastante presentable. ¿Quién
será? Ya la he visto en el mismo lugar y a la misma hora dos...
cuatro... cinco... siete veces. Siempre baja del vagón en la
plazuela de Loreto y entra a la iglesia. Sin embargo, no tiene cara
de mujer devota. No lleva libro ni rosario. Además, cuando llueve
a cántaros, como está lloviendo ahora, nadie va a novenarios
ni sermones. Estoy seguro de que esa dama lee más
las novelas de Gustavo Droz3 que el
Menosprecio del mundo del padre Kempis.4 Tiene una
mirada que si hablara, sería un grito pidiendo bomberos. Viene
cubierta con un velo negro. De esa manera libra su rostro de la lluvia.
Hace bien. Si el agua cae en sus mejillas, se evapora, chirriando, como
si hubiera caído sobre un hierro candente. Esa mujer es como
las papas: no se fíen Uds., aunque las vean tan frescas en el
agua: queman la lengua.
La señora de treinta años no va indudablemente al novenario.
¿A dónde va? Con un tiempo como este nadie sale de su
casa, si no es por una grave urgencia. ¿Estará enferma
la mamá de esta señora? En mi opinión, esta hipótesis
es falsa. La señora de treinta años no tiene madre. La
iglesia de Loreto no es una casa particular ni un hospital. Allí
no viven ni los sacristanes. Tenemos, pues, que recurrir a otras hipótesis.
Es un hecho constante, confirmado por la experiencia, que a la puerta
del templo, siempre que la señora baja del vagón, espera
un coche. Si el coche fuera de ella, vendría en él desde
su casa. Esto no tiene vuelta de hoja. Pertenece, por consiguiente,
a otra persona. Ahora bien, ¿hay acaso alguna sociedad de seguros
contra la lluvia o cosa parecida, cuyos miembros paguen coche a la puerta
de todas las iglesias, para que los feligreses no se mojen? Claro es
que no. La única explicación de estos viajes en tranvía
y de estos rezos, a hora inusitada, es la existencia de un amante, ¿Quién
será el marido?
Debe de ser un hombre acaudalado. La señora viste bien, y si
no sale en carruaje para este género de entrevistas, es por no
dar en qué decir, Sin embargo, yo no me atrevería a prestarle
cincuenta pesos bajo su palabra. Bien puede ser que gaste más
de lo que tenga, o que sea como cierto amigo mío, personaje muy
quieto y muy tranquilo, que me decía hace pocas noches:
Mi mujer tiene al juego una fortuna prodigiosa. Cada mes saca
de la lotería quinientos pesos. ¡Fijo!
Yo quise referirle alguna anécdota atribuida a un administrador
muy conocido de cierta aduana marítima. Al encargarse de ella
dijo a los empleados:
Señores, aquí se prohibe jugar a la lotería.
El primero que se la saque lo echo a puntapiés.
¿Ganará esta señora a la lotería? Si su
marido es pobre, debe haberle dicho que esos pendientes que ahora lleva
son falsos. El pobre señor no será joyero. En materia
de alhajas sólo conocerá a su mujer que es una buena alhaja.
Por consiguiente, la habrá creído. ¡Desgraciado!,
¡qué tranquilo estará en su casa! ¿Será
viejo? Yo debo conocerle.,. ¡Ah!... ¡sí!... ¡es
aquél! No, no puede ser; la esposa de ese caballero murió
cuando el último cólera. ¡Es el otro! ¡Tampoco!
Pero ¿a mí, qué me importa quién sea?
¿La seguiré? Siempre conviene conocer un secreto de una
mujer. Veremos, si es posible, al incógnito amante. ¿Tendrá
hijos esta mujer? Parece que sí. ¡Infame! Mañana
se avergonzarán de ella. Tal vez alguno la niegue. Ése
será un crimen; pero un crimen justo. Bien está; que mancille,
que pise, que escupa la honra de ese desgraciado que probablemente la
adora.
Es una traición; es una villanía. Pero, al fin, ese hombre
puede matarla sin que nadie le culpe ni le condene. Puede mandar a sus
criados que la arrojen a latigazos y puede hacer pedazos al amante.
Pero sus hijos ¡pobres seres indefensos, nada pueden! La madre
los abandona para ir a traerles su porción de vergüenza
y deshonra. Los vende por un puñado de placeres, como Judas a
Cristo por un puñado de monedas. Ahora duermen, sonríen,
todo lo ignoran; están abandonados a manos mercenarias; van empezando
a desamorarse de la madre, que no los ve, ni los educa, ni los mima.
