La obra de Selma Lagerlöf

Simple y extraordinaria a un tiempo fue la vida de esta mujer. Nacida en 1858, en Morbaka, en la provincia de Vermland, en una de esas granjas familiares de las cuales tantas descripciones encontramos después a lo largo de sus libros, tuvo a su padre por primer maestro.

    —¿Te acuerdas tú —dice ella en una de sus leyendas—, te acuerdas tú, padre, cuántas veces nos cantabas los aires de Bellmann acompañándote en el clavecino y te acuerdas tú de que nos hacías leer y releer cada invierno las leyendas de Tegner, de Rumberg y de Anderson? ¿Cómo podría pagarte, padre, el haberme enseñado a amar los cuentos y los hechos heroicos, y la patria y la vida humana en toda su grandeza y en todas sus debilidades? [El libro de las leyendas: "La leyenda de una deuda"]

En ese paisaje de serranías y de lagos transcurrió su infancia. Las figuras legendarias que aprendiera a amar en los relatos paternos, se le aparecían en la verde penumbra de los bosques. Ante sus ojos ilusionados de niña vagaban aún por allí los caballeros que más tarde hemos de encontrar en la tabla de Gösta Berling.

"¡Cuánto les debo yo", exclama años más tarde Selma Lagerlöf, "a las ancianas sagaresas que habitan en cabañas grises al borde de las selvas y que me han narrado tantas historias del Nerck, de las hechiceras y las vírgenes encantadas por los trolls!" Sin duda, ellas también encandilaron en su pecho la pasión por los paisajes tempestuosos y las vidas magníficas.

A la edad necesaria ingresó en la Escuela Normal Superior de Estocolmo para graduarse de profesora. Y lo fue durante algunos años del Liceo de Niñas de Lanskrona.

Es frecuente ya esta mezcla de literatura y pedagogía entre nosotras, mujeres. El hombre artista rara vez se somete al yugo de la disciplina, menos aun de la rígida coyunda del horario escolar. La mujer no sólo la acepta sino que la busca. El amor a los niños endulza el sacrificio de su libertad. Más de alguna siente que para completarse, necesita, a falta de física, de esa maternidad espiritual que es la esencia de las relaciones entre maestra y discípula.

No es ésta la ocasión de tratar en detalle de la especial psicología de las artistas-pedagogas. Anotemos, sí, porque es verdadero, en Selma Lagerlöf como en muchas otras, que el carácter de la profesión las inclina más hacía lo subjetivo que a lo objetivo, más hacia la leyenda que a la realidad, más a la lírica y a la novela que al drama.

Algún día habrán de revisarse los valores históricos y sociales desde un punto de vista que ahora descuidan los exégetas: el del impulso vital, de la energía psíquica que ha menester una obra literaria o un acto público.

Un individuo que sobresale por merecimientos propios es un ser dotado de una mayor suma de energías. Si no en la obra de arte, en la lucha diaria de la política o de los negocios, o en su arcano pasional, el hombre encuentra modo de gastar gozosamente esas fuerzas pletóricas. Mas, la mujer, y sobre todo la maestra, cuando sobresale de la vulgaridad, ¿en dónde si no en el estudio, en la torturante meditación o en el análisis puede hallar esa tarea absorbente que consume el manantial casi inagotable de sus riquezas psíquicas?

Las artistas-maestras disponen de escaso tiempo para vivir la existencia turbulenta que las rodea, porque han de consagrarlo a la lección que no admite espera. Su peculio modesto les impide ser mundanas, de suerte que poco a poco su sociedad se va reduciendo a los niños y a sus libros. Si de suyo fueron tímidas, las circunstancias las toman cada vez más retraídas, más reconcentradas, hasta que concluyen por crearse un mundo solitario de seres vivos, poblado de quimeras, ensueños e imaginaciones.

Muy otra es la psicología de la novelista institutriz. Perenne huésped de casa ajena, gravita en el mundo real y a veces cruel de la burguesía vista por su reverso mezquino. Palpa la miseria de los interiores, oye los comentarios que destrozan como dentelladas, asiste tanto a los sacrificios silenciosos cómo a las envidias y a los largos rencores. Y, ¡cosa curiosa!, a menudo se consuela de ellos gracias a un romanticismo ingenuo que sabe a ñoñería y que en ciertas autoras llega hasta parecer hermoso, hermoso como una damisela del tiempo añejo.

Selma Lagerlöf vivió sus horas de maestra; esa vida interior, esa soledad del alma que gasta en el estudio y en la meditación sus energías, y escribió, versos ¡claro está! ¡Qué otra cosa sino versos ha de escribir un ser cuya alma poderosa no cabe en los férreos marcos de su vida de mujer y de maestra! Versos, versos que si no vieron la luz pública, le enseñaron en cambio a modelar su lengua y a revestir de palabras las imágenes fugitivas.

Y así, pobre soltera e ignorada de todos, llegó hasta los treinta y tres años de su edad. ¡Treinta y tres años! ¡Cuántas de nosotras, en esa época, principiamos ya a añorar los instantes jubilosos, suponiendo, pesimistas, que lo mejor de nuestros días está ya vivido! Feliz quien, a los cuarenta, pueda cantar: juventud y primavera! ¡Amores! Rumbo al poniente va mi barco bajo un cielo soleado; desfallece lentamente la luz; mas no me amedrenta lo que ha de venir; me basta que en mi noche haya estrellas y canciones.

Volviendo a Selma Lagerlöf, cuando ésta tenía treinta y tres años de edad, un semanario abrió un concurso al cual envió algunos de los capítulos de La leyenda de Gösta Berling, que merecieron el premio y un éxito resonante. Así se inicia esa vida literaria suya que abarca desde los treinta y tres hasta los sesenta y tantos años de su edad. ¡Años prodigiosos de juventud espiritual!

El gobierno de su patria le permite descansar de la cátedra e iniciar sus viajes a Italia y a Tierra Santa. Productos de ellos son El milagro del Anticristo, en cuyas páginas traza un cuadro legendario de algunos aspectos socialistas y místicos de la vida siciliana y, sobre todo, los dos volúmenes titulados Jerusalén en Dalecarlia y Jerusalén en Tierra Santa, que son, a mi juicio, su gran novela (1901-1902).

De la misma época es El maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia (1906-1907), texto de lectura en las escuelas suecas, en el que su amor a la naturaleza, a las costumbres y a las leyendas patrias convergen con su potencia fantástica para forjar páginas seductoras comparables sólo en emocionada belleza al libro Corazón de Edmundo de Amicis.

La venerable Universidad de Upsala la doctoró "honoris causa" en 1907 y dos años más tarde recibió el Premio Nobel de Literatura, con lo cual pasó a pertenecer a la Academia Sueca, que en los dos siglos de su existencia abría por primera vez sus puertas a una mujer.

Murió en 1940.
AMANDA LABARCA