Mañana, esos chicuelos serán hombres, y esas niñas,
mujeres. Ellos sabrán que su madre fue una aventurera, y sentirán
vergüenza. Ellas querrán amar y ser amadas; pero los hombres,
que creen en la tradición del pecado y en el heredismo, las buscarán
para perderlas y no querrán darles su nombre, por miedo de que
no lo prostituyan y lo afrenten.
Y todo eso será obra tuya. Estoy tentado de ir en busca de tu
esposo y traerle a este sitio. Ya adivino cómo es la alcoba en
que te aguarda. Pequeña, cubierta toda de tapices, con cuatro
grandes jarras de alabastro sosteniendo ricas plantas exóticas.
Antes había dos grandes lunas en los muros; pero tu amante, más
delicado que tú, las quitó. Un espejo es un juez y es
un testigo. La mujer que recibe a su amante viéndose al espejo,
es ya la mujer abofeteada de la calle.
Pues bien; cuando tú estés en esa tibia alcoba y tu amante
caliente con sus manos tus plantas entumecidas por la humedad, tu esposo
y yo entraremos sigilosamente, y un brusco golpe te echará por
tierra, mientras detengo yo la mano de tu cómplice. Hay besos
que se empiezan en la tierra y se acaban en el infierno.
Un sudor frío bañaba mi rostro. Afortunadamente
habíamos llegado a la plazuela4
de Loreto, y mi vecina se apeó del vagón. Yo vi su traje;
no tenía ninguna mancha de sangre; nada había pasado.
Después de todo, ¿qué me importa que esa señora
se la pegue a su marido? ¿Es mi amigo acaso? Ella sí que
es una real moza. A fuerza de encontrarnos, somos casi amigos. Ya la
saludo.
Allí está el coche; entra a la iglesia; ¡qué
tranquilo debe estar su marido! Yo sigo en el vagón. ¡Parece
que todos vamos tan contentos!
1 Otro de los cuentos
más conocidos de Gutiérrez Nájera. Se publicó
por la menos cuatro veces en periódicos: en La Libertad del
20 de agosto de 1882, con el título de Crónicas color
de lluvia y firmado "El Duque Job"; en El Correo de
las Señoras el 17 de julio de 1887, La novela del tranvía
y "Manuel Gutiérrez Nájera"; en El Pabellón
Nacional del 13 de noviembre de 1887, La novela del tranvía
y "Manuel Gutiérrez Nájera"; y en El Partido
Liberal del 30 de septiembre de 1888, Humoradas dominicales
y "El Duque Job". Se incluyó en Cuentos frágiles,
1883, en Obras, 1898, y en otras varias recopilaciones.
Con dos o tres excepciones, no hay variantes dignas de mención
entre las distintas versiones. En La Libertad de 1882, el autor
dice jocosamente que "las señoritas muy lindas", que
viven en los barrios "más allá de la peluquería
de Micoló", "leen La Libertad". Dice además,
en el mismo pasaje: "El único indicio de barbarie que encontré
en esos barrios, fue un ejemplar de cierto periódico". Se
refería al parecer a algún periódico rival de La
Libertad. Estas frases no ocurren en otras versiones.
La versión de El Partido Liberal, de 1888, se diferencia de todas
las demás en que omite dos pasajes bastante largos. El primero
de éstos se extiende desde "¡Si yo me casara con alguna
de ellas!" hacia la mitad de la página 9 de nuestra versión,
hasta "¡Pobre hombre! ¿Por qué...", dos
páginas más adelante. El segundo incluye dos párrafos,
casi al final del cuento, que empiezan "Y todo eso será
obra tuya" y terminan "se acaban en el infierno".
A pesar de que la versión de 1888 es la última que vio
el autor, preferimos no usarla para no omitir los dos pasajes referidos.
Publicamos la versión de 1887.
2 Éxodo 14, versículos
21 y 22.
3 Gustavo Droz (I832-l895)
escritor francés, autor de Monsieur, Madame et Bebé,
Le Cahier de Mlle. Cibot y otras novelas de una moralidad un poco
empalagosa.
4 Tomás
de Kempis (1379-1471), autor alemán de obras religiosas. |